La vida del Dr. Plinio, analizada a la luz de la batalla de las tendencias por él trabada y transpuesta para la historia de los pueblos, le permitió formar principios de los cuales dedujo una teoría y con ésta elaboró el libro “Revolución y Contrarrevolución”, que constituye, en gran parte, sus memorias.
Plinio Corrêa de Oliveira
La primera sensación que tuve, relacionada con la Revolución tendencial, fue la de la prisa. Entre la generación de mamá y la mía había una intermediaria de primos. Doña Lucilia tenía, en números redondos, treinta años más que yo. Así, entre ella y yo había primos quince años más viejos que yo, parientes y varios amigos de familia.
Poco después de Doña Lucilia, comenzaba a aparecer una generación en la cual la alegría de vivir estaba dislocada. No era más el bienestar de aquella placidez, con tiempo delante de sí, sino una forma de vivacidad que consistía en andar y hablar de prisa, en estar continuamente alegre, satisfecho, en contar cosas tendientes a lo gracioso, a lo divertido, a lo sensacional.
Yo presencié, pero de forma confusa, el choque de esos dos modos de ser y noté que, o me encajaba en ese modo de ser nuevo y cambiaba mi
personalidad, abandonando esa placidez y tomando ese tren que iba hacia adelante, o sería tenido como insulso por esa gente nueva. Era toda una orquestación tendencial que iba a nacer, en la cual la estabilidad fecunda, pensativa, fuerte, mas acompasada, cedía lugar al corre-corre en busca de placeres, agitación y excitación.
Conferí ese modelo conmigo mismo, preguntándome, entre otras cosas, si me adaptaría a eso. Y pensaba: “Yo no soy así. Soy tranquilo, gusto de
las cosas plácidas y que andan paso a paso. No quiero esa alegría agitada.”
Por ejemplo, veía a determinada persona entrar en casa silbando la última música de moda. Alguien preguntaba:
– ¿Qué música es ésa?
– Carcajada…
– ¡¿ Ah, Ud. no sabe?! Es tal música así.
Y se sentaba con una cara radiante, cuando yo no veía razón para estar radiante. Además, no veo ninguna necesidad de pasar la vida radiante, sino de modo tranquilo. Es una cosa completamente diferente. Y concluía: “No tengo afinidad con eso. Si me fuese a meter en eso, falsearía mi personalidad. Pero peor aún, no se debe ser así. ¿Como quién se debe ser? Como mamá. Ahí está bien, está correcto, está bien…”
Se establecía entre mí y los adeptos de la nueva mentalidad un diálogo de sordos que terminaba amablemente, porque todo el mundo era amable, pero con un pensamiento así en la cabeza de ellos: “Con este niño no hay caso…¡Es realmente un aguafiestas!”. Y yo con otra reflexión:
“Esta gente no tiene solución. No se puede vivir cerca de ellos. Voy a desentonar de verdad.”
Mecanización general de la vida
Esa impresión se acentuó a medida que la influencia de la posguerra, cargada de vida mecánica, se intensificó. En Sao Paulo, los carruajes tirados por caballos
fueron siendo más raros, mientras que los automóviles y tranvías se hicieron más numerosos. La mecanización general de la vida fue entrando y dando un ritmo más apresurado a todas las cosas.
Quedé colocado frente a la siguiente situación: yo tenía tendencia a la lentitud y a la pereza. Sentía la pereza como una especie de peso encima de mí, que me hacía todos los movimientos lentos, lerdos, pesados, desagradables, y me hacía encontrar
gusto en la inacción. Eso debería ser vencido por una vida activa.
Contraste entre la posición tendencial de la pureza y de la impureza
Ligada a eso, otra cosa se volvió clara para mí: el contraste entre la posición tendencial de la pureza y de la impureza. La castidad tiene esto de propio: quien la vive verdaderamente es comedido y encuentra sabor en todo, hasta en las menores cosas. Ella se contenta con poco y se alegra mucho con cosas pequeñas; no precisa vivir corriendo atrás de las delicias. Un pequeño placer, un pequeño atractivo ya la
regocija entera. Cuando le sucede recibir una delicia, el hombre puro se alegra también y, cesada la delicia, él no entra en la depresión, mas continúa la vida animado por la alegría que tuvo.
En el hombre impuro es todo lo contrario. Las alegrías pequeñas no le satisfacen, le parecen bagatelas. Las cosas que se repiten le parecen fastidiosas. Él sólo quiere alegrías enormes y, cuando ellas pasan, cae en la depresión. Antes de llegar la alegría, él queda en la tensión; después de la alegría, viene la frustración. Esa es la
vida del impuro. No precisa entrar en descripciones, porque todos vemos al mundo encharcado en eso.
Yo notaba mucho el contraste en este punto entre personas de mi generación , en torno de mí, soñando con maravillas, y el desdén que tenían por las cosas agradables y pequeñas que la vida ofrece. Yo me regocijaba, a veces, con esas cosas pero no comentaba con ellos. Por ejemplo, el sábado a la noche, teniendo todo un domingo delante de mí, me acostaba.
