Flor y gloria de la cristiandad. Parte 1

Publicado el 05/30/2022

Todo el brillo que evoca la palabra “caballero” se refiere a una de las nociones fundamentales de la Civilización Cristiana. Aunque parezca que existe una incompatibilidad completa entre el católico y la guerra, el ejemplo de los Ángeles nos enseña que la fuerza ejercida por amor a Dios se torna sagrada.

Plinio Corrêa de Oliveira

No existe una fecha específica para indicar el fin de la Caballería de manera que se pueda decir: “La caballería murió en tal ocasión”. Así como los grandes crepúsculos no tienen un momento determinado para que se pueda afirmar que se hizo de noche, también la “puesta de sol” de la Caballería no se sabe bien cuándo se consumó.

Palabra que dignifica al hombre a quién se refiere

Entre tanto, allá por el siglo XVII ya no se podía propiamente hablar de esta institución. Había Órdenes que ya no tenían casi nada de la Caballería antigua. Poseían meros recuerdos, era un título, pero la Caballería propiamente dicha había desaparecido.

Más de trescientos años después, ahora yo encuentro jóvenes que, al ser llamados “caballeros”, se sienten dignificados, inclusive sin conocer todo cuanto la palabra “caballero” significa.

Cuando se quiere elogiar a alguien que tuvo un comportamiento bonito, noble, abnegado, valiente, se dice: “¡Procediste como un caballero!”

Habiendo entre dos hombres educados un altercado que se concluye de un modo distinguido y elegante, se afirma: “¡Terminó como una contienda de caballeros!” Por otro lado, al quejarse contra alguien que le faltó al respeto, una señora podrá usar ésta fórmula: “¡Ud. no fue un caballero!”

Caballero es, por lo tanto, una palabra que circula por todas partes, pero cuyo sentido casi nadie sabe definir con exactitud.

El término sugiere la idea de alguien que monta a caballo. No obstante, cuando vemos, por ejemplo, algunos soldados de la Policía Militar a caballo haciendo la ronda del barrio, aunque sea esa una tarea digna, honesta, propia a despertar simpatía, ¿podemos decir que son caballeros?

Ellos podrán hacer parte de una fuerza de caballería de la Policía Militar, pero la Caballería es otra cosa.

¿Qué viene a ser el caballero? ¿Qué quedó unido a esta palabra de modo que, inclusive sin saber definirla, todos reconocen en ella un cierto brillo, una cierta luz que dignifica al hombre a quién se refiere? Vale la pena examinar esto para que comprendamos una de las nociones fundamentales de la Civilización Cristiana, más o menos tan perdida en la mente del hombre contemporáneo como desaparecida está la propia idea de Civilización Cristiana.

Hay restos, aromas de la Civilización Cristiana en el mundo de hoy, como en un jarrón de donde fue retirada una rosa que estuvo allí durante algún tiempo: se saca la flor, queda el perfume. Así también, de la Civilización Cristiana en el mundo de hoy hay un resto de perfume, pero la rosa no está más presente.

El tipo más perfecto de caballero es el cruzado

Ahora, una de las palabras en las cuales se siente el perfume de la Civilización Cristiana es “caballero”. Él es una flor y una gloria de la Cristiandad. A tal punto que el término “caballero” tiene un nexo histórico y doctrinario muy merecido con la idea de Cruzada. Cuando se dice “fulano es un cruzado de tal ideal, o de tal causa”, se da a entender que es un hombre abnegado, heroico, valiente, dedicado, que no conoce obstáculos… en fin, un gran hombre.

Los cruzados no sólo son caballeros, sino que el tipo más perfecto de caballero es el cruzado. ¡Qué aroma misterioso y delicioso impregna esas palabras de manera a resistir hasta la polución de este fin de era histórica en que estamos viviendo!

Debemos considerar que al hablar de caballero nos referimos a alguien que realizó la más alta perfección de un cierto tipo de cualidades humanas. Un santo no es necesariamente un caballero, pero un caballero que lleve sus cualidades hasta el extremo se torna santo. Más aún: un santo colocado en las condiciones en que lucharon los caballeros, también se volvería un caballero.

El santo es el hombre que alcanzó su perfección, que fue llamado por Dios a un alto grado de virtud y correspondió enteramente, o de modo eximio, a ese llamado.

El caballero, a su vez, corresponde a una forma de perfección de que debe ser capaz todo hombre colocado en condiciones de luchar. El verdadero católico, impelido por las circunstancias a combatir, se torna caballero.

