Dentro de la variedad de los pueblos, la unidad de la Iglesia que a lo largo de los siglos ha inspirado el heroísmo de la virtud, sorprende al escéptico espectador… ¡Ignora éste cuál es el factor determinante de esta maravillosa cohesión!
Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP
I – El alma, factor de unidad y vida
Durante el transcurso del tiempo habremos tenido la ocasión, sin duda, de asistir a un funeral o presenciar un violento accidente de automóvil con víctimas mortales. En cada una de esas circunstancias, al contemplar el cuerpo del difunto, inmóvil, sin reacción alguna, irremediablemente privado de vitalidad, experimentamos una profunda impresión.
En efecto, la vida humana está constituida por la presencia del alma vivificando al cuerpo. Éste pierde su armonía cuando ella se separa de él. Como poseemos miembros muy diferentes, con peculiaridades y atribuciones variadas —los brazos son distintos de la cabeza, las piernas de los brazos, e incluso es desigual el papel de cada dedo de la mano—, es indispensable un factor de unidad que ejerza una acción ordenadora sobre todo el organismo. Ése es el papel del alma. Sin su presencia desde el primer instante de nuestra concepción seríamos un conglomerado de órganos y elementos sin cohesión, incapaces de actuar conjuntamente.
El Espíritu Santo, alma de la Iglesia
Esta característica de la naturaleza humana no es sino una pálida imagen de otra realidad incomparablemente más alta: “Lo que es el alma respecto al cuerpo del hombre, eso mismo es el Espíritu Santo respecto al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia”.1 Es la tercera Persona de la Santísima Trinidad quien la anima, de manera que si —por un absurdo irrealizable— se retirase, la Iglesia quedaría inerte como un cadáver. Cristo es la Cabeza, nosotros somos sus miembros y el Espíritu Santo es el alma vivificante que, por su actuación, conserva la unidad de ese Cuerpo Místico.
Si nos detenemos un momento a analizar la sociedad humana, percibiremos que, en general, su dinamismo y movimiento le son concedidos de fuera hacia adentro. Por ejemplo, el que desea fundar una institución buscará, en primer lugar, a personas dispuestas a formar parte de ella y que le puedan garantizar su perennidad. La Iglesia, al contrario, posee una vida que nace en sí misma, soplada por el Espíritu Santo. Él está presente en la Iglesia, inhabitando en sus miembros y permaneciendo en ellos por la gracia santificante.
Las almas sienten esa presencia, aunque de un modo imponderable. Es lo que le pasó al Prof. Plinio Corrêa de Oliveira de pequeño, cuando estaba reflexionando sobre la unidad de la Iglesia que trasparecía en su diversidad: “Por encima de todo esto —se decía— hay Alguien que es más que todo. Es curioso. La Iglesia no parece una institución, sino una persona que se comunica a través de infinidad de aspectos. Tiene movimientos, grandezas, santidades y perfecciones, como si fuese un ‘alma’ inmensa que se expresa en todas las iglesias católicas del mundo, en todas las imágenes, en toda la Liturgia, en todos los acordes de un órgano, en todos los toques de una campana. Esa ‘alma’ ha llorado con los réquiems y se ha alegrado con los repiques del Sábado de Aleluya y de las noches de Navidad. Llora conmigo, se alegra conmigo. ¡Cómo me gusta esta ‘alma’!”. 2 Debido a su corta edad, por aquel entonces no podía definir a esa “alma” como lo haría más tarde: “El ‘alma’ de la Iglesia Católica es el Espíritu Santo. Él es quien está presente en todas las manifestaciones de la Iglesia. Es quien, a lo largo de los siglos, le ha sugerido a los hombres de la Iglesia que lo seleccionasen todo de una manera determinada. Es quien ha hecho nacer en la Iglesia todas las cosas que son reflejo de Él mismo”.3
Universalidad conferida por el Espíritu
