A lo largo de la historia, la Revolución ha sabido utilizar una de las deficiencias de la naturaleza humana decaída: el tedio por la admiración. Llevando la civilización a extremos de exageración, produjo en el hombre la sensación de estar siendo sofocado; el resultado final de tal proceso fue la desacralización y la barbarie.
El Antiguo Régimen fue una época marcada por una tradición cristiana casi milenaria, toda ella monárquica y aristocrática, pero democrática en algunos de sus aspectos. Naturalmente los ojos del pueblo se volvían, sobre todo, hacia la persona del rey, piedra fundamental de todo el edificio. Después, hacia los nobles más importantes que lo rodeaban, los cuales constituían como una aureola alrededor de la diadema real y, por fin, para los otros grados de la nobleza, y, consecuentemente, para los otros grados de la sociedad.
Entre las diversas categorías de nobleza se encontraba la llamada nobleza togada, constituida por los magistrados; había la nobleza de espada, la militar, cuyas familias estaban especialmente dedicadas al martirio patriótico, porque de sí, estaban dedicadas a la guerra; también se podía llamar nobleza de sangre.
Proceso de saturación como punto de decadencia
La Revolución, sin embargo, supo actuar sobre este edificio de la grandeza de Francia de forma sapientísima: antes de sembrar dificultades en soportar la inmovilidad de la larga tradición, antes de debilitar la confianza filial que la masa del pueblo tenía hacia los nobles, ella esparció una cierta saciedad. En un momento dado, el pueblo y la propia nobleza fueron quedando hartos del tal pétillement1, el ese burbujear tipo “champaña” de las cosas de la nobleza, tenida, sin embargo, como la más fina, más delicada, más espirituosa de Europa, para cuyos fastos afluían admiradores de toda Europa, de todas las clases sociales.
¿Cómo se esparce en el pueblo un cansancio en este punto?
Imaginen a una persona que trabajó mucho durante el día. Es incluso más adecuado imaginar un tra- bajador manual, porque el reposo en cama se aprecia mucho más por quien trabajó con los músculos que por quien trabajó con la cabeza.
El obrero manual, después de un día intenso, vuelve a su casa en un camino penoso, casi tan penoso como el trabajo que realizó durante el día. Al llegar a casa, le dice desde el piso de arriba, a la mujer que está en el piso de abajo: “Prepárame un café, quiero comer algo… café con pan rústico. Voy a acostarme.”
Él, que tiene una buena cama, cómoda, se quita los zapatos, los echa de lado– como quien está harto y ya no se preocupa en tener buenos modales, solo quiere ser correcto–, se quita la chaqueta se tira en la cama y piensa: «¡Uff! ¡Qué delicia!” Se comprende fácilmente tal actitud y por donde esta cama puede parecerle una delicia.
Ahora, imaginen que este hombre se rompió la pierna; lo estuvo visitando un médico que lo examinó y lo obligó a una inmovilidad total del cuerpo, porque la fractura también coexistía con un leve inicio de fractura en la columna vertebral, caso mucho más complicado. El médico da la siguiente prescripción: “Quédese quieto, voy a vendarle. Usted tendrá dificultad de movimientos, de manera que incluso durmiendo no conseguirá moverse. Después de algunos días de inmovilidad, Ud. podrá quedar perfectamente bien. El secreto de su curación está en no moverse.”
El obrero exhausto, cansado, porque se ha movido demasiado, piensa que por algunos días él no irá a la fábrica, no escuchará los ruidos de allá, no tendrá los cansancios ni las transpiraciones del trabajo; se va a quedar en la cama, y piensa:
“¡Oh, delicia! ¡Nunca pensé que toda esta semana, o todo este fin de semana, tendría la oportunidad de quedarme en casa! El médico me dijo ‘inmóvil’, ¡ojalá me quedara inmóvil toda la vida, es una cosa deliciosa!
En vez de estar moviéndome, y moviéndome…”
Peligro de cansarse con la admiración
Tal fenómeno de saturación se da más o menos con todo, incluso con las cosas más magníficas y mejores del mundo.
