
Nuestra temática de hoy nos propone hablar sobre la riqueza verdadera, aquella por la cual es necesario venderlo todo, abandonarlo todo, hacer el supremo sacrificio de nuestra propia existencia, en aras de descubrir el más bello de los tesoros: la pobreza de espíritu y el espíritu de pobreza.
Hno. Néstor Naranjo, EP
El mensaje evangélico, con ser de una claridad meridiana y de fácil comprensión, es -no obstante- lleno de sutilezas y agudas perspicacias, propias al ingenio divino, con las cuales la Sabiduría de Dios prueba a los justos, haciéndolos caminar por vías difíciles, errando a veces por senderos inopinados, pero auxiliándoles a obtener con su fidelidad, metas que humanamente serían inalcanzables y que superan toda expectativa.
En no pocas ocasiones el Señor presenta retos tan complejos, que hacen vacilar a sus propios discípulos, entre si acatar las “extrañas” sugerencias del Maestro -que para la sabiduría humana serían insensateces- o apartarse tristes, o rencorosos y llenos de cobardía. Algunos obedecerían sin entender, incondicionalmente, proclamando su fe por encima de todo prejuicio humano o intelectual.

Nuestro Señor Jesucristo y el joven rico
No fue así con el joven rico del evangelio, que, aun teniendo grandes predicados morales y humanos que lo hicieron digno de ser mirado con dilección por Nuestro Señor, al ser convidado por Éste a seguirle como uno de sus discípulos más próximos, se alejó apesadumbrado al recibir el “consejo evangélico” de abandonarlo todo y entregarse a la obra de la salvación. (Cfr. Mt, 19, 16-30, Lc. 18: 18-30; Mc. 10: 17-31). Su nombre no es mencionado por los evangelistas pues fue eclipsado por las riquezas en las cuales había puesto su corazón. No sucedió de igual manera con Zaqueo, para quien el dinero no fue lo principal en su vida, a partir del momento que su corazón encontró al Salvador, pues en Él estaba el mayor tesoro que le es dado al hombre hallar.
Casos así son narrados con lujo de detalles por el Evangelio; entre ellos, el anuncio de la Eucaristía, hecho por Jesús en Cafarnaúm. (cfr. Jn, Cap. 6: 53-69) y la reacción del público y los discípulos:
Jesús les dijo: Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. 54 El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. 55 porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. 56 El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él.
(…) 60 Al oírlas, muchos de sus discípulos dijeron: Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír? (…) 66 Desde entonces muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él. 67 Dijo entonces Jesús a los doce: ¿Queréis acaso iros también vosotros? 68 Le respondió Simón Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. 69 Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.
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Nuestra temática de hoy nos propone hablar sobre la riqueza verdadera, aquella por la cual es necesario venderlo todo, abandonarlo todo, hacer el supremo sacrificio de nuestra propia existencia, en aras de descubrir el más bello de los tesoros: la pobreza de espíritu y el espíritu de pobreza.

Nuestra Señora de la Divina Providencia
El propio Jesús, Hijo del Dios Altísimo, se hace carne mortal en las entrañas virginales de María Santísima, y no nace en un palacio sino en un pesebre, dándonos ejemplo de humildad suprema y estrechez sublime… El rico por esencia se hace pobre “para enriquecernos con su pobreza” (2 Cor. 8, 9), y se nos revela en su debilidad.
Con esto quiere enseñarnos que la verdadera riqueza del hombre son sus virtudes, pues es aquello que más plenamente lo une a Dios. Las riquezas exteriores son necesarias para él en cuanto pueden favorecer la práctica del bien y la virtud, y sean ordenadas como recurso y ejercicio de la bondad; pero no son un bien en sí mismas, sino un bien secundario. Si ellas impiden el ejercicio de la virtud, no pueden ser consideradas entre las cosas buenas, sino entre las malas.
El espíritu humano tiene la tendencia natural de querer sumergirse paulatinamente en la riqueza, lo cual puede hacerlo insensible al valor del sacrificio, propio de la vida cristiana. La pobreza, al contrario, “es laudable”, como nos lo enseña Santo Tomás, “porque al librar al hombre de las preocupaciones terrenas, le permite consagrarse con mayor libertad a las cosas divinas” (Contra Gentiles III, c. 133).

“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos…”
Podríamos aún afirmar que una cosa es la pobreza material y otra es la pobreza de espíritu, la cual es elevada por Nuestro Señor a la categoría de bienaventuranza: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos…” (Mt. 5:3-12)
Entonces, ¿qué es propiamente esta pobreza de espíritu? Creemos que ella tiene la categoría de virtud sobrenatural, pues es algo que sólo con la gracia puede conseguirse. Quien muere a sí mismo, a su orgullo, a sus pasiones y malos hábitos, se empobrece de ello y se configura en Cristo. Por lo tanto, se enriquece con todas las virtudes del Señor, se llena de pureza de intención, de espíritu sobrenatural, de confianza y de fuerza, de celo por el bien; se inflama en el amor a Dios y en el deseo de servirle; no teme el sacrificio, se expone a la crítica y a las burlas; está dispuesto a un desprenderse completo de sí mismo, a un reconocimiento absoluto de su contingencia y limitación natural, y a un depender completo de Dios y de su gracia; en suma, a una actitud humilde y deseosa de hacer en todo la voluntad de su Señor, siempre agradecido de sus dones, desapegado de sus cualidades naturales o sobrenaturales, dócil a la gracia, generoso con sus hermanos…
Una persona puede ser inmensamente rica, pero al mismo tiempo desapegada completamente de sus bienes… Esa persona es un “pobre de espíritu”, que goza -por así decir- ya en vida, de la bienaventuranza de los justos. Su alma es pacífica y tranquila, nada le inquieta, pues tiene su corazón puesto en Dios y se alegra en su presencia; posee los frutos del Espíritu que son: Caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, y castidad.
A contrario sensu, alguien sin fortuna en la vida, pero lleno de rebeldía, de envidia, de espíritu de comparación y retaliación, de odios confesados o inconfesados, no es propiamente un pobre de espíritu, sino un discordante con la voluntad de Dios, cuyo trato con los demás se hace impertinente e irreconciliable, buscando siempre rencillas y pleitos, y nunca encontrará la paz ni consigo mismo ni con los otros, en su vida no habrá felicidad ninguna, ya que lo enceguece la pasión y la antipatía y no hay bondad en su corazón.
Aprendamos de Nuestro Señor “que es manso y humilde de corazón” (Mt. 11: 25-30) y tendremos paz en nuestras almas. Seremos así bienaventurados en el cielo y poseeremos ya en la tierra la plena armonía con Dios y con nuestros hermanos. Pidamos a María esa pobreza de espíritu que nos hace ricos, pues nos hace llenos de Dios…