¿Hay vida sin sufrimiento?

Publicado el 10/17/2021

¿Es posible vivir sin sufrimiento? ¿No sería ésta la vida ideal que deseamos? Y para conseguir ese objetivo, ¿lo mejor no sería huir siempre de la cruz y procurar satisfacer en todo nuestro egoísmo? La vida sin dolor es utopía, pura ilusión. Y el peor sufrimiento para el hombre es el de no sufrir ordenadamente, en razón de una finalidad que justifique su vida.

EVANGELIO SEGÚN SAN MARCOS, 10, 35-45

En aquel tiempo, 35 se le acercaron los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: “Maestro, queremos que nos hagas lo que te vamos a pedir”. 36 Les preguntó: “¿Qué queréis que haga por vosotros?” 37 Contestaron: “Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda”. 38 Jesús replicó: “No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que Yo he de beber, o de bautizaros con el Bautismo con que Yo me voy a bautizar?” 39 Contestaron: “Podemos”. Jesús les dijo: “El cáliz que Yo voy a beber lo beberéis, y seréis bautizados con el Bautismo con que Yo me voy a bautizar, 40 pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, sino que es para quienes está reservado”.

41 Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. 42 Jesús, llamándolos, les dijo: “Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. 43 No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; 44 y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. 45 Porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por la multitud”.

I – La “teología del sufrimiento”

Con frecuencia podemos encontrar, en los que empiezan a abrir sus ojos al estudio de la Religión, manifestaciones de una indignada reacción similar a la de Clodoveo, rey de los francos, al oír la narración de la Muerte de Jesús: “¡Ah, si yo hubiera estado allí con mis francos!”.1 Cuesta creer cómo pudo el Divino Salvador, la Suma Bondad, ser asesinado de una manera tan injusta y cruel sin que nadie, ni uno siquiera de los numerosos beneficiados por sus milagros, se presentase para defenderlo.

La respuesta a esta dificultad la vamos a encontrar en la Liturgia de este domingo, que trata de lo que podríamos llamar la “teología del sufrimiento”.

Por el sufrimiento, nos saciamos de conocimiento

                                            Profeta Isaías

En la primera lectura, el profeta Isaías muestra que Jesús padeció tanto cuanto era posible para redimir al género humano:2 “El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como expiación: verá su descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere prosperará por su mano. Por los trabajos de su alma verá la luz, el Justo se saciará de conocimiento. Mi Siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos” (Is 53, 10-11).

En los divinos arcanos, plugo al Padre permitir que su Hijo, el Siervo de Yahvé, fuera triturado “con el sufrimiento”, macerado, según la traducción litúrgica de Brasil. Expresión categórica que significa moler el trigo o pisar la uva en el lagar. ¿Y cómo pasó por esta maceración? Sereno, tranquilo, soportándolo todo como un cordero, sin ninguna queja, con toda paciencia y sumiso a los designios del Padre. Por eso, “por la humillación de la Pasión —enseña Santo Tomás— mereció la gloria de la exaltación”.3

A través de las vías del sufrimiento, explica el profeta, Jesús “se saciará de conocimiento”. Y, ¿qué más podría recibir el Señor que aún no tuviese? Él es Dios, por lo tanto, el Conocimiento y la Verdad en sustancia. ¿A qué clase de saciedad se refiere Isaías?

En Jesucristo podemos distinguir cuatro conocimientos: el divino, pues es Dios; el beatífico, al haber sido creada su Alma en la visión beatífica; la ciencia infusa, recibida en el momento de su concepción humana; y el experimental, en su humanidad, el único pasible de aumento, porque “se desenvolvía en las condiciones históricas de su existencia en el espacio y en el tiempo”,4 a medida que iba teniendo contacto con las cosas.

En su vida terrena, para merecer su propio conocimiento y, aún más, comprar el conocimiento para los otros, Jesús debía padecer. Mediante el conocimiento experimental comprobaba lo que ya sabía por los otros tres, logrando de esta forma “saciarse” a partir de la vida del dolor.

