
Dentro de la variedad de los pueblos, la unidad de la Iglesia que a lo largo de los siglos ha inspirado el heroísmo de la virtud, sorprende al escéptico espectador… ¡Ignora éste cuál es el factor determinante de esta maravillosa cohesión!
Monseñor João Clá Dias
El alma, factor de unidad y vida
Durante el transcurso del tiempo habremos tenido la ocasión, sin duda, de asistir a un funeral o presenciar un violento accidente de automóvil con víctimas mortales. En cada una de esas circunstancias, al contemplar el cuerpo del difunto, inmóvil, sin reacción alguna, irremediablemente privado de vitalidad, experimentamos una profunda impresión.
En efecto, la vida humana está constituida por la presencia del alma vivificando al cuerpo. Éste pierde su armonía cuando ella se separa de él. Como poseemos miembros muy diferentes, con peculiaridades y atribuciones variadas —los brazos son distintos de la cabeza, las piernas de los brazos, e incluso es desigual el papel de cada dedo de la mano—, es indispensable un factor de unidad que ejerza una acción ordenadora sobre todo el organismo. Ése es el papel del alma. Sin su presencia desde el primer instante de nuestra concepción seríamos un conglomerado de órganos y elementos sin cohesión, incapaces de actuar conjuntamente.
El Espíritu Santo, alma de la Iglesia
Esta característica de la naturaleza humana no es sino una pálida imagen de otra realidad incomparablemente más alta: “Lo que es el alma respecto al cuerpo del hombre, eso mismo es el Espíritu Santo respecto al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia”.1 Es la tercera Persona de la Santísima Trinidad quien la anima, de manera que si —por un absurdo irrealizable— se retirase, la Iglesia quedaría inerte como un cadáver. Cristo es la Cabeza, nosotros somos sus miembros y el Espíritu Santo es el alma vivificante que, por su actuación, conserva la unidad de ese Cuerpo Místico.
Si nos detenemos un momento a analizar la sociedad humana, percibiremos que, en general, su dinamismo y movimiento le son concedidos de fuera hacia adentro. Por ejemplo, el que desea fundar una institución buscará, en primer lugar, a personas dispuestas a formar parte de ella y que le puedan garantizar su perennidad. La Iglesia, al contrario, posee una vida que nace en sí misma, soplada por el Espíritu Santo. Él está presente en la Iglesia, inhabitando en sus miembros y permaneciendo en ellos por la gracia santificante.
Las almas sienten esa presencia, aunque de un modo imponderable. Es lo que le pasó al Prof. Plinio Corrêa de Oliveira de pequeño, cuando estaba reflexionando sobre la unidad de la Iglesia que trasparecía en su diversidad: “Por encima de todo esto —se decía— hay Alguien que es más que todo. Es curioso. La Iglesia no parece una institución, sino una persona que se comunica a través de infinidad de aspectos. Tiene movimientos, grandezas, santidades y perfecciones, como si fuese un ‘alma’ inmensa que se expresa en todas las iglesias católicas del mundo, en todas las imágenes, en toda la Liturgia, en todos los acordes de un órgano, en todos los toques de una campana. Esa ‘alma’ ha llorado con los réquiems y se ha alegrado con los repiques del Sábado de Aleluya y de las noches de Navidad. Llora conmigo, se alegra conmigo. ¡Cómo me gusta esta ‘alma’!”. 2 Debido a su corta edad, por aquel entonces no podía definir a esa “alma” como lo haría más tarde: “El ‘alma’ de la Iglesia Católica es el Espíritu Santo. Él es quien está presente en todas las manifestaciones de la Iglesia. Es quien, a lo largo de los siglos, le ha sugerido a los hombres de la Iglesia que lo seleccionasen todo de una manera determinada. Es quien ha hecho nacer en la Iglesia todas las cosas que son reflejo de Él mismo”.3
Universalidad conferida por el Espíritu
Una es la Iglesia Católica dentro de la múltiple riqueza de sus aspectos. Así lo describía San Cipriano: “Igual que son muchos los rayos del sol, pero una sola es la luz, y son muchas las ramas del árbol, pero uno solo es el tronco, firmemente arraigado en el suelo; y cuando de un solo manantial fluyen muchos riachuelos, aunque, por la abundancia de agua que emana, parezca una multiplicidad la que se difunde, permanece, sin embargo, la unidad en el origen. […] Así también la Iglesia, inundada de la luz del Señor, esparce sus rayos por todo el mundo, y, sin embargo, es una sola la luz que se difunde por doquier, y no se divide la unidad del cuerpo; extiende sus ramas con gran generosidad por to- da la tierra; envía sus ríos, que fluyen con largueza por todas partes. Y sin embargo una sola es la cabeza, uno solo el origen y una sola la madre, rica por los frutos de su fecundidad. De su seno nacemos, con su leche nos alimentamos, y por su espíritu somos vivificados”.4
Por una acción divina, hijos de las más diversas naciones y con las más variadas culturas participan en amor recíproco de una única y misma fe, bajo el cuidado de un único pastor. Cuando Jesucristo declaró. “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará” (Mt 16, 18), le estaba prometiendo a su Iglesia la perennidad de esa vitalidad, que jamás habría de abandonarla. Por esta razón la Iglesia es indestructible, y aquellos que creen derrotarla se engañan con lo imposible. Aún más, ella es enteramente triunfante en todas las circunstancias.