Era el día en que, en mi casa, se cambiaba la ropa de cama. La cama daba la impresión de ser totalmente nueva; cuarto tranquilo, todo revestido con un papel de pared del cual yo gustaba mucho, un cuadro de Nuestra Señora en esmalte, una mesita con pequeños objetos. Yo me acostaba y pensaba:
“¡Cómo me siento bien y estoy contento! Voy a tener mañana el día entero de reposo; iré de mañana a Misa, después volveré a casa y voy a jugar con los soldaditos de plomo; llegada la hora del almuerzo , tendré un super-almuerzo. A la tarde voy al cine y después es el desfile en las confiterías. Por último ceno. ¡Cómo es agradable acostarme ahora en previsión de ese día!”
Pero yo veía que los otros de mi
edad , yendo a dormir, eran completa-
mente diferentes. No tenían ganas de
que llegase la hora de acostarse, que-
rían quedarse conversando y movién-
dose. Era preciso ir arrancándolos ha-
cia la cama, medio peleados con la go-
bernanta. La hora de dormir era tris-
te porque iban a entrar en las som-
bras de la noche. Para mí las sombras
eran amigas. Apagada la luz, yo toda-
vía quedaba oyendo un poco a los gri-
llos en un terreno baldío cerca de casa,
con un olor a vegetación que venía de
allí. Luego pasaba de la reflexión pa-
ra el sueño. Sin embargo no osaba elo-
giar esto delante de nadie, pues perci-
bía que no sentían esto así.
La hora de levantar también me era
agradable. Pero levantar sin corre-co-
rre; sentarse en la cama y rezar, to-
mar un poco la noción de las cosas que
me rodeaban: la luz que entraba por
la cortina, los sonidos domésticos, los
ruidos de la calle, la vida que comen-
zaba a latir en torno de mí. Después
me levantaba con calma y, primera co-
sa: “¡Buen día, mamá!”, después me
arreglaba y comenzaba la vida.
Otros se lanzaban fuera de la cama.
Yo pensaba: “¿pero qué es eso? ¡Esa
electricidad cerca de mí!” Tenía ganas
de decir: “¡Fuera!”. Pero no podía, te-
nía que engullir por entero. Si fuese
algún primo que iba a pasar la noche
conmigo y conversaba con exageración,
yo respondía pausadamente hasta que
él también se domase un poco. Otra co-
sa altamente apreciable para mí, pero
no para él: tomar café con leche, pan
con manteca. No había jalea, ni que-
so, ni otras delicias. Era lo común. Pero
un pan en el que se sentía el buen gusto
del trigo, una manteca hecha de leche
genuina, untada abundantemente so-
bre el pan. Un placer simple, pero lle-
no de sabor para un alma equilibrada.
Una especie de ajedrez humano
Eran tendencias que se chocaban.
Resultado: ellos gustaban de pelear,
yo detestaba la pelea. Discusión sí,
es agradable, pues entra el florete
del argumento. A mi ver, es la más
bella forma de esgrima que el espí-
ritu humano ideó.. ¡Es lindo! De eso
gustaba. ¡Pero pelear…!Entonces
uno dice al otro: “¡Yo te parto la ca-
ra!” ¿Qué intención es ésa?
“Primero, con la mía no puede.
La suya no tengo el menor deseo de
partir, por la simple razón de que no
pierdo tiempo con ella. Su cara me
desinteresa del modo más total po-
sible. Ni siquiera para quebrar me importa. Concibo bien que Ud. tenga las mismas disposiciones a mi respecto. Por tanto, cada uno con su ca-ra y no quiebre la del otro.”
El sentido de la jerarquía, muy desarrollado en mí, venía de todo el ambiente doméstico del que hablé, marcado por el rechazo a la prisa. En el momento en que rechacé la prisa revolucionaria, preservé dentro de mí el sentido de la jerarquía.
Porque la vida con prisa es hecha sin jerarquía, las personas no tienen jerarquía de valores y, en la convivencia, no existe la jerarquía de personas. Ellas se cortan la palabra unas a otras. Y me causaba mucha extrañeza exactamente la vida igualitaria
de mis compañeros de colegio.
Quedan así presentados algunos problemas con los cuales me enfrenté aún de niño: una elección y una definición temperamental y tendencial; un choque entre una posición y otra: después esos choques se multiplican, porque la posición inicial se
desdobla en posiciones afines, tanto de un lado cuanto del otro, formando una guerra de tendencias.
Entonces había personas con las cuales yo estaba en guerra total, o sea, eran completamente opuestas a mí.
Ellas percibían eso, como yo también, e inaugurábase una verdadera batalla, disfrazada por la educación común.
Es decir, no se podía mostrar, pero había lucha. Yo notaba también la exis-
tencia de individuos divididos teniendo, en parte, tendencias buenas que afinaban conmigo y, en parte, tendencias malas que afinaban con la Revolución.
Estos constituían la “tierra de nadie” entre los dos extremos de tendencias opuestas que estaban en guerra total, procurando acentuar en los intermediarios las tendencias afines para empujarlos a su propio campo, constituyendo una especie de ajedrez humano.
Eran la Revolución, la Contrarrevolución y el semi-contrarrevolucionario, presentados tendencialmente y ya entrevistos en el tiem po de pequeño. Así mi vida de niño y de jovencito era llevada en esta batalla de las tendencias, pero sin una concientización completa.
Extraído de conferencia del 7/7/1979