Por ejemplo, vivir frente a la Catedral de Notre-Dame, o a la Sainte- Chapelle, o, quizás aún frente al Don de Colonia, en fin, cuántas cosas bonitas hay, sean eclesiásticas o no…
De hecho, hay un primer período de descanso completo, que ocasiona un cierto descanso para este obrero. Sin embargo, hay un determinado momento en que el cansancio se le va, como que se evapora, y comienza a adquirir una sensación física –no es una reflexión, es una sensación física– de lo superfluo físico de aquel descanso.
Es decir, las fuerzas se acumulan inmóviles y le gustaría moverse. Al cabo de unos días, en la víspera del día en que sería liberado de las vendas, ya no se aguanta de ganas de moverse; en esta situación, preferiría un mes entero de trabajo a una semana de cama. La inmovilidad absoluta que sucede a un gran cansancio, es deliciosa al principio, pero a medida que se va acumulando, también se va haciendo fatigante por sí misma y causando una especie de saturación.
Imaginen que una persona fuera condenada a no salir nunca de la Plaza Römer, de Frankfurt. Ella, que había hecho un largo viaje solo para poder ver la plaza en la que había permanecido mucho tiempo en estado de admiración, podía entrar y salir, podía moverse; quedándose todo el tiempo solo en aquella plaza, sufriría en sí el efecto de la saturación. Un poco de esto lo sentí en la Plaza de San Marcos, en Venecia, plaza que quizás sea la más bonita del mundo. Palomas, palomas, palomas… el suelo lleno de bolitas de no sé qué grano, que los turistas compran para darles de comer; las palomas comen y quedan empapadas hinchadas, dando la impresión de burgueses llenos de una falsa importancia. Me llamaba la atención la forma en que ellas caminaban, con las patonas pesadas, sacudiendo la cabeza, mirando a su alrededor como quien espera aplausos que nunca venían, porque en la plaza solo había palomas. Era una “palomitada”.
No examiné el fenómeno a fondo, pero creo que ellas quedaban medio pesadas para volar. ¡De vez en cuando una revoloteada, pero qué revoloteada pesada! Volaban un poquito y ya iban al suelo, porque habían comido demasiado, tal vez también habían bebido demasiado agua. El hecho es que quedaban unas “palomazas” que yo sólo no comprendo cómo es que aquellos venecianos no las cazaban, las mataban y las comían. Porque debía ser el fin al que estarían destinadas.
En esto se tiene un poquito la idea de la saturación. Se llega a Venecia y es una belleza, algo que yo ni sé qué decir. Pero solo hay que ir a la plaza de San Marcos repetidas ve …
..ces, que se mira y dice: “Pero yo ya lo conocía, yo estoy buscando, en las profundidades de mi entusiasmo, ese aplauso que sentí las primeras veces, y no lo siento más.”
Las cosas son así. Uno de los peligros del alma humana es precisamente cuando se cansa de la admiración.
Esto está de tal manera en el modo de ser del hombre concebido en el pecado original, que si no tomamos cuidado este proceso ocurrirá también con relación a la propia figura adorable de Nuestro Señor Jesucristo, y con la figura digna de un amor que debería llenar indeciblemente toda nuestra alma: su Madre Santísima.
Tedio moral, hora de la victoria
Si fuésemos varias veces, por ejemplo, a la bellísima Capella degli Scrovegni en Padua, donde Giotto pintó la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, ¡cada cuadro es una obra maestra sin nombre, una cosa simplemente fantástica! ¡Reconoceríamos el talento de Giotto, mirando la figura del Divino Maestro nos encantaríamos! Pero, después de un tiempo, la inteligencia se encantaría, pero la sensibilidad se volvería “gordinflona” como las palomas de la plaza de Venecia. Sentiríamos un hormigueo similar al que sentiría una pierna inmovilizada.