Una es la Iglesia Católica dentro de la múltiple riqueza de sus aspectos. Así lo describía San Cipriano: “Igual que son muchos los rayos del sol, pero una sola es la luz, y son muchas las ramas del árbol, pero uno solo es el tronco, firmemente arraigado en el suelo; y cuando de un solo manantial fluyen muchos riachuelos, aunque, por la abundancia de agua que emana, parezca una multiplicidad la que se difunde, permanece, sin embargo, la unidad en el origen. […] Así también la Iglesia, inundada de la luz del Señor, esparce sus rayos por todo el mundo, y, sin embargo, es una sola la luz que se difunde por doquier, y no se divide la unidad del cuerpo; extiende sus ramas con gran generosidad por toda la tierra; envía sus ríos, que fluyen con largueza por todas partes. Y sin embargo una sola es la cabeza, uno solo el origen y una sola la madre, rica por los frutos de su fecundidad. De su seno nacemos, con su leche nos alimentamos, y por su espíritu somos vivificados”.4
Por una acción divina, hijos de las más diversas naciones y con las más variadas culturas participan en amor recíproco de una única y misma fe, bajo el cuidado de un único pastor. Cuando Jesucristo declaró. “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará” (Mt 16, 18), le estaba prometiendo a su Iglesia la perennidad de esa vitalidad, que jamás habría de abandonarla. Por esta razón la Iglesia es indestructible, y aquellos que creen derrotarla se engañan con lo imposible. Aún más, ella es enteramente triunfante en todas las circunstancias.
Una semilla tibia y temerosa que fructifica con fulgor
Un ejemplo arquetípico de esa indestructibilidad es la transformación operada en los Apóstoles en Pentecostés. Como semilla de la Iglesia, constituían un cuerpo, aún sin vida, conforme nos lo demuestran los acontecimientos que antecedieron a la escena contemplada en la primera Lectura de esta solemnidad. Los Evangelios narran que, una vez concluida la Última Cena, el Señor salió con sus discípulos hacia el Huerto de los Olivos, entre cánticos festivos. Al sentir cercano el momento terrible de la Pasión fue a orar al Padre en medio de la tristeza y la aflicción, acompañado solamente por los tres Apóstoles que gozaban de más intimidad con Él. Pero, vencidos por el sueño, merecieron recibir de los labios del divino Maestro una reprensión: “¿No habéis podido velar una hora conmigo?” (Mt 26, 40). Más tarde, al verlo preso, todos huyeron atemorizados (cf. Mt 26, 56; Mc 14, 50), y San Pedro, que lo seguía de lejos, lo negó tres veces (cf. Mt 26, 69-75; Mc 14, 67-72; Lc 22, 55-62; Jn 18, 25-27), por respeto humano.
Tras la sepultura de Jesús, los discípulos permanecieron reunidos con las puertas cerradas, por recelo de que una persecución se desencadenara contra ellos (cf. Jn 20, 19). Cuando finalmente el Señor se les apareció resucitado, se asustaron y dudaron si no se trataría de un fantasma, al punto de que Él les pidió algo de comer para mostrarles la realidad de su Cuerpo. No obstante, a pesar de haber sido testigos de la victoria de Cristo sobre la muerte, los Apóstoles estaban más preocupados con la restauración del reino temporal de Israel —como nos lo demuestra el diálogo previo a la Ascensión de Jesús— que con la doctrina que el divino Resucitado todavía quería comunicarles.
Pero, en sentido diametralmente opuesto, después de Pentecostés salieron a predicar a la multitud llenos de fervor, sin temor alguno de ser presos o perseguidos. “Con la venida del Espíritu —afirma San Juan Crisóstomo— ya estaban transformados y eran superiores a todo lo material. Allí mismo la asistencia del Espíritu Santo convierte en oro lo que era barro. […] Y lo que resulta admirable es que los Apóstoles salen a combatir con el cuerpo desnudo frente a adversarios armados, contra príncipes que tenían autoridad sobre ellos, que eran inexpertos, sin elocuencia y con mayor ignorancia, y acosan y luchan contra impostores, charlatanes y una multitud de sofistas, retóricos y filósofos corrompidos en la Academia”.5
A partir de la efusión del Espíritu divino, la Iglesia empieza a moverse y expandirse. Él ha sido el que ha hecho florecer las maravillas y las riquezas que los siglos han presenciado, el que ha inspirado la valentía y el heroísmo de los mártires y la predicación del Evangelio por el mundo entero, y es quien rejuvenece constantemente a la Esposa de Cristo, multiplicando los frutos de santidad por toda la faz de la tierra, en todos los tiempos.