Por lo tanto, el caballero es el católico en lucha. Es una forma de excelencia y de perfección que se nota en el católico cuando las condiciones de vida, del embate entre el bien y el mal, lo colocan en el caso de batallar. Ahí estará el católico emitiendo un particular brillo de su alma. Ese brillo es el espíritu de la Caballería.

Entre los ángeles reinaba una armonía perfectísima

Detalle de la pintura Adoración de los ángeles, por Benozzo Gozzoli

Para que tengamos una idea exacta de la Caballería, regresemos a lo que podríamos llamar la primera mañana de la Creación. Dios creó los ángeles, puros espíritus; los hombres compuestos de espíritu y materia, teniendo un cuerpo perecedero en el cual están presentes las naturalezas animal, vegetal y mineral; los animales, los vegetales y los minerales. Ese es el cuadro general de la creación que, tomada en su todo, tuvo su primera mañana en el momento en que Dios creó los ángeles.

Podemos imaginar la creación de los ángeles simultánea, de manera que todos desde el primer instante de su existencia comenzaron a brillar, conocer, adorar a Dios, y a cantar sus glorias.

También inmediatamente pasan a conocerse unos a otros y a relacionarse de un modo armónico, en coros que cantan la gloria de su Creador. Entre ellos reina una armonía perfectísima porque están todos vueltos hacia Dios.

Esa armonía tiene el esplendor de la paz, que San Agustín definió tan magníficamente como siendo la tranquilidad en el orden.

Hay formas de desorden que dan la impresión de paz. En un charco, por ejemplo, con agua estancada, en el cual nada sucede, nada se mueve, hay una tranquilidad, mas no oriunda del orden. Hay cualquier cosa que propicia la podredumbre, la degeneración, la degradación, que preanuncia el desorden. Eso no es paz.

Entre los ángeles, al contrario, por estar todos ordenados en función de la voluntad y de la gloria divinas, había la permuta armoniosa de buenos oficios para adorar juntos a Dios. ¡Quién introdujese en el Cielo cualquier semilla de desorden, un espíritu malo que intentase provocar una intriga entre dos ángeles, instigando el amor propio de uno contra otro para producir una complicación allí dentro, nosotros lo llamaríamos bandido! Porque iba a perturbar la tranquilidad del orden, el esplendor del Reino de Dios sobre todas aquellas criaturas.

Con mayor razón aún, si un puro espíritu sacase una espada – para usar un lenguaje metafórico, pues un ángel no tiene cuerpo – y comenzase a agredir a otro, nosotros lo consideraríamos demonio. ¿Por qué él va a afectar y herir a otro, colocarlo en desorden y provocar efervescencia de odio? ¿Colocar el tumulto, las incertidumbres y las angustias de las guerras donde debería haber apenas la seguridad espléndida y diáfana de un futuro que nada perturbaría?

Quién hiciese eso practicaría una acción muy mala. En ella podemos ver lo que hay de substancialmente malo en la violencia, la cual, de sí, considerada sin las circunstancias que la expliquen, es un acto feo que mancha con su propia fealdad a quién lo practica. El violento queda repugnante. No hay peor ultraje contra alguien que decir: “Tiene cara de asesino”. Es una cosa horrorosa…

Los cruzados agradecen a los Cielos por su victoria en la toma de Jerusalén. Palacio de Versalles, Francia

Se diría, pues, que existe una incompatibilidad completa entre el católico y la guerra, porque él es miembro del Cuerpo Místico de Cristo; en él está presente, por la gracia, la propia vida de Dios, es un templo del Espíritu Santo, fue redimido por la Sangre infinitamente preciosa de Nuestro Señor Jesucristo, teniendo por Corredentora a Nuestra Señora, con sus lágrimas indeciblemente preciosas. ¡El católico es un hijo del orden, de la tranquilidad, es la sede de la paz!

¿Cómo podemos imaginar un hombre en esas condiciones que prepara para sí un arma con la intención de verter sangre ajena y, cuando el arma está lista, procura a quién matar? Él desea tanto matar que hasta expone su vida para ese efecto, porque tiene odio, quiere ver sangre derramada y gente muerta por su diestra. ¿Ese es un católico, un templo del Espíritu Santo, un miembro de Aquel que dijo: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón…”? ¿El contraste no es lo más abrupto posible?

