
La vida del hombre en la tierra, desde que abrimos los ojos a este mundo hasta que se cierran tras el último embate, siempre ha sido y siempre será, nos guste o no, una lucha constante. Y la razón de esta lucha es la única enemistad establecida por Dios: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; ésta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón» (Gén 3, 15).
Si queremos formar parte de los gloriosos vencedores, de los soldados e hijos de la Santísima Virgen, cuya victoria ya está sellada por Dios, hemos de perseverar con valentía y afrontar cada día una feroz batalla, que se libra sobre todo en nuestro interior. En contrapartida, a los cobardes, hijos de la serpiente, «les tocará en suerte el lago que arde con fuego y azufre» (Ap 21, 8).
En el combate convencional entran en juego numerosos factores que determinan el resultado final, como la diplomacia, el entrenamiento, la logística, la estrategia, las condiciones meteorológicas, los accidentes geográficos… Se trata de una enorme y compleja conjugación, cuyo éxito requiere experiencia y perspicacia.
Ahora bien, muchas de las leyes de la guerra son aplicables a nuestra lucha espiritual, pues, en su sentido abstracto, la estrategia fundamental es la misma. Por lo tanto, puede ser esclarecedor e instructivo considerar algunas máximas militares desde esta perspectiva.
El arte de la guerra espiritual
En el opúsculo titulado El arte de la guerra, el destacado estratega y literato chino Sun Tzu nos legó esta frase: «Conoce al enemigo, conócete a ti mismo, y tu victoria nunca se verá amenazada».1 Trasladando esta enseñanza al ámbito espiritual, una instrucción clara acerca de las seducciones del demonio y de las flaquezas habituales de la naturaleza humana será una excelente estrategia para mantenernos en estado de gracia.
Clausewitz también dice que la guerra es «un acto de fuerza para obligar a nuestro adversario a hacer nuestra voluntad».2 En la batalla de la vida interior, nuestro peor enemigo es la ley de la carne que, en nosotros, lucha contra la ley del espíritu (cf. Rom 14, 23); y todo nuestro éxito consiste en que la voluntad del espíritu luche contra la de la carne y la obligue a hacer su voluntad.

Estableciendo diversos paralelismos de este tipo, los Padres y doctores de la Iglesia nos han transmitido valiosas enseñanzas a lo largo de los siglos. El gran San Francisco de Sales llevó consigo durante décadas un libro que le ayudó enormemente a comprender el arte de la guerra sobrenatural. Se trata del manual Combate espiritual, del sacerdote teatino Lorenzo Scupoli. Lo recomendaba enfáticamente a todos los que estaban bajo su dirección, asegurándoles que por este medio obtendrían la verdadera paz, confirmando así el antiguo adagio romano: Si vis pacem, para bellum —Si quieres la paz, prepárate para la guerra.
Una de las mejores enseñanzas de esa obra, que el santo obispo de Ginebra adoptó como propósito de vida, es lo que hoy conocemos como examen de previsión, una estrategia que parece basarse en un principio de sabiduría universal claramente discernido incluso por los pueblos paganos, como puede constatarse en la regla predicada en el Japón de antaño a los samuráis: «Ganar primero, combatir después».3
Esta sentencia subraya la importancia fundamental de la preparación para la lucha, que se comprende mejor ejercitando la imaginación.
Comandando con sabiduría a un ejército…
Imaginemos, pues, que se nos encarga dirigir una guerra, preferiblemente en una época anterior a la nuestra, cuando los campos de batalla aún se adornaban con los esplendores de la heráldica, espadas relucientes y banderas desplegadas; sobre todo cuando todavía existía el honor. Estamos en los albores de una contienda decisiva y ya divisamos las tropas enemigas.
Supongamos que, sabiamente, nos hemos preparado con suficiente antelación para el momento del enfrentamiento. Procuramos conocer bien al adversario, estudiando sus tácticas, sus puntos débiles y fuertes, hasta que somos capaces de prever todos sus movimientos. Conociéndonos también a nosotros mismos, nuestras limitaciones y flaquezas, nos esforzamos por equipar a nuestro ejército con las mejores armas y municiones, sin olvidarnos nunca de valernos de la diplomacia para poner en acción a amigos y aliados.
Con ojos y oídos atentos, recorremos el campo de batalla, sondeando cualquier movimiento enemigo; y una vez que despunta la luz del sol, avanzamos llenos de ánimo, coraje y amor por el ideal que defendemos. ¿Qué posibilidades hay entonces de que seamos derrotados? Las hay, es cierto; pero ¡cuán menores y menos probables que si no nos hubiéramos preparado!
¿Cómo aplicamos ese principio preventivo a nuestra vida espiritual?
… y a nuestra alma hacia la victoria
Cuántas batallas espirituales no ganaríamos si, al comienzo del día, asumiéramos una actitud vigilante sobre nosotros mismos
Mucho se ha ensalzado la importancia del examen de conciencia diario, que en el ámbito militar equivale a hacer un balance de la batalla: contar los muertos y heridos, evaluar el terreno conquistado o perdido, analizar los errores cometidos, tomar las medidas logísticas pertinentes ante el material desaparecido o dañado. Sin duda, algo muy necesario. Pero ¿Cuántas batallas habríamos ganado y cuántas pérdidas habríamos evitado si, desde el inicio del día, hubiéramos asumido una actitud de vigilancia?
El P. Lorenzo Scupoli explica muy bien cómo tiene que ser esa disposición: «[Debes] recogerte dentro de ti mismo, a fin de examinar con cuidado cuáles son ordinariamente tus deseos y tus aficiones, y reconocer cuál es la pasión que reina en tu corazón; y a ésta particularmente has de declarar la guerra como a tu mayor enemigo».4
Hecho esto, «la primera cosa que debes hacer cuando despiertas es abrir los ojos del alma, y considerarte como en un campo de batalla en presencia de tu enemigo y en la necesidad forzosa, o de combatir, o de perecer para siempre. Imagínate que tienes delante de tus ojos a tu enemigo; esto es, al vicio o pasión desordenada que deseas domar y vencer, y que este monstruo furioso viene a arrojarse sobre ti para oprimirte y vencerte. Represéntate al mismo tiempo que tienes a tu diestra a tu invencible capitán Jesucristo, acompañado de María y de José, y de muchos escuadrones de ángeles y bienaventurados, y particularmente del glorioso arcángel San Miguel».5
Con estas disposiciones, tendremos muchas más probabilidades de vencer las tentaciones y progresar en la virtud. Al fin y al cabo, «más vale prevenir que lamentar», nos advierte el conocido refrán. Y ése es el significado profundo de las palabras del samurái: «Ganar primero, combatir después».
Algunos consejos más de la guerra
Una vez iniciado el enfrentamiento, conviene no olvidarnos del principio de San Ignacio del agere contra, que consiste en atacar nuestros defectos tratando de amar la virtud opuesta y esforzándonos por practicarla con la ayuda de la gracia. Así pues, si es la soberbia la que grita con más furia en nuestro interior, admiremos en el prójimo los dones de Dios y esforcémonos por no excusarnos cuando suframos humillaciones. Habremos usado un arma mortífera contra ese vicio.

