Desde los tiempos de los Apóstoles y discípulos ha estado en uso, siglo tras siglo, hasta nuestros días. Sin embargo, el Santo Rosario -en la forma y método de que hoy nos servimos en su recitación -sólo fue inspirado a la Iglesia -en 1214- por la Santísima Virgen que lo dio a Santo Domingo para convertir a los herejes albigenses y a los pecadores.
San Luis María Grignion de Montfort
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PRIMERA DECENA: PRIMERA ROSA
Las oraciones del Rosario.
El Rosario encierra dos realidades: la oración mental y la vocal. La oración mental en el Santo Rosario es la meditación de los principales misterios de la vida, muerte y gloria de Jesucristo y de su Santísima Madre.
La oración vocal consiste en la recitación de quince decenas de Avemarías, precedidas de un Padrenuestro, unida a la meditación y contemplación de las quince principales virtudes que Jesús y María practicaron, conforme a los quince misterios del Santo Rosario.
En la primera parte -que consta de cinco decenas se honran y consideran los cinco misterios gozosos. En la segunda, los cinco dolorosos. Y en la tercera los cinco misterios gloriosos.
De este modo, el Rosario constituye un conjunto sagrado de oración mental y vocal para honrar e imitar los misterios y virtudes de la vida, muerte, pasión y gloria de Jesucristoy de María.
SEGUNDA ROSA
Origen del Rosario.
El Santo Rosario, compuesto fundamental y sustancialmente por la oración de Jesucristo (el Padrenuestro), la salutación angélica (el Avemaría) y la meditación de los misterios de Jesús y de María, constituye, sin duda, la primera plegaria y la primera devoción de los creyentes.
Desde los tiempos de los Apóstoles y discípulos ha estado en uso, siglo tras siglo, hasta nuestros días. Sin embargo, el Santo Rosario -en la forma y método de que hoy nos servimos en su recitación -sólo fue inspirado a la Iglesia -en 1214- por la Santísima Virgen que lo dio a Santo Domingo para convertir a los herejes albigenses y a los pecadores.
Ocurrió en la forma siguiente, según lo narra el Beato Alano de la Rupe en su famoso libro intitulado De Dignitate Psalterii .
“Viendo Santo Domingo que los crímenes de los hombres obstaculizaban la conversión de los albigenses, entró en un bosque próximo a Tolosa y permaneció allí tres días y tres noches dedicado a la penitencia y a la oración continua, sin cesar de gemir, llorar y mortificar su cuerpo con disciplina para calmar la cólera divina, hasta que cayó medio muerto. La Santísima Virgen se le apareció en compañía de tres princesas celestiales y le dijo:
«¿Sabes, querido Domingo, de qué arma se ha servido la Santísima Trinidad para reformar el mundo?»
– Oh Señora, tú lo sabes mejor fuiste el principal instrumento de nuestra salvación.
«–Pues sabes– añadió ella– que la principal pieza de combate ha sido el salterio angélico, que es el fundamento del Nuevo Testamento. Por ello, si quieres ganar para Dios esos corazones endurecidos, predica mi salterio»
Levantóse el Santo muy consolado. Inflamado de celo por la salvación de aquellas gentes, entró en la catedral.
Al momento repicaron las campanas para reunir a los habitantes, gracias a la intervención de los ángeles. Al comenzar él su predicación, se desencadenó una terrible tormenta, tembló la tierra, se oscureció el sol, truenos y relámpagos repetidos hicieron palidecer y temblar a los oyentes. El terror de éstos aumentó cuando vieron a una imagen de la Santísima Virgen, expuesta en lugar prominente, levantar los brazos al cielo por tres veces para pedir a Dios venganza contra ellos, si no se convertían y recurrían a la protección de la Santa Madre de Dios.
Quería el cielo con estos prodigios promover esta nueva devoción del Santo Rosario y hacer que se la conociera más.
Gracias a la oración de Santo Domingo, se calmó finalmente la tormenta, él prosiguió su predicación explicando con tanto fervor y entusiasmo la excelencia del Santo Rosario que casi todos lo habitantes de Tolosa lo aceptaron, renunciando a sus errores. En poco tiempo se experimentó un gran cambio de vida y costumbres en la ciudad”.
Tomado del libro El Secreto admirable del Santo Rosario, pp.12-14
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