Por el sufrimiento, llegamos a la perfección

De este modo, Isaías nos muestra cómo por las vías del sufrimiento, a imitación del Mesías, se llega a la perfección. En consecuencia, vemos que el dolor bien aceptado es la única manera de atraer las bendiciones divinas para la perpetuidad de una obra sobrenatural. No existe otro camino. Jesús sólo nos señaló uno para seguirlo: cargar con la cruz (cf. Mc 8, 34), por medio de la cual cumplimos la voluntad del Señor.

Ahora bien, nuestra naturaleza es reacia a la cruz, tiene auténtico pánico del sufrimiento y el instinto de conservación nos lleva a huir del dolor. Esta situación, tan común a la condición humana, nos la presenta el Evangelio del vigésimo nono domingo del Tiempo Ordinario, analizado en profundidad.

II – La última subida a Jerusalén

El Divino Redentor está subiendo a Jerusalén por última vez. Los Apóstoles intentaron disuadirlo alegando que su vida se ponía en peligro (cf. Jn 11, 7-8), debido al tremendo odio que las autoridades religiosas le tenían. Pero el Maestro está decidido. Entonces, ellos se encuentran entre la inseguridad del instinto de conservación —pues aunque ciertamente se interesaban por Jesús, también temían por su propia vida— y la confianza en ese poder misterioso manifestado por Él en tantas ocasiones.

En efecto, a los Apóstoles les costaba entender la posibilidad de que Jesús muriera. Se imaginaban a un Mesías conforme a su inteligencia especulativa, con una perfección según sus criterios humanos, que asumiría el gobierno político de la nación. Pensaban que el Señor no podía morir, ya que mediante esos extraordinarios poderes con los cuales curaba y resucitaba tendría los medios para vivir indefinidamente y organizar de este modo un reino terreno sin igual.

Sin embargo, los pensamientos y las vías del Salvador eran otros, e iban en una dirección opuesta. A lo largo del camino, les reveló con toda claridad lo que ocurriría: “Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del Hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, se burlarán de Él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán, y a los tres días resucitará” (Mc 10, 33-34). Realmente, no podía haber sido más explícito.

Poco después de esta revelación, los hermanos Santiago y Juan —que parecían haber hecho completa abstracción de lo que acababan de oír— le formularon a Jesús un pedido de una osadía sorprendente. A este propósito, observa Lagrange: “Parece que la lección sobre el sufrimiento aún no ha causado una impresión seria en los discípulos; no sospechan su razón de ser en la obra mesiánica. Tal vez piensan que el Maestro se impresiona sin motivo. Aunque, de todos modos, Él mismo ha hablado de la Resurrección. Todo lo demás no es más que un episodio sobre el cual se desliza su pensamiento para detenerse en esa gloria”.5

Un pedido inoportuno acogido con bondad

En aquel tiempo, 35 se le acercaron los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: “Maestro, queremos que nos hagas lo que te vamos a pedir”.

Le hacen una petición al Señor con toda confianza e intimidad, delante de los demás. Se diría que es un pedido fuera de propósito, hecho de una manera poco educada y del todo inadecuado. Por tanto, reuniría las condiciones para que no fuese atendido. Sorprendente, no obstante, será la reacción del Divino Maestro.

36 Les preguntó: “¿Qué queréis que haga por vosotros?”

Aunque conociera muy bien sus intenciones, el Señor los acoge con bondad, mostrándose dispuesto a atenderles. Es decir, incluso los pedidos aparentemente absurdos, Dios los toma con benevolencia. ¿Por qué? Porque tal es su deseo de facilitarnos el camino de la salvación que, aun cuando nos comportemos de manera inconveniente, Él nos recibe como Padre insuperable.

