Hemos encontrado al Mesías

Publicado el 01/17/2021

El desprendimiento con que el Bautista condujo a sus discípulos hacia Jesús; el inflamado celo de Andrés y Juan al encontrar al Redentor; Simón Pedro, magnífico fruto de este apostolado… En el Evangelio de este domingo encontramos el paradigma de la acción evangelizadora para todos los tiempos.

Monseñor João Clá Dias

Evangelio según San Juan 1, 35-42

Al día siguiente, estaba Juan con dos de sus discípulos y,  fijándose en Jesús que pasaba, dice: “He ahí el Cordero de Dios”. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús.  Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: “¿Qué buscáis?” Ellos le contestaron: “Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?”  Él les dijo: “Venid y veréis”. Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día; era como la hora décima.

Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice: “Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)”. Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce: Pedro)”

I – Todos estamos llamados a evangelizar

Dios quiere “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (I Tim 2, 4). Para eso, Jesús creó la Iglesia, institución esencialmente misionera y apostólica que, en el transcurso de los siglos, fue cumpliendo in crescendo esta grandiosa misión. Él mismo nos dijo: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10, 10).

La llamada al apostolado no es privilegio exclusivo de los religiosos. Se extiende también a los laicos, conforme nos enseña el Concilio Vaticano II: “El apostolado de los laicos, que surge de su misma vocación cristiana nunca puede faltar en la Iglesia. Cuán espontánea y cuán fructuosa fuera esta actividad en los orígenes de la Iglesia lo demuestran abundantemente las mismas Sagradas Escrituras.

“Nuestros tiempos no exigen menos celo en los laicos, sino que, por el contrario, las circunstancias actuales les piden un apostolado mucho más intenso y más amplio. Porque el número de los hombres, que aumenta de día en día, el progreso de las ciencias y de la técnica, las relaciones más estrechas entre los hombres no sólo han extendido hasta lo infinito los campos inmensos del apostolado de los laicos, en parte abiertos solamente a ellos, sino que también han suscitado nuevos problemas que exigen su cuidado y preocupación diligentes.

“Y este apostolado se hace más urgente porque ha crecido muchísimo, como es justo, la autonomía de muchos sectores de la vida humana, y a veces con cierta separación del orden ético y religioso y con gran peligro de la vida cristiana.

Además, en muchas regiones, en que los sacerdotes son muy escasos, o, como sucede con frecuencia, se ven privados de libertad en su ministerio, sin la ayuda de los laicos, la Iglesia a duras penas podría estar presente y trabajar.

“Prueba de esta múltiple y urgente necesidad, y respuesta feliz al mismo tiempo, es la acción del Espíritu Santo, que impele hoy a los laicos más y más conscientes de su responsabilidad, y los inclina en todas partes al servicio de Cristo y de la Iglesia”.1

Tan incisivo como el Concilio Vaticano II es el Doctor Angélico al resaltar esta responsabilidad de los laicos, especialmente en situaciones de crisis de religiosidad: “cuando corre peligro la Fe, están todos obligados a predicarla, sea para información, sea para confirmación de los fieles, sea para contener la audacia de los infieles”.2

Ya en su tiempo, Pío XII condenaba la inacción en materia de apostolado: “El Papa debe, en su puesto, vigilar, rezar y prodigarse incesantemente, a fin de que el lobo no termine entrando en el redil para robar y dispersar el rebaño […]; aunque los que con el Papa comparten el gobierno de la Iglesia hagan todo lo posible […]. Pero esto hoy no basta: todos los fieles de buena voluntad deben sacudir la apatía y sentir su parte de responsabilidad en el éxito de esta empresa de salvación”.3

En síntesis, nuestra vida interior exige —cuando busca su plena perfección— que auxiliemos a todos los que estén al alcance de nuestra actividad apostólica, para encaminarlos al seno de la Iglesia.

Esta magnífica obra evangelizadora tiene su paradigma en la Liturgia de hoy.

II – El apostolado de San Juan Bautista

 Al día siguiente, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: “He ahí el Cordero de Dios”.

San Juan Bautista —valeroso ejemplo de apóstol sin pretensiones— jamás permitió que entrase en su gran alma el menor atisbo de celos de sus seguidores, sobre todo con relación a Jesús. Y aunque era pariente cercano del Salvador, afirmaba: “no soy digno de desatarle la correa de la sandalia” (Jn 1, 27). Una expresión fuerte para aquellos tiempos, pues era tarea de los siervos lavar los pies de los visitantes de alta categoría, quitándoles antes el calzado. De esta forma, abrazaba la condición de esclavo ante su sucesor. Y ésta era una de las razones de su capacidad de conmover a las almas y de incentivarlas a la penitencia rumbo a la metanoia —cambio de mentalidad. Su humildad arquetípica y tan transparente en la autenticidad de su predicación, confería un carácter de fiabilidad insuperable a la persona del Precursor. Aquí se encuentra otra cualidad esencial del verdadero apóstol: el desprendimiento.