II – El Espíritu Santo en nosotros
Cuántas veces somos movidos por un ímpetu de entusiasmo, de buenos deseos y propósitos, y no sabemos explicar de dónde proceden. En otras ocasiones, por el contrario, nos sentimos ácidos o desanimados y, de pronto —sin ninguna acción de nuestra parte—, nos invade una profunda consolación. En ambas circunstancias, tales impulsos interiores proceden del Espíritu Santo, que actúa sobre nuestras almas como otrora sobre los Apóstoles, predisponiéndonos a la práctica del bien y haciéndonos capaces, por el poder de su fuerza transformadora, de alcanzar incluso la heroicidad.
En el Espíritu Santo nos hacemos divinos
Son conocidas las palabras de Tertuliano: “O testimonium animæ naturaliter christianæ (¡Oh testimonio del alma, que es naturalmente cristiana!) 6 ”, las cuales expresan una gran verdad, ya que cada alma ha sido creada en función de Jesucristo. Sin embargo, antes de recibir las aguas regeneradoras del Bautismo, sin poseer la vida divina, de su naturaleza manchada por la culpa original brotan el egoísmo, el exclusivo cuidado consigo mismo y una desmedida preocupación por sus intereses, de donde dimanan las amargas experiencias que nos proporciona la convivencia humana, en el transcurso de nuestros años.
Por lo tanto, es preciso que el hombre “nazca de agua y de Espíritu” (Jn 3, 5). Lleno de fe, esperanza y caridad, adquiere una profunda comprensión de los panoramas sobrenaturales, que se refleja después en el empeño de hacer el bien y de entregarse, si fuera necesario, a un verdadero holocausto en favor de los demás. Así es la vida de la gracia, mantenida, desarrollada y robustecida por la acción del Espíritu Paráclito. En ese sentido, dice San Agustín: “El Dios Amor es el Espíritu Santo. Cuando este Espíritu, Dios de Dios, se da al hombre, le inflama en amor de Dios y del prójimo, pues Él es amor”.7
¿Cómo se verifica esa participación en la vida divina? En el Hombre Dios, modelo supremo de toda la Creación, el Verbo sirve de soporte —del griego ὑπόστασις (hipóstasis)— para la unión de la naturaleza humana con la divina. Algo semejante y misterioso se opera en nuestro interior, por la acción de la gracia santificante recibida en el Bautismo: guardando las debidas proporciones, el papel que desempeña la segunda Persona de la Santísima Trinidad en Jesús lo ejerce en nosotros la tercera Persona, haciéndonos partícipes de la vida increada de Dios y pertenecientes al Cuerpo Místico de Cristo.
Adoptados como hijos de Dios
Entonces podemos afirmar que por el Bautismo pasamos a formar parte de la familia divina. Mientras que Jesucristo, en lo que respecta a su origen es el Unigénito de Dios, engendrado por el Padre desde toda la eternidad, nosotros, aunque no fuimos engendrados en la Trinidad, por la gracia nos convertimos en hijos de Dios por adopción.
Para facilitar la comprensión de tan elevada verdad, analicemos, por ejemplo, la diferencia que existe entre ser adoptado por alguien de condición modesta o por una persona acomodada. Sin duda, si nos dieran a elegir, la gran mayoría de las personas optaría por la segunda posibilidad, pues significaría un aumento de proyección social y una herencia mucho mayor. Ahora bien, ser recibido por Dios como hijo es algo infinitamente más que conquistar cualquier dignidad o poseer bienes materiales. Esta adopción sobrenatural no se efectúa a la manera humana, registrada en una notaría: mientras que los padres no pueden dar su vida biológica a sus hijos adoptivos, Dios, por el contrario, nos confiere una participación física y formal en su propia vida.