Piden una gloria humana, reciben la felicidad eterna

37 Contestaron: “Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda”.

Cuando hoy leemos este versículo, casi dos mil años después de ese hecho, nos quedamos asombrados: ¿cómo se les ocurrió a Santiago y a Juan proceder de ese modo? Desconcierta. Se percibe que ambos están suponiendo una gloria terrena, donde el Señor se convierte en rey de Israel, o sea, la gloria de un Mesías humano que conquista el poder político, social y económico del pueblo elegido. Tenían la impresión de que esto no estaba muy lejos de suceder, y, sirviéndose de la condición de familiares del Mesías, hacían cálculos para obtener buenos cargos según los principios del nepotismo.

Ahora, lo más impresionante es que Jesús, en cierto sentido, se dispone a atenderlos, pero no concediéndoles lo que pretendían, sino mucho más: la felicidad eterna en el Cielo. El Señor transferirá su pedido de la tierra a la gloria celestial, dándoles “el presente de esa grandísima gracia que es el amor a la cruz”.6

El Señor siempre quiere darnos lo mejor

38a Jesús replicó: “No sabéis lo que pedís,…”

Algunos creen que en este versículo se condena todo y cualquier deseo de preeminencia, pero en la respuesta del Señor no existe fundamento para esta interpretación. Da a entender que los dos hermanos están pidiendo poco. Su naturaleza humana está ávida de glorias mundanas, pasajeras, mientras que el Maestro quiere invitarles a las celestiales, eternas. Por eso, no les niega el pedido, cuya verdadera dimensión ignoran. No sabían lo que estaban pidiendo porque se equivocaban en cuanto a la clase de honra deseada.

Esto demuestra que es legítimo aspirar a una proporcionada grandeza terrena —siempre que sea útil para la santificación del que pide y de los demás—, pues enseña Santo Tomás que “el Señor de ninguna manera prohíbe la natural y necesaria solicitud por las cosas temporales, sino la desordenada”.7

El cáliz del dolor

38b “…¿sois capaces de beber el cáliz que Yo he de beber, o de bautizaros con el Bautismo con que Yo me voy a bautizar?”

La respuesta del Redentor denota que los hijos de Zebedeo desconocían el camino para llegar hasta esa gloria que ambicionaban. Pero el Señor quería dársela en el plano sobrenatural: “En vez de censurar en primer lugar la ambición de los dos hermanos, Jesús trata de corregir la idea errónea que tienen de su misión”.8

Nuestro Salvador conocía muy bien todo lo que padecería, por eso menciona el cáliz y el Bautismo de sangre, ambos símbolos del sufrimiento.9 Y en el Huerto de los Olivos pedirá: “¡Abba!, Padre: Tú lo puedes todo, aparta de Mí este cáliz. Pero no sea como Yo quiero, sino como Tú quieres” (Mc 14, 36). Por eso, le pregunta a Santiago y a Juan si están preparados para beber el cáliz que la primera lectura lo describe como siendo del dolor, del sufrimiento, del drama. Y el Bautismo de sangre correspondía a la Pasión del Cordero: “Jesús habla de la inmersión, como si estuviera sumergido en un abismo de sufrimientos”.10

Ceguera ante la perspectiva del dolor

39a Contestaron: “Podemos”.

Los dos hermanos suponen, sin duda, que el cáliz y el Bautismo a los que alude el Señor representaban las dificultades que han de superarse para alcanzar la gloria temporal imaginada por ellos, y que, por lo tanto, valía la pena enfrentarlas… Posiblemente, como optimistas, también pensaban que ese Bautismo sería hecho de honras y prestigio.

Esta equivocación es consecuencia de la incomprensión de la advertencia del Señor sobre su Pasión y Muerte, que ya había mencionado tres veces, incluso dándoles detalles de los tormentos que padecería (cf. Mc 8, 31-32; 9, 31; 10, 33-34). Al mismo tiempo, las amenazas de que esto iba a realizarse se hacían cada vez más claras (cf. Jn 10, 31-40; 11, 49-54).