El hormigueo es bien la imagen física de esa especie de tedio moral que las cosas más magníficas pueden causarnos; pero esta es la hora de la victoria del hombre. Porque cuando es llevado por las alas del entusiasmo, no le es difícil volar, ¡recorrer el aire es una maravilla! Ahora bien, cuando, por el contrario, siente que las alas están pesadas, que ya no tiene aquel dinamismo particular que levanta el cuerpo contra las leyes de la gravedad para surcar los aires como una cosa nueva, cuando la situación es ésta, volar sin ganas, admirar sin deseo, amar sin deseo sensible, en la aridez, eso es lo bonito.
Tal proceso de saturación se verifica en todas las instituciones, y los dirigentes necesitan tener mucho cuidado, tener mucha habilidad, porque cuando sucede que los entusiasmos mueren, las oposiciones levantan vuelo. Es la hora de la oposición.
De la saturación nacen las oposiciones, de las oposiciones, las revoluciones
Digamos, por ejemplo, un profesor que va todos los días a dar clases. Al cabo de algún tiempo, aparece en él una saciedad en dar clases, y en los alumnos, una saciedad en considerar al profesor. Es la hora en que un alumno ladino, opositor, anticatólico, por ejemplo, toma un momento en el cual el profesor no fue muy feliz, empleó una palabra repetida, su frase salió un poco defectuosa. El oposicionista, que hace tiempo asistía a aquella apoteosis quieto y con los labios lacrados por la prudencia, ve aquello y le dice a un colega:
— ¡Hay que admitirlo, él tiene sus lados débiles, eh!
El colega, que está habituado a admirar dice:
— Mira, ese lado de hecho fue débil.
El otro dice:
— Quién no tiene sus lados débiles, ¿verdad? ¿Quién no los tiene?
El otro piensa: “Es verdad, todo el mundo los tiene, ahora bien, él es alguien, luego, él también los tiene.
Busquémoslos, porque hasta ahora no los encontré.”
Comienza a buscarlos y los encuentra. Porque algún lado débil aparece en cualquier persona que no esté confirmada en gracia. Comienza: “¡Ah, es verdad!”
Terminada la clase, los dos cuchichean en medio de los demás. Y algunos oyen aquello que estaban con un deseo inconsciente de oír.
— ¡Ah, es verdad!
— ¡Es verdad! |
Poco después hay un coro. ¡Nació una revolución! Es preciso que la persona sepa moldear las cosas… Pero no siempre se consigue. Porque a veces percibir dónde está en el alma del opositor el ojo de la cerradura para meter la llave de una admiración nueva, es muy difícil. Y a veces anocheció en aquella alma y uno no consigue…
El genio de Luis XIV para despertar nuevas admiraciones
Eso sucede con los gobernantes en relación con los gobernados. Ustedes tienen un ejemplo característico en Versalles, donde Luis XIV construyó un palacio tan magnífico, que el simple nombre de Versalles ya era una representación del esplendor regio y de la magnificencia. Versalles deslumbró, y por eso creó una nueva admiración y, a partir de ella, prolongó la existencia de la Monarquía.
¡Luis XIV tuvo el genio para formar en torno de sí la orquestación de los grandes hombres de Francia! Él tuvo grandes poetas, grandes artistas, grandes políticos, grandes militares, se cercó de una constelación de grandes hombres. ¿Por qué? Porque supo ver dentro de la masa del pueblo quién era el violinista, el flautista, quién era esto, quién era aquello; él supo suscitar, despertar e inspirar al poeta, al pintor, al constructor, al creador del pomar de Versalles, por ejemplo, de quien se habla muy poco.
Los pomares de Versalles eran considerados como los más bonitos del mundo, y por pomar se debe entender el lugar donde se producen frutas. Pero allí también se plantaban legumbres para el abastecimiento de la mesa real, porque salía más barato…
Jean-Baptiste de La Quintinie2 era el jardinero de Versalles. Hubo un hombre que plantó el pomar y otro que plantó lo que se podría decir en francés el potager, la huerta de Versalles. ¡Noten bien, por economía hicieron las cosas más bellas del mundo!
Si Luis XIV no supiese hacer eso, tengo la impresión de que sucedería lo que pasó con una serie de reyes mediocres: comenzaría a dar cansancio. Y dando cansancio era la hora de la Revolución.