Él también había afirmado: “Éste es Aquel de quien yo dije” (Jn 1, 30), lo que indica con claridad que Jesús debía de ser la sustancia de su predicación. Tal vez ésta fuese una de las principales causas de haber escogido un terreno menos arriesgado para desarrollar su apostolado. Estando lejos de Jerusalén y, por lo tanto, del radio de acción de los escribas y fariseos, podía referirse libremente a Aquel que se constituiría en verdadera “piedra de escándalo” (Is 8, 14). La esencia de su prédica era “el Cordero de Dios”, en quien depositaba la plenitud de su fe.

Evangelizador desapegado y atrayente

El Evangelista describe al Bautista con ricos y bellos colores, mostrando cuánto su primer maestro le había marcado el alma de manera agradable e indeleble. Además, con arte y pocas palabras, retrata la enorme perplejidad producida por sus discursos. ¿Qué escuela o qué maestros lo habían formado para enseñar con tanta seguridad? Sacerdotes y levitas de Jerusalén, enviados por los curiosos judíos, indagaban: ¿quién es éste que bautiza diciendo no ser el Cristo, ni Elías y ni siquiera el Profeta? Todos —los instruidos y graduados, o las personas simples del pueblo— se daban cuenta de que Juan era un hombre inspirado por Dios. Su aura de profecía, misterio y santidad crecía día a día, encantando a las multitudes e infundiendo temor y envidia en los grandes.

En su total desprendimiento, su única preocupación era la de preparar los caminos del Señor, reuniendo a su alrededor a algunos discípulos, para después entregarlos al Cordero de Dios. Un ejemplo también para nosotros, sobre todo bajo este prisma, de cómo debemos proceder en nuestro apostolado, conduciendo las vocaciones al seno de la Iglesia, para la vida eclesial.

De estos episodios emerge otra cualidad del Bautista que es poco resaltada: la de un apóstol arquetípico. Su capacidad de atraer era irresistible, haciendo difícil separarse de él. De aquí se entiende por qué los dos discípulos permanecían arrobados por el fervor de las palabras y por la figura del maestro, a pesar de que ya declinaba el día. Por otro lado, no tenían idea de la extraordinaria gracia que los aguardaba. La Providencia Divina jamás deja sin premio a los verdaderos devotos. Tarde o temprano, les paga con superabundancia. La constancia, el amor y el entusiasmo de estos dos discípulos les harían merecer la gracia de ser los primeros llamados para el discipulado de Jesucristo.

“He ahí el Cordero de Dios”

Sobre el comienzo del Evangelio de hoy, el P. Andrés Fernández Truyols así se expresa: “Y al otro día, en las primeras horas de la tarde, mientras se hallaba el Bautista en compañía de dos de sus discípulos, Juan y Andrés, viendo de nuevo pasar a Jesús, repitió aquella misma profunda y dulcísima declaración de la víspera: ‘He ahí el Cordero de Dios’.

“Los dos discípulos, en oyendo, ya quizá por segunda vez, aquella sentencia de boca de su maestro, pronunciada con tanto amor y tanta aseveración, iluminados sin duda y movidos por la gracia interior que aquel mismo Cordero de Dios les comunicaba, se despiden del que hasta entonces habían tenido por maestro y se disponen a seguir a Jesús.

“El Bautista no opone la menor resistencia; antes bien les alentaría a ir en pos del nuevo Maestro. ‘Porque tal era Juan, el amigo del esposo, que no procuraba su gloria, sino dar testimonio de la verdad. ¿Acaso quiso que sus discípulos permaneciesen junto a él para que no siguiesen al Señor? Más bien él mismo mostró a sus discípulos Aquel que debían seguir’”.4

Según Maldonado, el Bautista tenía los ojos clavados en el Señor, por estar “lleno de admiración y religioso estupor”.5 Queda claro que Jesús paseaba. ¿Para dónde iba? Algunos Padres se manifiestan favorables a la hipótesis de que estaba a la búsqueda de San Juan Bautista. Sin embargo, Maldonado no es de esta opinión y juzga que el Salvador estaba distrayéndose o caminando en otra dirección y, por eso, “se dejó ver de Juan para que diese de Él nuevo testimonio”.6