Sucede que los Apóstoles, en su ciega esperanza de una felicidad mundana, se obstinaban en la idea de un Mesías temporal. A esas previsiones del Divino Maestro le daban el valor del lenguaje simbólico, quizá creyendo que finalmente daría un golpe o algo parecido y sería proclamado rey de Israel, como descendiente que era de David. Por eso, a la pregunta del Señor, Santiago y Juan responden con ánimo: “Podemos”.

Los planes de Dios son inalterables

39b Jesús les dijo: “El cáliz que Yo voy a beber lo beberéis, y seréis bautizados con el Bautismo con que Yo me voy a bautizar, 40 pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a Mí concederlo, sino que es para quienes está reservado”.

Al pedido formulado en un plano meramente natural y según un criterio erróneo, el Señor replica a partir de una perspectiva sobrenatural: desde la eternidad Dios Padre escogió el lugar de cada uno según el sapiencial plan que ha trazado. Por tanto, a pesar de ser legítimo el deseo de los hijos de Zebedeo, era necesario por encima de todo hacer la voluntad del Padre.

De hecho, las palabras del Maestro sobre los dos hermanos se confirmaron: nos narra la Historia que Santiago fue el primer Apóstol en beber el cáliz del martirio, en Jerusalén, por el año 44 (cf. Hch 12, 1-2). En cuanto a San Juan, consta que tuvo una muerte natural, muy anciano, por el año 104. El Discípulo Amado no dejó de “beber el cáliz”, pues fue el único Apóstol que acompañó de cerca la Pasión del Señor y sufrió junto con Él; y, según una antiquísima tradición, había sido lanzado más tarde a una caldera de aceite hirviendo, saliendo ileso milagrosamente.11 Por consiguiente, en ambos se realizó lo predicho por Jesús: bebieron el cáliz y pasaron por el Bautismo de sangre.

Las disputas en el Colegio Apostólico antes de Pentecostés

41 Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan.

Desde lejos, los otros Apóstoles seguían la conversación con atención, y se indignaron cuando oyeron el pedido de los dos hermanos. Seguramente, no por verdadero celo con relación a Jesús, sino, tal vez, porque cada uno se juzgaba más digno de recibir el anhelado honor. Después de todo, también deseaban participar en esa disputa. Esto pone de relieve cómo esas doce magníficas columnas sobre las que se levantaría el sagrado edificio de la Iglesia tenían, antes de la venida del Espíritu Santo, una visión humana y político-social de Jesucristo y estaban con los ojos puestos en la conquista del poder temporal.

42 Jesús, llamándolos, les dijo: “Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen”.

Con esta referencia a los gobernantes de la época, Cristo advertía a los Apóstoles que quien desea la gloria mundana y asume el poder por amor propio termina siendo un tirano. De hecho, sin el auxilio de la gracia y la práctica de la virtud, la tendencia del poderoso es oprimir a sus subordinados. Y, por haber sido los judíos esclavizados en diversas ocasiones, de esto tenían cicatrices de amargas experiencias…

El criterio de precedencia entre los buenos

43 “No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; 44 y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos”.

Entre los buenos, ¿cuál debe ser el criterio de precedencia? Por dos veces insistirá el Señor que es el de la sumisión: ser siervo y ser esclavo. Dentro de la institución que está fundando, se debe aprender a servir: el que más sirve, más grande será, y el que menos sirve, menos lo será. Lo que cuenta para el Reino de Dios es la disposición de servir.

El Señor no condena, pues, el deseo de ser el primero en la línea del bien, sino el medio equivocado de llegar a esa posición. “No se extraña de la preocupación de los discípulos, y no cuestiona el principio de jerarquía, sino que indica el nuevo espíritu que debe animar a los jefes”.12 El camino es el mismo que nos dio con su ejemplo: servicio y esclavitud.

El ejemplo del Hijo del Hombre

45 “Porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por la multitud”.