Una semilla tibia y temerosa que fructifica con fulgor
Un ejemplo arquetípico de esa indestructibilidad es la transformación operada en los Apóstoles en Pentecostés. Como semilla de la Iglesia, constituían un cuerpo, aún sin vida, conforme nos lo demuestran los acontecimientos que antecedieron a la escena contemplada en la primera Lectura de esta solemnidad. Los Evangelios narran que, una vez concluida la Última Cena, el Señor salió con sus discípulos hacia el Huerto de los Olivos, entre cánticos festivos. Al sentir cercano el momento terrible de la Pasión fue a orar al Padre en medio de la tristeza y la aflicción, acompañado solamente por los tres Apóstoles que gozaban de más intimidad con Él. Pero, vencidos por el sueño, merecieron recibir de los labios del divino Maestro una reprensión: “¿No habéis podido velar una hora conmigo?” (Mt 26, 40). Más tarde, al verlo preso, todos huyeron atemorizados (cf. Mt 26, 56; Mc 14, 50), y San Pedro, que lo seguía de lejos, lo negó tres veces (cf. Mt 26, 69-75; Mc 14, 67-72; Lc 22, 55-62; Jn 18, 25-27), por respeto humano.
Tras la sepultura de Jesús, los discípulos permanecieron reunidos con las puertas cerradas, por recelo de que una persecución se desencadenara contra ellos (cf. Jn 20, 19). Cuando finalmente el Señor se les apareció resucitado, se asustaron y dudaron si no se trataría de un fantasma, al punto de que Él les pidió algo de comer para mostrarles la realidad de su Cuerpo. No obstante, a pesar de haber sido testigos de la victoria de Cristo sobre la muerte, los Apóstoles estaban más preocupados con la restauración del reino temporal de Israel —como nos lo demuestra el diálogo previo a la Ascensión de Jesús— que con la doctrina que el divino Resucitado todavía quería comunicarles.
Pero, en sentido diametralmente opuesto, después de Pentecostés salieron a predicar a la multitud llenos de fervor, sin temor alguno de ser presos o perseguidos. “Con la venida del Espíritu —afirma San Juan Crisóstomo— ya estaban transformados y eran superiores a todo lo ma- terial. Allí mismo la asistencia del Espíritu Santo convierte en oro lo que era barro. […] Y lo que resulta admirable es que los Apóstoles salen a combatir con el cuerpo desnudo frente a adversarios armados, contra príncipes que tenían autoridad sobre ellos, que eran inexpertos, sin elocuencia y con mayor ignorancia, y acosan y luchan contra impostores, charlatanes y una multitud de sofistas, retóricos y filósofos corrompidos en la Academia”.5
A partir de la efusión del Espíritu divino, la Iglesia empieza a moverse y expandirse. Él ha sido el que ha hecho florecer las maravillas y las riquezas que los siglos han presenciado, el que ha inspirado la valentía y el heroísmo de los mártires y la predicación del Evangelio por el mundo entero, y es quien rejuvenece constantemente a la Esposa de Cristo, multiplicando los frutos de santidad por toda la faz de la tierra, en todos los tiempos.
Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio, nº 113, mayo de 2013; pp.11-13
Notas
1 SAN AGUSTÍN. Sermo CCLXVII, n.o 4. In: Obras. Madrid: BAC, 2005, v. XXIV, p. 831. Sobre este tema, véase también SAURAS, OP, Emilio. El Cuerpo Místico de Cristo. 2.a ed. Madrid: BAC, 1956, p. 756.