San Juan Crisóstomo, por su parte, resalta otros importantes detalles de este episodio: “Su deseo [de San Juan Bautista] habría sido el de que le prestaran atención con decir las cosas una sola vez. Pero como eso no ocurría a menudo, por causa del sueño de sus oyentes, trató de conseguir que le hicieran caso repitiendo varias veces lo mismo. […]

“Todos los demás profetas y apóstoles anunciaron a Cristo cuando estaba ausente. Unos, antes de su Encarnación. Otros, después de su Ascensión. Sólo él lo anunció estando presente. […]

“¿Por qué no viajó él por toda Judea para anunciarlo, sino que se estableció junto al río, esperando a que viniera para señalarlo a las multitudes apenas se hubiera presentado? Porque quería que fueran las obras de Cristo las que lo hicieran. Entre tanto, él se preocupaba de darlo a conocer y de convencer a alguno para que escuchara sus palabras de salvación. San Juan le deja a Él el testimonio más seguro, el que proviene de las obras, como dice el mismo Cristo: ‘No recibo testimonio de un hombre, porque las obras que el Padre me ha concedido cumplir dan testimonio de Mí’. Daos cuenta de que no hay medio más eficaz que éste. Pues sin haber prendido sino una pequeñísima chispa, muy pronto se convirtió en una llama muy grande, y quienes antes no concedían crédito a las palabras de San Juan, dicen luego: ‘Todo lo que Juan decía era verdad’.

“Por el contrario, si todo eso lo hubiera dicho yendo de camino por Judea, podría haber parecido que lo hacía por interés humano, y su predicación habría resultado sospechosa”.7

Y San Juan Crisóstomo añade aun este comentario: “‘Mirando fijamente a Jesús que pasaba, exclamó: he ahí el Cordero de Dios’. Dijo eso San Juan para consignar que le reconocía no solo al oírlo hablar, sino con verlo pasar”.8

“Conviene que Él crezca y yo mengüe”

El P. Manuel de Tuya comenta muy acertadamente que este trecho del Evangelio de hoy señala una continuación de la misión del Bautista: anunciar la llegada del Mesías y dar testimonio de Él. De la misma manera que se había conducido anteriormente delante de las multitudes y del Sanedrín, lo hace ahora ante sus dos discípulos: “No retendrá a éstos; los orientará hacia Cristo. Deshará su ‘círculo’ para ensanchar el de Cristo. Es el tema de este pasaje: ‘Conviene que Él crezca y yo mengüe’ (Jn 3, 30)”.9

El famoso Fillion10 analiza este versículo desde otro ángulo y afirma que la exclamación de San Juan —“He ahí el Cordero de Dios”— fue suficiente para dejar a los dos discípulos, repentinamente, maravillados. Maldonado,11 por su parte, se manifiesta partidario de la idea de que el Precursor juzgaba que sus dos discípulos ya estaban preparados para seguir al Mesías.

III – Andrés y Juan encuentran a Jesús

Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús.

Desde toda la eternidad, Jesús había visto a estos dos discípulos y los había amado; ahora, con sus ojos humanos y sin que ellos lo perciban, el Salvador los contempla de soslayo. Él siempre quiso atraerlos, pero, siguiendo una esmerada diplomacia, dejó que la iniciativa de encaminarlos saliese de aquel que los había formado. Por su parte, Jesús apenas le da un pequeño pretexto al Precursor, pasando delante de sus ojos.

El Bautista demuestra, una vez más, su total devoción al Salvador y aprovecha inmediatamente la oportunidad, pues teme que Él pase y no vuelva.

¡Cuántas veces este mismo Jesús se presenta a lo largo del camino de nuestra vida! Algunas veces es una inspiración o un anhelo impregnado de consuelo, otras veces hasta un dolor de conciencia y un arrepentimiento, o tal vez ejemplos de virtud o de maldad que presenciamos… Sí, Él se nos aparece de mil modos, y he aquí el gran modelo delante de nosotros en este Evangelio. Debemos estar ávidos de esas ocasiones para discernir las divinas insinuaciones del Señor.

Fieles a las enseñanzas de su maestro, en el entusiasmo por la figura del Cordero tan bien presentada a lo largo de elevadas conversaciones y predicaciones, los dos discípulos resuelven seguirlo. Según explica el P. Manuel de Tuya, “‘seguir a uno’, ‘ir detrás de’, era sinónimo, en los medios rabínicos, de ir a su escuela, ser su discípulo”.12 Por lo tanto, lo siguieron en los dos sentidos de la palabra, es decir, físicamente y con la intención de ser sus discípulos.