En su infancia, Jesús ya se había puesto en la más plena sujeción y al servicio de María Santísima y San José, aun siendo Dios y el Creador de ambos. Asimismo, se sometió a todos los que le necesitaban, por no decir de todo el género humano que habría de redimir en la Cruz.

Ése es el camino por donde rescata y ordena toda la creación. En efecto, enseña el Apóstol que “casi todo se purificaba con sangre, y sin efusión de sangre no hay perdón” (Heb 9, 22). Cristo vino para perdonarnos y salvarnos, para servir y dar la vida por nosotros. Y en el Cielo, por estar con nuestra naturaleza más cerca del trono del Padre, continúa dispuesto a ayudarnos.

III – La necesidad del Espíritu Santo en la Iglesia

Antes de Pentecostés, podemos distinguir en los Apóstoles dos conversiones.

La primera se dio cuando, llamados por Jesús, se dispusieron a seguirlo.13 Con todo, tenían aún la idea de un Mesías temporal, común a todos los judíos en aquel tiempo, especialmente los formados en la escuela de los fariseos. Y los Apóstoles, a pesar de que varios de ellos habían sido orientados y preparados por San Juan Bautista, conservaron una concepción sobre el Reino de Dios completamente terrena, de acuerdo con los principios farisaicos. Creían haber encontrado al libertador de Israel, al que servían de modo no enteramente desinteresado.

La segunda conversión se obró cuando, reconociendo su propia miseria por haber abandonado al Divino Maestro en el momento de la Pasión, recibieron una especial gracia de arrepentimiento y empezaron a considerarlo dentro del misterio inefable de la Cruz.14 Pero continuaban con una perspectiva humana del Mesías, al punto de no haber creído, en un primer momento en su Resurrección (cf. Lc 24, 9-12). Y en la hora de la Ascensión del Señor manifestaron aún su deseo de ver restaurado el reino de Israel, según ese concepto equivocado (cf. Hch 1, 6-7).

Lo absurdo de querer adecuar a Dios a nuestra mentalidad

Como los Apóstoles procuraban constantemente adaptar a su mentalidad anterior las revelaciones extraordinarias que el Señor hacía, permanecieron con una visión distorsionada de la Buena Nueva hasta el día de la venida del Paráclito, en el Cenáculo. Entonces el mismo Espíritu Santo asumió las virtudes que habían sido infundidas en el alma de ellos e hizo con que los dones, que estaban pasivos como una lámpara apagada, se encendieran con todas las energías posibles. Únicamente por la acción de esos dones las virtudes infusas tienen condiciones de alcanzar su pleno y perfecto desarrollo. Así, podemos valorar el inconmensurable alcance que para la vida de la Iglesia tiene el obrar del Espíritu Santo, a quien San Cirilo de Jerusalén denomina “el guardián y santificador de la Iglesia, el rector de las almas, el piloto de los que sufren tempestades, el que ilumina a los equivocados, y premia a los que luchan y pone la corona a los vencedores”.15

Por fin, con la efusión de las gracias de Pentecostés, moría en el alma de los Apóstoles esa visión humana con respecto al Señor. Aunque ésta continúa a lo largo de la Historia, disfrazada, e incluso es posible que en nuestra alma se encuentren salpicaduras, como un gusano que nos corroe por dentro, moviéndonos a actuar en todo por egoísmo, por puro interés personal, considerando la Religión desde una perspectiva social y política.

La necesidad del sufrimiento para alcanzar la gloria

Analizando la Liturgia de hoy, vemos que, para los buenos, el verdadero y único triunfo se encuentra en el amor a la cruz y en la aceptación del sufrimiento. Nos enseña San Pablo, en la segunda lectura (Heb 4, 14-16), que tenemos un Sumo Sacerdote “que ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado” (Heb 4, 15), que intercede por nosotros y al que, por lo tanto, debemos acercarnos con toda fe y confianza.