A diferencia de lo que ocurre con el vestuario, que varía de acuerdo con los gustos y las ocupaciones de cada uno, cambiando la apariencia exterior de la persona, pero sin alterar su organismo, la gracia ennoblece el interior, revistiendo nuestra alma y configurándonos con Cristo, conforme las palabras del Apóstol: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20).
Es célebre la imagen que los teólogos usan para explicar esta doctrina: cuando el hierro se pone en la fragua a altas temperaturas, éste se vuelve una brasa incandescente y pasa a tener las propiedades del fuego, aunque continúe siendo hierro. Así es el alma asumida por la gracia santificante: sin dejar de ser humana, se diviniza.
Una naturaleza insuficiente para gobernar un organismo divino
Para estar a la altura de semejante dádiva hemos de actuar como lo hace el mismo Dios. ¿Cómo lograr meta tan elevada? En el Bautismo, junto con la gracia santificante, Dios infunde en el alma las virtudes, que constituyen el elemento dinámico y operativo de todo el organismo sobrenatural. No obstante, a pesar de que las virtudes son movidas por el Espíritu Santo —que en todo momento nos sustenta, nos inspira y nos ayuda mediante gracias actuales— el uso de esas mismas virtudes nos corresponde a nosotros y depende de nuestra iniciativa y voluntad, lo que puede representar un peligro, pues hemos sido concebidos en pecado original.
Seríamos, pues, como un niño al que le dan un potente avión de pasajeros para que lo pilote. La más avanzada de las tecnologías no serviría de nada en manos tan poco experimentadas como las de un crío… Una vez más se revela insustituible el papel exclusivo del Espíritu Santo, reflejado en la bellísima Secuencia presentada por la Liturgia de hoy.
III – Los dones del Espíritu Santo, insustituible auxilio para la vida espiritual
Habiendo sido comentadas anteriormente en esta misma sección las dos opciones para el Evangelio ofrecidas por la Santa Iglesia para esta solemnidad,8 centraremos nuestras consideraciones en la Secuencia, el conocido Veni Sancte Spiritus.
Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el Cielo. Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido;…
La luz que desciende de lo alto es una figura de los dones del Espíritu Santo, los cuales se mencionarán en los versos de la Secuencia. La riqueza de un tema tan olvidado como éste permitiría llenar páginas y páginas, con gran provecho para todos los fieles. De hecho, habiendo oído hablar de ellos, incluso quizá muchas veces, ¿sabemos qué son? Son hábitos infusos, que actúan sobre las virtudes, fortaleciéndolas, haciéndolas más robustas y conduciéndolas a su pleno desarrollo.
Dejarse llevar…
La moción de los dones no pertenece ya al hombre, sino al Espíritu Santo como causa única. Al igual que sería imperioso el concurso de un piloto experimentado para que el niño, al cual le habían regalado el avión de pasajeros, pudiera levantar la inmensa máquina del suelo, así Dios, al infundir los dones en nuestra alma, hace de conductor, al poner a nuestra disposición un auxilio oportunísimo para suplir nuestra incapacidad en el gobierno de un organismo sobrenatural que nos supera hasta lo infinito. El alma sólo tiene que dejarse llevar…
Para que entendamos mejor cómo actúan las virtudes en el alma, recordemos la clásica figura del niño que camina de la mano de su madre: no hay duda de que quien avanza es el niño, sujeto a la inexperiencia de su tierna edad y sustentado por el amparo materno. Sería muy diferente si la madre —recelosa de los peligros a los que se expondría su frágil hijo si anduviera por sí mismo— lo llevase en brazos. El esfuerzo del desplazamiento dependería únicamente de la voluntad de ella y no ya de las piernas poco ágiles del pequeño. Esta segunda situación es una pálida imagen de la acción benéfica de los dones. El Espíritu Santo nos “lleva en brazos”, “sublimando mediante sus iluminaciones y sus mociones especialísimas nuestra propia manera de pensar, de querer y de obrar”,9 y nos protege de todas las amenazas que nos rodean durante la vida.