¡Cuántas vocaciones han quedado abandonadas por los caminos de la Historia por el hecho de no reaccionar como estos dos! ¡Cuántas se perdieron!

Por su parte, Maldonado,13 basándose en varios Padres de la Iglesia, resalta la importancia de la predicación. En este versículo, Jesús coge los primeros frutos del rico plantío de Juan.

Inocente ansiedad por entrar en contacto

Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: “¿Qué buscáis?” Ellos le contestaron: “Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?”

Jesús nunca deja de venir a nuestro encuentro y jamás se niega a animarnos a caminar por las vías del bien. Su actitud hacia los dos discípulos es tan afectuosa y paternal que llega a conmover. Ambos manifiestan una inocente ansiedad de dirigirse a Él; sin embargo, por respeto o temor reverencial, no osan aproximarse. Según la buena educación de todos los tiempos, corresponde a quien tiene autoridad iniciar la conversación, y el Señor lo hace con suma bondad, porque discierne hasta el fondo el deseo de ambos y los deja a gusto.

“Rabí” es el título que le confieren, y así demuestran cuánto anhelan aprender su doctrina. Enseguida le hacen una pregunta: “¿dónde vives?”. Comenta Alcuino sobre esto: “Y no quieren gozar del magisterio de una manera transitoria, sino que le preguntan dónde habita, para que en adelante puedan oír sus palabras aparte, visitarle muchas veces e instruirse mucho mejor”.14

Como el Evangelio es perenne, Jesús también nos pregunta a nosotros: “¿Qué buscáis?”. O sea, ¿qué buscamos en los lugares que frecuentamos, en nuestras compañías, amistades, acciones, etc.? ¿Buscamos la gloria de Dios y de su Santa Iglesia? ¿El Reino de los Cielos, la edificación de los demás, nuestra salvación, nuestra santificación? ¿O será más bien nuestra vanagloria, nuestro amor propio, nuestra sensualidad, nuestros placeres? Es posible que no queramos responderle ahora, no obstante, en el día del Juicio —particular y Final—, deberemos prestarle cuentas exactas, delante de los Ángeles y de los hombres.

Imitemos a los dos discípulos y preguntémosle a Jesús dónde vive actualmente. Imaginemos cuál sería su repuesta. Sin duda, no lo encontraremos en los espectáculos inmorales, ni en las disputas vanidosas, etc. Ante todo, Él vive en el Cielo, y en el tabernáculo, pero también en el corazón de los inocentes, de todos los que permanecen en la gracia de Dios y huyen del pecado. Nosotros bien lo sabemos…

Sagrada convivencia

Él les dijo: “Venid y veréis”. Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día; era como la hora décima.

La cortesía de Jesús es insuperable, pues perfectamente habría podido indicarles el camino y acordar un encuentro para el día siguiente. Al contrario, los invita a seguirlo, es decir, ya los acepta como discípulos.

Así actuó Jesús, según nos enseña San Cirilo, “primero para enseñar que para las cosas buenas la dilación es mala: pues en las cosas provechosas toda lentitud es perjudicial. Después, para enseñar a los ignorantes que para salvarse no es suficiente saber dónde está la santa casa de Cristo nuestro Salvador, es decir, la Iglesia, si no han ido hasta ella por la fe y observado con fervor lo que en ella se practica”.15

Quién pudiera conocer los detalles de aquella sagrada convivencia. “¡Qué día tan feliz pasan y qué noche tan deliciosa! —exclama San Agustín— ¿Hay quien sea capaz de decirnos lo que oyeron de la boca del Señor? Edifiquemos también nosotros mismos y hagamos una casa en nuestro corazón, adonde venga Él a enseñarnos y hablar con nosotros”.16

También a nosotros Jesús nos hace ese convite lleno de bienquerencia. Y Él actuará así hasta el último minuto de la Historia. ¿Cómo es posible oponerle resistencia?

IV – Simón Pedro, fruto del apostolado de Andrés

Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús;…

Los comentaristas son prácticamente unánimes en subrayar la humildad del Evangelista en este versículo, por el hecho de no mencionar que él mismo era uno de los dos. Según nuestro entender, los buenos años de haber convivido estrechamente con la más humilde de todas las criaturas, María Santísima, le habían arrebatado el corazón al maravillarse con esta excelsa virtud.

41 …encuentra primero a su hermano Simón y le dice: “Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)”.