No es fácil el camino que el Señor nos señala, pero recordemos el famoso verso de Corneille: “À vaincre sans péril, on triomphe sans gloire”.16 Cuando se vence sin pasar por peligros y riesgos, no hay gloria. Asimismo, afirma San Agustín: “Nadie se conoce antes de ser probado, ni puede ser coronado si no vence, ni puede vencer sin haber luchado, ni le es posible luchar si no tiene enemigo y tentaciones”.17 Ahora bien, esta victoria está reservada solamente a las almas unidas a Dios, que ponen su confianza en Él y consiguen así enfrentar todos los peligros.

Por nuestra naturaleza, por nuestro optimismo ante la vida y horror al sufrimiento, tenemos la ilusión de que triunfar significa no sufrir nunca ni pasar por desventura alguna. No es lo que nos demuestra la dura existencia terrena. Por eso, afirma el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira: “La vida de la Iglesia y la vida espiritual de cada fiel son una lucha incesante. Dios a veces da a su Esposa días de una grandeza espléndida, visible, palpable. Da a las almas momentos de consolación interior o exterior admirables. Pero la verdadera gloria de la Iglesia y del fiel resulta del sufrimiento y de la lucha. Lucha árida, sin belleza sensible, ni poesía definible. Lucha en que se avanza a veces en la noche del anonimato, en el lodo del desinterés o de la incomprensión, bajo las tempestades y el bombardeo desencadenado por las fuerzas conjugadas del demonio, del mundo y de la carne. Pero una lucha que llena de admiración a los Ángeles del Cielo y atrae la bendición de Dios”.18

Como el carbón, que para transformarse en diamante necesita someterse a las altísimas temperaturas y presiones que se encuentran en las entrañas de la Tierra, nuestras almas necesitan el sufrimiento, en este valle de lágrimas, para merecer la gloria celestial. Y para soportar bien los padecimientos que nos esperan, hagamos por intercesión de la Bienaventurada Virgen María, el pedido contenido en el Salmo Responsorial de hoy: “Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti” (Sal 32, 22). ²


1) FRÉDÉGAIRE, III, 21, apud KURTH, Godefroid. Clovis. Paris: Jules Taillandier, 1978, p.297.

2) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q.46, a.5; a.6.

3) Idem, a.1.

4) CCE 472.

5) LAGRANGE, OP, Marie-Joseph. Évangile selon Saint Marc. 5.ed. Paris: Lecoffre; J. Gabalda, 1929, p.277-278.

6) GARRIGOU-LAGRANGE, OP, Réginald. El Salvador y su amor por nosotros. Madrid: Rialp, 1977, p.494.

7) SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., I-II, q.108, a.3, ad 5.

8) LAGRANGE, op. cit., p.278.

9) Cf. FILLION, Louis-Claude. La Sainte Bible commentée. Paris: Letouzey et Ané, 1912, t.VII, p.251.

10) LAGRANGE, op. cit., p.278.

11) Cf. RICCIOTTI, Giuseppe. Vita di Gesù Cristo. 14.ed. Città del Vaticano: T. Poliglotta Vaticana, 1941, p.164-165, nota 1.

12) LAGRANGE, op. cit., p.244-245.

13) Cf. GARRIGOU-LAGRANGE, OP, Réginald. Las conversiones del alma. Madrid: Palabra, 1981, p.60-61.

14) Cf. Idem, p.61-64.

15) SAN CIRILO DE JERUSALÉN. Catequesis XVII, n.13. In: Catequesis. Madrid: Ciudad Nueva, 2006, p.400-401.

16) CORNEILLE. Le Cid. Acte II, Scène II, v.434. In: Œuvres Complètes. Paris: Du Seuil, 1963, p.226.

17) SAN AGUSTÍN. Enarratio in psalmum LX, n.3. In: Obras. Madrid: BAC, 1965, v.XX, p.519.

18) CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Ambientes, Costumes, Civilizações: A verdadeira glória só nasce da dor. In: Catolicismo. Campos dos Goytacazes. Año VII. N.78 (Jun., 1957); p.7.

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