
Entre los males de que nos preserva la confianza está en primer lugar el pecado. El alma que confía conoce su nada y pone en Dios toda su esperanza. Desconfía de la propia miseria; practica por tanto la verdadera humildad.
Padre Thomas de Saint Laurent
La Confianza glorifica a Dios
El mejor elogio que se puede hacer de la confianza consiste en mostrar sus frutos: éste será el asunto del presente capítulo, el último.
Ojalá puedan las siguientes consideraciones dar valor a las almas inquietas y hacerles vencer su pusilanimidad, enseñándoles a practicar perfectamente esa preciosa virtud.
La confianza no crece en las esferas más modestas de las virtudes morales; ella se eleva de un salto hasta el trono del Eterno, hasta el propio Corazón del Padre celestial. Rinde un excelente homenaje a sus perfecciones infinitas: a la Bondad, porque sólo de Él espera el auxilio necesario; al Poder, porque desprecia cualquier otra fuerza que no sea la suya; a la Ciencia, porque reconoce la sabiduría de su intervención soberana; a la fidelidad, porque cuenta sin vacilaciones con la Palabra divina.
Ahora bien, en las diversas manifestaciones de la vida religiosa, ningún acto es más elevado que esos; son los actos sublimes en que se ocupan: en el cielo, los Espíritus bienaventurados. Los Serafines velan su faz con las alas en presencia del Altísimo, y los Coros angélicos le repiten con encanto, su triple aclamación.
La confianza resume en una luminosa y dulcísima síntesis, las tres virtudes teologales: la Fe, la Esperanza y la Caridad. Por eso el Profeta, ofuscado por el brillo de esa virtud, se siente incapaz de contener la admiración y exclama con entusiasmo: “¡Bienaventurado el varón que tiene puesta su confianza en el Señor!” (Jer. 17, 7).
Por el contrario, el alma sin confianza ultraja al Señor. Duda de su providencia, de su bondad y de su amor. Busca el amparo de las criaturas; incluso llega a veces en nuestros días, a entregarse a prácticas supersticiosas. La infeliz se apoya sobre columnas frágiles que se derrumbarán bajo su peso y la herirán cruelmente.
Y Dios se irrita con tal ofensa.
Esa virtud participa pues, al mismo tiempo, del acto de alabanza y del de adoración.
El Libro de los Reyes cuenta que Ocozías, enfermo, mandó consultar a los sacerdotes de los ídolos. Yavhé se encolerizó; encargó al Profeta Elías de transmitir terribles amenazas al soberano: “¿Acaso no hay Dios en Israel, para que consultes a Belcebú, dios de Acarón? Por esa razón, pues, no te levantarás de la cama en que te acostaste, sino que morirás sin remedio”. (4 Re. 1, 6).
El cristiano que duda de la bondad divina, y limita sus esperanzas a las criaturas, ¿no merecerá la misma censura? ¿No se expone al justo castigo? ¿No vela acaso la Providencia sobre él, para que le sea necesario dirigirse locamente a seres débiles y flacos, incapaces de venir en su auxilio?
Atrae sobre las almas favores excepcionales
“No dejéis que se pierda vuestra confianza, —dice el Apóstol San Pablo— pues ella merece una gran recompensa” (Heb. 10, 35).
En efecto, esa virtud da tanta gloria a Dios, que atrae necesariamente sobre las almas favores excepcionales.
El Señor declaró varias veces en las Escrituras con qué generosa magnificencia trata a los corazones que confían.
“Porque esperó en Mí, Yo lo libraré; Yo le protegeré porque reconoció mi nombre. Me invocará y Yo lo atenderé. Con él estaré en sus tribulaciones; de ellas lo libertaré y lo glorificaré” (Sal. 90, 14-15).
¡Qué promesas pacificadoras en boca de Aquel que castiga toda palabra inútil y condena la más ligera exageración!
Así pues, y según el testimonio de la propia Verdad, la confianza aparta de nosotros todos los males.
“Porque has hecho del Altísimo tu baluarte no llegará a ti el mal, ni plaga alguna se acercará a tu tienda. Pues Él ha mandado a sus ángeles que te guarden en todos tus caminos; ellos te llevarán en sus manos, para que tu pie no tropiece en la piedra. Andarás sobre áspides y víboras, pisarás a los leones y dragones” (Sal.90, 9-15).
Entre los males de que nos preserva la confianza está en primer lugar el pecado. Porque no hay nada más de acuerdo con la naturaleza de las cosas. El alma que confía conoce su nada, como la de todas las criaturas; por eso, no cuenta consigo misma ni con los hombres, y pone en Dios toda su esperanza. Desconfía de la propia miseria; practica por tanto la verdadera humildad.
Ahora bien, como sabéis, el orgullo es la fuente de todas nuestra faltas (Ecl.10, 15) y el principio de la ruina (Prov. 16, 18). El Señor se aparta del soberbio; le abandona a su flaqueza y le deja caer. La caída de San Pedro es un terrible ejemplo de ello.
En los designios misericordiosos de su sabiduría, Dios permitirá tal vez que la prueba asalte durante algún tiempo al alma que confía: nada sin embargo la hará temblar; estará inmóvil y firme “como el monte de Sión” (Sal. 124, 1). Conservará la alegría en el fondo del corazón (Sal. IV, 8), y, a pesar del rugido de la tormenta, dormirá tranquila como el niño en los brazos del padre (Sal. IV 9). Se dejará llevar hasta el final de su jornada, pues Dios salva “a los que en Él esperan” (Sal. XVI, 7).
Esos son sin embargo, beneficios puramente negativos.

Porque será como el árbol plantado junto a las aguas, el cual extiende hacia la humedad sus raíces, y no temerá cuando venga el estío.
Dios colma de beneficios positivos al hombre que confía en Él. Oíd con qué hermosa poesía el Profeta expone esa verdad: “Bienaventurado el varón que tiene puesta su confianza en el Señor y cuya esperanza es el Señor. Porque será como el árbol plantado junto a las aguas, el cual extiende hacia la humedad sus raíces, y no temerá cuando venga el estío. Sus hojas serán siempre verdes y no sufrirá en el tiempo de la sequía, y jamás dejará de dar frutos” (Jer. 17, 7-8).
Para resaltar por impresionante contraste la paz radiante de ese cuadro, contemplad la lamentable suerte de aquel que cuenta con las criaturas: “¡Maldito sea el hombre que confía en el hombre y se apoya en un brazo de carne y aparta del Señor su corazón. Porque será semejante a los juníperos del desierto… permanecerá en la sequedad del desierto, en un terreno salado e inhabitable!…” (Jer. 17, 5-6).
Tomado del Libro de la Confianza, Capítulo VI; pp. 64-69