Una gran batalla se trabó en los Cielos

San Miguel Arcángel venciendo al demonio – Museo del Prado, Madrid, España

Sin embargo, cuando Lucifer se levantó contra Dios y arrastró con su rebelión a una tercera parte de los espíritus celestiales, provocando una Revolución en el Cielo contra el Creador, hubo un Ángel que supo erguirse y gritar: “¿Quis ut Deus? ¿Quién como Dios?” Fue San Miguel Arcángel que, con ese grito, convocó a la lucha a dos tercios de los espíritus celestiales, realizando lo que dice la Escritura: “Proelium magnum factum est in cœlis”, una gran batalla se desató en los cielos. En la mansión de la paz y de la tranquilidad se hizo una gran guerra, una gran batalla se trabó en los Cielos y San Miguel con sus ángeles lanzaron al infierno a Lucifer y a sus secuaces.

Por lo tanto, el resultado de esa batalla fue lanzar a los vencidos en la mansión de la desgracia incesante, total e inexpiable, sabiendo que ellos tendrían esos tormentos por toda la eternidad. Los ángeles de paz, que antes se amaron, se escindieron y los dos tercios capitaneados por San Miguel – ellos, los pacíficos, los hijos de la Luz –quisieron arrojar en la mansión eterna de las tinieblas y de la muerte a satanás y sus ángeles.

Usando siempre un lenguaje metafórico, imaginemos la escena. San Miguel se levanta indignado, esplendoroso, y grita con una voz de trompeta que cubre, de punta a punta, las inmensidades celestiales: “¿Quis ut Deus?”

De un lado, muchos Ángeles se entusiasman y adhieren a él, constituyendo las gloriosas huestes celestiales. Pero del otro lado – donde tal vez hubiese antes un esplendor mayor, pues los partidarios eran capitaneados por el más perfecto de los entes angelicales, aquel que traía consigo la luz, otrora la alegría del reino celestial, reflejando a Dios para los otros ángeles – se encuentra Lucifer, horrible, rojo de odio y cólera. Todas las pasiones indignas se manifiestan en él; está lleno de envidia y de todos los otros pecados capitales, en la medida en que pueden estar en un ángel. El espíritu rebelde se encuentra ahora bullicioso de odio contra aquel Dios a quién él miraba con amor.

¡La luz de las huestes de San Miguel avanza y la batalla comienza! ¿Cómo habrá sido ese embate? ¿Cómo pueden puros espíritus, que no tienen cuerpo, combatir entre sí?

El hecho concreto es que hubo tres transformaciones a partir de la rebelión de Lucifer.

Primera: él y sus secuaces se tornaron execrables y repugnantes.

Segunda: aquellos ángeles que eran de paz, de cordura, mudaron en los mayores guerreros que se pueda imaginar.

Tercera: la mansión de la paz se transformó en un terrible campo de batalla.

La fuerza ejercida contra los malos por amor de Dios se torna sagrada

A partir de ese momento, la violencia se nos aparece bajo otro color. Si es verdad que, considerada en la simplicidad de su figura primera, ella es repugnante, cuando vemos que tiene origen en la oposición a un ángel que se volvió pésimo al rebelarse, intentando él mismo violencia contra el Creador, declarando – “non serviam – no serviré a Dios”, entonces el uso de la violencia pasa a tener una belleza especial.

Dios es supremo y absoluto, todos los derechos valen en la medida en que lo sirven. A partir del momento en que esos ángeles se rebelaron contra Él, oponiéndose a todo el derecho, todo orden y a toda ley, perdieron el derecho de estar en el Cielo, y el único lugar proporcionado para ellos era el Infierno.

Resultado: se volvió necesario arrojarlos allí. La guerra surge, así, como un santo y glorioso deber. El empleo de la fuerza, que parecería tan contrario a la convivencia entre los espíritus celestiales, pasa a tener un esplendor peculiar: es el amor a Dios en cuanto rechazando el mal y derrumbando en el Infierno a quién es contra Él.

Entrada de los cruzados en Constantinopla

Como nada puede tornar el espíritu humano tan apreciable y venerable cuanto el amor de Dios, así también la fuerza ejercida por amor a Él, llegando inclusive a la agresión, cuando está destinada a la defensa de la gloria Divina, se torna sagrada y resplandece con un brillo especial.

De allí viene la noción del hombre completo. Si le fue dada la ocasión de atacar el mal y no lo hizo, puede ser que no haya desarrollado su fuerza de alma como era necesario. Así, entre dos hombres muy virtuosos, uno de los cuales luchó poco en la vida, en cuanto el otro de punta a punta de su existencia fue un guerrero, ¿cuál es aquel cuya personalidad podemos apreciar mejor? Evidentemente es aquel que, además de haber sido todo lo que el otro fue, aún combatió.

Extraído de conferencia del 26/5/1984

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“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

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