Sin duda, la larga conversación con Jesús había hecho crecer la fe de Juan y de Andrés. Ambos debían estar inflamados de celo, entusiasmo y fervor en su recién comenzado noviciado. Surgen enseguida los resultados que comprueban la auténtica realidad de esa fe: el apostolado. El bien es eminentemente difusivo, las impresiones sobrenaturales debieron ser muy fuertes, y el embeleso y la veneración por el Señor estaban en el grado más elevado. El recuerdo de las innumerables conversaciones, previsiones y comentarios de Juan Bautista sobre el Mesías constituyeron para ellos un marco lógico, bello y armónico con la figura de Cristo. Era imperioso conquistar nuevos discípulos para el Mesías. Al primero que encontraron fue a Simón, y sobre él debieron desear volcar el contenido de todas sus emociones místicas y la concatenación de sus análisis y conclusiones.17 Y ¿cuál fue la reacción de Simón?

Profecía sobre el futuro de Simón

Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce: Pedro)”.

Según hace notar San Juan Crisóstomo,18 Pedro creyó inmediatamente en lo que le transmitían y quiso conocer cuanto antes al Mesías. Por eso se dejó llevar.

Jesús, por su divino ver, ya conocía a Simón desde toda la eternidad. Ahora sus ojos humanos coincidían en el mismo juicio. Dios y Hombre lanzan, en profecía, la piedra fundamental de la futura Iglesia. Ninguno de los neodiscípulos debe haber entendido el alcance de aquellas palabras, que más tarde quedarían claras y explícitas con estas otras: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18).

Dos miradas marcaron la vida de Pedro: esta inicial y la última, después de la cual “flevit amare —lloró amargamente” (Lc 22, 62).

V – Conclusión

Es imposible no comprobar, en el Evangelio de hoy, la importancia fundamental del apostolado personal y directo, y bajo el poder de una jerarquía. Ya desde los orígenes de la constitución de su Iglesia, vemos al Divino Redentor preocupado por establecer la Piedra Base de su edificio. Por esta razón, nosotros debemos honrar esta Piedra en todo sucesor de Cefas, obedeciendo sumisamente las determinaciones de la Iglesia.

Roguemos a María, Madre de la Iglesia, que jamás nos separemos, en nuestra fe, espíritu y disciplina, ni un solo milímetro de la Cátedra infalible de Pedro. Que la Virgen Santísima infunda en nuestras almas la felicidad de creer en lo que la Jerarquía enseña, practicar lo que ella ordena, amar lo que ella ama, y recorrer sus vías para llegar a la gloria eterna. ²


1) CONCILIO VATICANO II. Apostolicam actuositatem, n.1.

2) SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q.3, a.2, ad 2.

3) PÍO XII. Discurso a los hombres de la Acción Católica, de 12/10/1952.

4) FERNÁNDEZ TRUYOLS, SJ, Andrés. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. 2.ed. Madrid: BAC, 1954, p.141.

5) MALDONADO, SJ, Juan de. Comentarios a los Cuatro Evangelios. Evangelio de San Juan. Madrid: BAC, 1954, v.III, p.125.

6) Idem, ibidem.

7) SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía XVIII, n.1-3. In: Homilías sobre el Evangelio de San Juan (1-29). 2.ed. Madrid: Ciudad Nueva, 2001, v.I, p.227; 230-232.

8) Idem, n.2, p.230.

9) TUYA, OP, Manuel de. Biblia Comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, v.V, p.985-986.

10) Cf. FILLION, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Infancia y Bautismo. Madrid: Rialp, 2000, v.I, p.327.

11) Cf. MALDONADO, op. cit., p.125.

12) TUYA, op. cit., p.987.

13) Cf. MALDONADO, op. cit., p.126.

14) ALCUINO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Ioannem, c.I, v.37-40.

15) SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA. In Ioannis Evangelium. L.II, c.1: MG 73, 218.

16) SAN AGUSTÍN. In Ioannis Evangelium. Tractatus VII, n.9. In: Obras. Madrid: BAC, 1955, v.XIII, p.229.

17) Maldonado afirma que “se podía dar por seguro, como piensan muchos, que lo mismo que Andrés hizo Juan el futuro Evangelista: buscó a su hermano Santiago y le llevó al Señor. La unión de las dos parejas de hermanos, amigas y compañeras de pesca, hace sospechar que todos cuatro vinieron en la misma caravana a ser bautizados por el Precursor y todos cuatro pensarían volver juntos a Galilea cuando su buena suerte los llevó a la rústica tienda de campaña que habitaba Cristo y decidieron ser sus discípulos, y con Él regresaron a su tierra” (MALDONADO, op. cit., p.131, nota 1).

18) Cf. SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía XIX, n.1. In: Homilías sobre el Evangelio de San Juan (1-29), op. cit., p.241.

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