Ahora bien, puede ocurrir que, para causar confusión, el demonio nos ataque con tentaciones distintas de las que nos hemos propuesto combatir a lo largo del día. El P. Scupoli nos lo advierte: «Si el maligno espíritu, haciendo diversión, te asaltare por otra pasión o vicio, deberás entonces acudir sin tardanza a donde fuere mayor y más urgente la necesidad, y volverás después a tu primera empresa».6 Del mismo modo que en un campo de batalla convencional un cambio inesperado puede requerir en cualquier momento que el general tome decisiones osadas, astutas y seguras, así también el alma debe estar siempre vigilante y flexible ante cualquier embate repentino e imprevisto.
Nada podemos sin la ayuda del Cielo
Ante este desafiante panorama, es natural que —concebidos como somos en pecado original— nos sintamos impotentes y temerosos…
Todo cristiano dispone de una fuente inagotable de coraje, un manantial que restaura todas las energías: la oración
Pero ¡que nadie se desanime! Todo cristiano tiene a su disposición una fuente inagotable de coraje, un manantial cristalino que restaura todas las energías, un tesoro del que siempre puede sacar, sin mérito alguno, las gracias, el socorro y los milagros que necesite: la oración. Sin el auxilio divino, nunca lograremos ningún éxito en la conquista del Cielo.
Si el Señor no nos sostuviera en todo momento con gracias sobreabundantes, caeríamos mil veces en los abismos más profundos del pecado y seríamos capaces de cometer los crímenes más execrables. Y resbalaríamos tanto más fácilmente cuanto más confianza tuviéramos en nuestra imaginaria virtud. No obstante, si somos siempre conscientes de esta realidad y estamos libres de toda presunción, construiremos sobre la roca de la humildad un baluarte inexpugnable.

No nos atrevamos nunca a entrar en la lucha sin pedir antes, como grito de guerra, lo que se canta en el Te Deum: «Dignare, Domine, die isto sine peccato nos custodire —Dígnate, Señor, en este día, guardarnos del pecado».
Donde concluye el P. Scupoli: «Aunque seas flaco y estés mal habituado, y tus enemigos te parezcan formidables por su número y por sus fuerzas, no temas; porque los escuadrones que vienen del Cielo para tu socorro y defensa son más fuertes y numerosos que los que envía el Infierno para quitarte la vida de la gracia. El Dios que te ha criado y redimido es todopoderoso, y tiene sin comparación más deseo de salvarte que el demonio de perderte».7
¡Ánimo, fuerza y resolución!
«La vida del católico es una lucha perpetua. Si no hay lucha es señal de que la derrota ha comenzado. […] Quien quiera vivir sin preocupaciones en la virtud ya la ha abandonado y está fuera de ella, pues en la sustancia de la virtud está ese deseo de lucha y de cruz»,8 afirmó una vez nuestro maestro espiritual, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira.
Así que no seamos desertores: lancémonos a la lid con fuerza y resolución, que de la incesante guerra contra nuestras malas tendencias y hábitos viciosos nacerá finalmente la victoria. ◊
Notas
1 Tzu, Sun. El arte de la guerra. 2.ª ed. Madrid: Fundamentos, 1981, p. 84.
2 Clausewitz, Carl von. On war. Princeton: Princeton University Press, 1989, p. 75.
3 Tsunetomo, Yamamoto. Hagakure. Le livre du samouraï. Noisy-sur-École: Budo Éditions, 2014, p. 193.
4 Scupoli, cr, Lorenzo. Combate espiritual. Barcelona: Librería Religiosa, 1850, t. i, pp. 94-95.
5 Idem, pp. 89-90.
6 Idem, p. 95.
7 Idem, pp. 91-92.
8 Corrêa de Oliveira, Plinio. Conferencia. São Paulo, mayo de 1959.