Luz única y consuelo de los corazones
Asimismo, el Espíritu Santo es el que enriquece nuestras capacidades intelectuales, concediéndonos la luz necesaria para alcanzar las verdades de la fe. Además de lanzar sus rayos sobre nuestra inteligencia, el Consolador ilumina también nuestra voluntad, es decir, nuestro corazón. Bajo esta claridad acabamos deseando lo que se debe; sin ella nos apartaríamos del rumbo trazado por la Revelación y nuestro amor se desviaría hacia toda clase de locuras, terminando en lo que San Pablo describe en la segunda Lectura de esta solemnidad, en la Epístola a los Romanos: “Los que están en la carne no pueden agradar a Dios” (Rm 8, 8). Por carne no debemos entender aquí sólo lo que hiere al sexto Mandamiento del Decálogo, sino también la consideración naturalista y humana de la realidad, en la que las preocupaciones materiales monopolizan la atención. Quien eleva nuestra mente, liberándonos de la esclavitud de las leyes de la carne, es el Espíritu Santo.
…luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.
Así pues, habitando dentro de nosotros, el Espíritu divino templa nuestra alma. De Él provienen todos nuestros buenos movimientos. Pero de tal forma Él es la Humildad en esencia que no deja que su acción aparezca y entrega con liberalidad los tesoros de su infinita riqueza, como alguien que posee ingentes cantidades de dinero y le abre una cuenta bancaria a otro, depositándole con prodigalidad una enorme suma.
También es el dulce refrigerio, pues es la única fuente capaz de transmitirnos verdadera paz y consolación interior. En efecto, en las dificultades que enfrentamos en el día a día, el bienestar sólo se encuentra en Aquel que cambia las lágrimas por auténtica alegría.
Sublime ejemplo de la necesidad de la petición
Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos.
Determinadas acciones del Espíritu divino dispensan la necesidad de petición, por ejemplo, cuando la gracia obra por sí misma al ser bautizado un niño, porque éste no ha solicitado nada. Sin embargo, Él está como a la espera de una súplica. Los mismos Apóstoles permanecieron reunidos en oración durante nueve días (cf. Hch 1, 14; 2, 1) esperando su venida, como el Señor se lo había ordenado (cf. Hch 1, 4).
Si en el Cenáculo no hubiera estado María para interceder por ellos, implorando la venida del Espíritu Santo, ¿cuánto tiempo más habría sido necesario rezar? Siguiendo el ejemplo de la Santísima Virgen, antes de iniciar cualquier actividad, roguemos con insistencia al Paráclito para que tome completa posesión y control de todo lo que podamos hacer.
Una fuerza que sobrepasa a la de la criatura humana
Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento.
Lo que ocurrió con los Apóstoles el día de Pentecostés fue una superabundante infusión de los dones del Espíritu Santo, al punto de salir anunciando el Evangelio en su propia lengua y los demás oírlos en sus respectivas lenguas (cf. Hch 2, 7-8), pues era el mismo Espíritu el que hablaba en los Doce y el que oía en las almas del pueblo.
Si no fuera por su maravillosa actuación, la convivencia de la humanidad se volvería insoportable. Es Él quien produce el entendimiento mutuo, la comprensión perfecta de un lenguaje único y común, el del amor entre los hijos de Dios, en un intercambio benéfico entre unos y otros.
No hay nada imposible para el Espíritu Santo
Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas,…
Aun aquellos que anduvieron toda su vida por los sinuosos caminos de la impureza y del error son pasibles de purificación por la gracia del Espíritu divino, pudiendo llegar incluso a ser más diáfanos, más trasparentes y más brillantes que un serafín. Si esta afirmación parece demasiado osada, detengámonos en la consideración de Santa María Magdalena. Hundida en el pecado, tras una primera conversión mal correspondida —según cuenta la tradición—, a la que se sucedieron caídas peores que las anteriores, fue de tal modo justificada que hoy su nombre se encuentra incluido con precedencia sobre los de las vírgenes invocadas en la Letanía de los Santos. ¿Acaso el Espíritu Santo no es capaz de hacer lo que quiera? Cuando nosotros también experimentemos la necesidad de reparar debidamente alguna falta, no dudemos en pedirle que venga, nos transforme y nos limpie. Sólo Él podrá enseñar el camino de la salvación al que se ha extraviado por la senda del pecado.
…infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.
Semejante fenómeno ocurre cuando se fecundan las mayores esterilidades en el campo del apostolado o se alcanza la victoria definitiva sobre los defectos morales más difíciles de extirpar… ¡Cuántos casos conocemos de personas cuya obstinación en el error parecía inflexible! Una acción del Espíritu Santo, no obstante, fue capaz de doblegar a quien no quería cambiar sus propios criterios. También las almas dominadas por el terrible vicio de la indiferencia o de la acidia, habiendo perdido el gusto por las cosas del espíritu y volviéndose frías con relación a Dios, sólo serán calentadas como conviene por el Espíritu Santo.
Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos; por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.
¡Cómo necesitamos implorar los siete dones sagrados! Si deseamos cumplir la misión específica determinada para cada uno de nosotros, ellos nos son esenciales, pues con su asistencia, paso a paso, las virtudes adquirirán un carácter de perfección que, debido a nuestra insuficiencia, jamás alcanzarían. Por el contrario, si los dones no actuasen, todo saldría con la marca de nuestra propia pequeñez…
Si no estamos en gracia, los actos que practicamos, por mucho que tengan apariencia de heroicos, estarán desprovistos de cualquier mérito sobrenatural, quedando limitados al mero valor de nuestra deficiente naturaleza humana. Mientras no pongamos resistencia al Espíritu Consolador, Él nos dará, al término de nuestra peregrinación terrena, la salvación eterna.
IV – ¡Ven, Espíritu Santo!
Las enseñanzas que trae la Solemnidad de Pentecostés nos ponen en la perspectiva de la enorme necesidad de crecer en la devoción al Espíritu Santo, a quien un gran teólogo del siglo XX, el P. Antonio Royo Marín, OP, llamó “el gran desconocido”,10 y que también podría ser denominado como “el gran olvidado”.
Desde que nos levantamos debemos pedir su intervención en todas nuestras actividades del día, de acuerdo con los puntos contemplados en la Secuencia de esta Liturgia. No hay nada que pueda abatir a quien está lleno del Espíritu Santo. Si nos edifica la integridad de los mártires — siempre firmes en la fe, como lo fue San Lorenzo al ser quemado en la parrilla—, también nosotros, aunque no hayamos pasado por suplicios como los de ellos, estamos sometidos al martirio de la vida diaria, con sus decepciones, desilusiones y traumas de relaciones —a veces incluso dentro de nuestra propia familia. En cualquier circunstancia, debemos tener la certeza de que la solución para todas las angustias, aflicciones o perturbaciones está en la luz del Espíritu Santo.
Si vivimos en este mundo no por la carne, sino por el Espíritu, siguiendo el consejo de San Pablo —“cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rm 8, 14)—, percibiremos la insignificancia de todos los tormentos que nos asaltan ante la esperanza en la maravilla de la resurrección, cuando recuperaremos nuestra propia carne, finalmente gloriosa y transformada.
“Emitte Spiritum tuum et creabuntur…”
En esta solemnidad que cierra el ciclo pascual, debemos entregarnos por entero al Espíritu Santo, suplicándole que cuide de nosotros, según reza la Oración del Día: “no dejes de realizar hoy, en el corazón de tus fieles, aquellas mismas maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica”.11 ¡Deseemos con ardor participar de la misma alegría que sintieron los Apóstoles en el momento de Pentecostés en el Cenáculo! ¡Pidamos que la disposición de llevar el Reino de Cristo hasta los confines del universo sea una realidad también en nuestros días! Queramos ver la faz de la tierra incendiada por una llamarada de amor según las palabras de Jesús: “He venido a prender fuego a la tierra. ¡Y cuánto deseo que ya esté ardiendo!” (Lc 12, 49). ¡Ése es nuestro anhelo! Que se propague ese fuego con todo su esplendor, para infundir nueva vida a la Santa Iglesia: “Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terræ” (Sal 103, 30), y pueda la Virgen María proclamar: “¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfó!”.