Fundador de una era de fe

Publicado el 07/11/2024

Desprendiéndose del gran pantano que era la Europa de su tiempo, aquel joven patricio caminó hasta una cueva del Lacio y allí comenzó una vida espiritual de cuyos fulgores nacería la cristiandad medieval.


Vista del monasterio de Subiaco (Italia)


Un joven
 con una vocación extraordinaria, oriundo de una familia senatorial y patricia, decidió entregarse totalmente a la gracia divina. Ésta le dijo en lo hondo de su alma: «Hijo mío, te quiero, y te quiero por entero. ¿Te das por entero?». Y él le respondió: «Sí, me doy por entero». Benito era su nombre.

Sin embargo, para llevar a cabo esa entrega completa, la experiencia le mostraba que no podía permanecer en aquel maremagno —una mezcla de barbarie y de cultura romana decadente— en el que se encontraba Europa en los albores del siglo vi. Entonces, resolvió retirarse, él solo, a un sitio desierto e inhóspito, apartado de la convivencia de los hombres, donde buscaría la santificación de su alma.

Probablemente, no tenía idea de que la Providencia lo llamaba a ser el árbol del cual brotarían todas las semillas que se esparcirían por Europa, dando origen a la cristiandad medieval. Se enfundaba en aquella soledad para ser visto únicamente por Dios y la Santísima Virgen, para que nada perturbara la entrega completa que les había hecho. Allí se entregaría a la devoción, a la meditación, a la penitencia, para que la gracia se apoderara cada vez más de su persona.

En la cueva de Subiaco, pensando solamente en Dios

Podemos imaginar a San Benito todavía joven —como consta que así lo era—, bien presentado, bien provisto de los atributos de una familia senatorial y, desprendido de todas estas dotes naturales, dejando su casa paterna camino de Subiaco. Era este lugar una montaña, una especie de palacio silvestre de cuevas, unas encima de otras, formando como pisos [de un edificio]. Eligió una de ellas, en lo que podríamos llamar «planta baja», y entró.

Quizá no lo supiera, pero en una de las aberturas superiores hacía ya muchos años que vivía en completo aislamiento otro ermitaño, mucho mayor que él, San Román. Éste vio llegar al joven asceta e inmediatamente percibió la señal de Dios en esa alma. No se hablaban, manteniendo cada cual su existencia recogida.

San Román sólo comía el pan que le llevaba un cuervo todos los días. Ahora bien, San Benito había ido allí sin preocuparse de su alimentación, confiando en Dios. Pero, a partir de aquel día, el cuervo comenzó a dejar dos panesSan Román comprendió enseguida para quién era el segundo; cogió una cesta, a la que ató una cuerda, y por ella bajó la ración suplementaria que le había traído el pájaro. Tan pronto como vio la cesta y su contenido, San Benito percibió que a partir de ese momento tendría asegurada su nutrición, comiendo el pan milagrosamente enviado por Dios.

Su único contacto con el mundo exterior era la hora en la que veía descender la cuerda. Había renunciado a todo, olvidado de sí mismo, pensando solamente en las cosas divinas.

En las espinas, victoria sobre la carne

Hasta donde puedo pensar, admito que San Benito, aun sin ser plenamente consciente de lo que nacería de Subiaco, se daba cuenta de que algo muy grande se jugaba en el Cielo cada vez que él daba un paso ascendente en el camino de la fidelidad. Los ángeles cantaban y los demonios rugían. Sentía todo el odio que el diablo ponía contra él —y, por tanto, lo nocivo que le estaba siendo— en las tóxicas tentaciones con las que a cada instante y de manera tormentosa lo acosaba, y a las que se veía obligado a resistir.

En cierto momento, sin que él tuviera la culpa, las tentaciones contra la pureza aumentaron desmedidamente. Era, naturalmente, la furia del espíritu impuro que se desataba sobre un hombre tan extraordinario como ése. Para vencer esos ataques, San Benito se levantó y se arrojó sobre un arbusto de hojas fuertemente espinosas, para que la sensación de dolor que éstas le provocaban ahogara los malos deseos de la carne.

