Vivimos hoy en crisis. Crisis de costumbres, de doctrinas, de virtudes. La mayor
de todas, no obstante, es la crisis de santidad. A menudo hallamos modelos de
hombres de negocios, deportistas y estrellas de cine… Sin embargo, los santos
andan un poco desaparecidos. Por no decir otra cosa.
Alguien podría argumentar que los santos serán siempre necesariamente raros,
ya que pocos alcanzan el heroísmo en la práctica de las virtudes. Esto se debe a que
muchas veces la santidad se entiende como algo arcano y utópico, aunque en realidad sea un imperativo evangélico: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48).
Todos pueden y deben ser santos, en cualquier condición de vida y en «toda nación y
raza, pueblo y lengua» (Ap 7, 9). San Agustín se preguntaba durante su proceso de conversión:
«¿Por qué éstos o aquellos pueden ser santos y yo no?». En otras palabras, si Isidro,
que era labrador, y Crispín, que era zapatero, llegaron a ser santos, ¿por qué yo no?
Hay, desde luego, falsos modelos de santidad. Nuestro Señor Jesucristo ya se enfrentó a los fariseos, perfectos «sepulcros blanqueados» (Mt 23, 27), cuyos ejemplos jamás debían ser imitados. Y la Revolución, en sus distintas fases, también quiso presentar como «ungidos» o salvadores de la patria individuos como Lutero, Robespierre o Marx, cuyas vidas distan bastante de ser modélicas.
Pero mucho más nocivo que el mal ostensible es la falsa apariencia de santidad.
Como recitó Camões, «enemiga no hay, tan dura y fiera, como la virtud falsa de la sincera».
Hoy esta oposición se manifiesta sobre todo en el error que el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira denominaba «herejía blanca», es decir, una herejía no definida, desvaída,
edulcorada y sellada por la indiferencia, que confunde santidad con sentimentalismo,
con falta de combatividad y de sacralidad.
Para los seguidores de la «herejía blanca», San Francisco de Asís, santo cruzado,
sería una especie de hippie protector de los animales; Santa Teresa del Niño Jesús,
religiosa de grandes horizontes misioneros y pionera de las «noches oscuras» del sufrimiento físico y espiritual, una «santita» afable y sin fibra; Santo Tomás de Aquino, llamado en sus años de estudiante el «buey mudo» por su discreción y sencillez, un erudito ceñudo e insensible.
Toda esta falsificación de la santidad, con frecuencia, es hecha de manera consciente.
Hasta los malos, en el fondo, saben quién es verdaderamente santo. Por ejemplo,
con ocasión de la muerte de Santa Juana de Arco, un secretario del rey de Inglaterra
gritó: «Estamos perdidos; ¡hemos quemado a una santa!». Y el mismo diablo
reconoció la santidad de Cristo: «Sé quién eres: el Santo de Dios» (Lc 4, 34).
Tomando las etimologías griega y latina, respectivamente, de la palabra santo —
agios y sanctus—, Santo Tomás de Aquino determina dos características esenciales,
y contrarrevolucionarias, de la santidad: la pureza y la firmeza, sea como alejamiento
del pecado y unión con Dios, sea como resoluta perseverancia en la virtud. Y esta
alianza se encuentra bien sintetizada en el salmo: «Crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme» (50, 12).
De estas consideraciones concluimos que la santidad está cada vez más distorsionada
y abandonada y que, en la sociedad relativista en la que vivimos, no ser apóstol es
ser apóstata. Abrazar la santidad según este mundo es seguir el camino de la herejía; y no ser santo, o al menos no buscar la santidad, es traicionar los principios evangélicos.
En definitiva, sólo nos queda ser o ser santo: no hay otra opción.