Hambre y sed de Justicia: Bienaventuranza para los tiempos postmodernos

Publicado el 01/29/2023

Al considerar la cuarta de esas bienaventuranzas: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”, nuestro espíritu se traslada a ese monte sagrado, honrado con la presencia del Mesías, y nos parece escuchar el suave y sereno timbre de su voz.

Hno. Néstor Naranjo, EP

La vida pública de Jesús es una manifestación constante del poder salvador del que ha sido investido, ungido y proclamado y, del cual nos da pruebas categóricas y espléndidas a lo largo de esos tres años que anteceden al misterio de la consumación de su obra redentora.

Sus milagros son la expresión eminente del gran amor que tiene por su pueblo, pues se podría asegurar que no hubo nadie –que con fe invocase su favor–, y no fuese curado de sus dolencias de alma o de cuerpo; pero, esos milagros son también la prueba fehaciente de la veracidad de su doctrina y enseñanzas.

Y así, podemos afirmar que mucho más que los milagros físicos obrados ante los ojos estupefactos de millares de personas, fueron los portentos de su enseñanza, que movían a la conversión por su sabiduría y el indiscutible y bondadoso ejemplo de su vida.

Podríamos también sustentar que el famoso Sermón de la Montaña, es el compendio magnífico de la doctrina moral del Señor, de las principales normas y disciplinas del cristianismo, y que además nos enriquece con la Oración Dominical del Padrenuestro y nos regala con la hermosa cátedra de las bienaventuranzas.

La acepción trascendente y cristiana de éstas es la posesión de Dios en el cielo, la visión beatífica que se nos ofrece en premio de nuestras buenas obras y la entera conformidad de nuestros actos con la voluntad del Señor. El bienaventurado es, por tanto, un hombre santo, pues se ha dejado configurar en Cristo, y podría afirmar con San Pablo, “Ya no soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2:20).

Pero, la santidad es una cualidad sustancial de Dios ya que ella está en la esencia misma de la naturaleza divina. Y cuando el alma cristiana establece un vínculo con lo divino, al punto de hacer de ello la razón de su existencia, recibe en su espíritu la infusión de la gracia, que la hace vivir de la propia vida divina y partícipe de las virtudes y bienes que Él nos ofrece.

El alma santa se esfuerza por vivir exclusivamente en función del querer de Dios, rechazando todo aquello que a Él se opone y huyendo, por lo tanto, de los enemigos que más le hacen la guerra, que son el mundo, el demonio y la carne…

Así concibiendo la vida como una lucha y esfuerzo por alcanzar las metas que el Señor nos propone, buscar el reino de Dios y su justicia, el hombre trabaja también por obtener la gloria prometida, escogiendo celosamente los medios adecuados para ello, en el cumplimiento formal de sus mandamientos y consejos, lo cual lo encamina por las vías de la perfección cristiana.

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Al considerar la cuarta de esas bienaventuranzas: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”, nuestro espíritu se traslada a ese monte sagrado, honrado con la presencia del Mesías, y nos parece escuchar el suave y sereno timbre de su voz y la profundidad de su doctrina, que penetra hasta lo más íntimo de los corazones de sus felices oyentes, quienes se preguntan ¡quién habló nunca así, con esa fuerza y poder de convicción!

Tener hambre y sed insaciables de Dios, de su justicia y santidad, y desear con ardor que su voluntad sapientísima sea hecha en la tierra como en el cielo, y que su Reino venga; es decir, que él se manifieste en todas las instituciones, pensamiento y actuación de los hombres, no puede ser de más asentimiento y beneplácito a los ojos del Señor.

En el Cap. 17, 21, del Evangelio de San Lucas, éste nos dice: “El Reino de Dios está dentro de vosotros”; pues, Él reina, sobre todo, en los corazones y en las almas; y en la medida que los hombres se abren a su reinado eficaz, todas las maravillas pueden ser puestas por obra en la historia de la humanidad redimida. Ya los siglos pretéritos vieron la realización concreta de este reinado de Cristo en la historia del medioevo cristiano, según nos lo enseña el Papa León XIII en su Encíclica Immortale Dei:

«Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. Entonces aquella energía propia de la sabiduría cristiana, aquélla su divina virtud había penetrado las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos, impregnando todas las clases y relaciones de la sociedad; la religión fundada por Jesucristo, colocada firmemente sobre el grado de honor y de altura que le corresponde, florecía en todas partes secundada por el agrado y adhesión de los príncipes y por la tutelar y legítima deferencia de los magistrados; y el sacerdocio y el imperio, concordes entre sí, departían con toda felicidad en amigable consorcio de voluntades e intereses. Organizada de este modo la sociedad civil, produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de ellos y quedará consignada en un sinnúmero de monumentos históricos, ilustres e indelebles, que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá nunca desvirtuar ni oscurecer». León XIII, Immortale Dei, 1885, 28.

Castillo de Coca, España

Hoy podemos contemplar las maravillas que construyó la Europa cristiana –no nos referimos, por lo tanto, a la Europa del Renacimiento, a aquella Europa que quiso revivir las costumbres del clasicismo pagano griego o romano– sino a aquélla otra de los Castillos, Cruzadas y Catedrales, la Europa de la fe viril, la Europa de los Santos, monasterios y bellas campiñas, aquélla que con el impuesto de su sangre gestó las más bellas epopeyas que jamás se vieron en la historia del Viejo Continente, proyectándose hasta el Medio Oriente y Tierra Santa y rescatando así el Santo Sepulcro del Señor de las manos sarracenas. Pero también, la que con la laboriosidad de sus manos y su ingenio intelectual y artístico construyó ciudades, hospitales, universidades y centros del saber.

Tener hambre y sed de justicia… y ser saciados a manos llenas por la bondad y sabiduría divinas, es algo que aún en los tiempos actuales de neopaganismo y revolución hedonista, de sociedad postmoderna, podemos y debemos esperar de Dios, quien, poniendo su Dedo en la llaga de la historia, recompondrá el orden violado por el pecado inmenso que dio al traste con la Civilización Cristiana.

En ello, María Santísima tiene un papel preponderante. Y su promesa hecha en Fátima del triunfo de su Inmaculado Corazón, nos habla super abundantemente de la más bella era histórica que los hombres puedan conocer, el Reino de María, colofón magnífico e incomparable de la vida del mundo, ante el cual los más bellos esplendores del pasado de la Iglesia son como meras sombras o fotografías en blanco y negro.

María Vincit, María Regnat, María Imperat.

 

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