En memoria del heroico y victorioso acto de su fundador, los benedictinos siempre han conservado ese arbusto con una veneración y un cuidado extraordinarios. Siglos después, allí estuvo rezando el gran San Francisco de Asís, que se conmovió al ver aquellos matorrales espinosos. Y para señalar cuán agradable fue para Dios ese gesto de San Benito, el Poverello plantó en ese mismo sitio un rosal. A partir de entonces, éste y aquel arbusto nacieron juntos, entrelazándose y perpetuando en aquella cueva la suavidad de San Francisco y la noble austeridad de San Benito.

A través de San Benito, Dios velaba por Europa

Y así, con sucesivos triunfos sobre el mundo, el demonio y la carne, el joven ermitaño llevaba la vida de virtudes que haría de su alma el elemento modelador de toda una familia religiosa, la cual se extendería a lo largo de los siglos. Se convirtió en un santo de primera magnitud, el patriarca de los monjes de Occidente, un varón igualado por pocos en la historia de la Iglesia, porque no es propio del género humano engendrar a tantos hombres de semejante estatura espiritual.

Es necesario subrayar que, si San Benito sólo se preocupaba con darse enteramente a Dios, Dios cuidaba enteramente de su fiel servidor, para, a través de él, velar por Europa.

De hecho, San Benito tuvo un número incalculable de hijos espirituales, los religiosos benedictinos, que se expandieron por el continente y tuvieron una prodigiosa influencia en la formación y difusión de la Edad Media. Fueron ellos quienes trabajaron por la conversión de los bárbaros, sobre todo en las regiones más difíciles donde el cristianismo no había penetrado.

Punto de partida de la civilización cristiana

Pero ¿cómo actuaban los hijos del santo patriarca?

La Providencia eligió a San Benito para ser el árbol del que brotarían todas las semillas de la futura cristiandad – «San Benito», de Nardo di Cione – Museo Nacional, Estocolmo

Iban a los pueblos infieles, predicaban misiones y fundaban un monasterio. Éste, por lo general, construido en un lugar desierto. Allí comenzaban a cantar, a practicar la liturgia, a repartir limosnas entre los pobres que se acercaban, a talar bosques, a hacer plantaciones regulares, a secar pantanos.

A causa de la influencia que adquirían sobre las almas, especialmente por sus virtudes, las poblaciones y ciudades iban construyéndose en torno a sus monasterios. Cuando permanecían solitarios, la gente de las ciudades iba a visitarlos y su acción se irradiaba a distancia, ayudando a las obras del clero secular.

Se convirtió en un tesoro para cualquier población el tener un monasterio benedictino instalado en sus inmediaciones. Su apostolado característico, no obstante, era el que, de lejos, empezaba a refulgir con todo su brillo, a atraer con todo su perfume, haciendo que los pueblos fueran a su encuentro. Lo cual no deja de ser una hermosa manera de obrar en beneficio de las almas.

Tras haber convertido a Europa, los hijos de San Benito, por medio de la congregación de Cluny —que era una federación de abadías y monasterios benedictinos— prepararon todo el florecimiento espiritual, cultural, artístico, político y militar de la Edad Media. La formación de ésta no habría sido posible si no fuera por las ideas, las máximas y los principios irradiados por Cluny.

Pero Cluny, a su vez, no habría existido sin Subiaco. Éste fue el verdadero punto de partida de la civilización cristiana. Surgió del «sí» de aquel joven Benito, quien, desprendiéndose del gran pantano que era la Europa de su tiempo, caminó hasta aquella cueva del Lacio y allí comenzó una vida espiritual de cuyos fulgores nacería la cristiandad medieval. ◊

Extraído, con ligeras adaptaciones, de: Dr. Plinio.
São Paulo. Año III. N.º 24 (mar, 2000); pp. 12-17

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