No sé qué francés ilustre decía que entre Napoleón y Luis XIV había una diferencia: Luis XIV supo suscitar, sacar del sueño, del anonimato, de cero, a todos los grandes valores de Francia para que hicieran una sinfonía en torno de él y a propósito de él. Napoleón, por el contrario, mandó a callar a todos, se colocó en el centro entre dos cañones y dijo: “Soy yo solo”. Napoleón cayó. Luis XIV permaneció de pie.
Cansancio producido por la exageración
Esa teoría del cansancio explica mucho ciertas cosas de la Revolución Francesa. Con bastante habilidad ellos supieron difundir la sensación de que todo aquello era muy bonito, pero antinatural: sillas doradas, lindas, pero incómodas. Ninguna silla de Versalles alcanzó el grado de confort que esta silla en la cual estoy sentado aquí produce, de inspiración, quizás, norteamericana.
Trajes lindos, pero incómodos de usar. Preceptos de educación magníficos, pero exigían un continuo sacrificio.
Se cuenta que había una madame –cuyo nombre no me acuerdo–, una señora dueña de un salón célebre. Todas las personas a las cuales les gustaba la bella prosa iban a conversar con ella, pues tenía un don de erizar: era ciega de los dos ojos y todos sabían eso, ella no lo escondía. Pero cuando ella conversaba, sabía mirar a los ojos del interlocutor con una mirada que no estaba viendo, pero por el oído captaba más o menos dónde estaba la boca de quien estaba hablando, y ella dirigía la palabra a la boca emisora del sonido revelador.
Y así ella permanecía horas conversando con ese público loco por conversar con ella. Cuando llegaba la hora ya tardía de la noche, aparecía el servidor para explicar a todos que Madame la Marquise necesitaba descansar. Ellos inmediatamente se levantaban, según las reglas de educación de aquel tiempo, ostentando una especie de precipitación por salir enseguida para que Madame pudiese descansar.
Cuando todos habían salido, Madame la Marquise tomaba un carruaje, con vidrios bajos para poder ventear adentro, y mandaba al cochero a trotar por las calles de París a toda velocidad. París dormía y las calles estaban vacías. Un choque era improbable, y, de hecho, nunca sucedió. Pero ella, dentro de su ceguera, percibía por los movimientos cómo era la calle, dónde estaba, etc. En fin, ella sacaba de eso su deleite, sin compañía de nadie, callada.
Volvía a casa, y de una noche despierta, en la eterna noche de los ciegos, se adentraba en la noche de la noche, y dormía. Era la hora de descansar. ¡Imaginen la vida de lucha de esa mujer! Todo aquel esplendor estaba basado sobre un gran cansancio.
Cuando el entusiasmo desaparece, se siente solo el cansancio, seguido de un deseo de abrirse la ropa, desabotonar todos los botones, quitarse los zapatos, en fin, una tendencia vaga al nudismo, y si quisieren, a la anarquía. ¿Por qué? Porque cargó demasiado. Porque no supo dosificar, no supo hacer la cosa de tal manera que a un cansancio agradable le sucediese un reposo aún más agradable.
Desahogo de una civilización desequilibrada
Toda una sociedad así, acabó cansada de una serie de cosas llamada “Civilización”. Y comenzó una marcha hacia la anarquía, hacia la no-civilización, que los hijos y nietos heredaron; para estos, el cansancio y el deseo de liberación eran mayores.
Las palabras de la trilogía revolucionaria liberté, égalité, fraternité, sonaban del siguiente modo: “¡Libertad! Todo lo que nos amarra, nos constriñe, nos aprieta, ¡para atrás! Queremos ser libres como un bárbaro”.
Égalité: “El respeto es un sentimiento necesario, pero es un sentimiento eminentemente confinante.
Es preciso acabar con este respeto que se traduce en reverencias. Todo el mundo es igual a mí: no soy obligado a inclinar mi cabeza ante nadie, ni reconocer su superioridad. Avanzo como cualquier modesto trabajador manual que produce zuecos de madera, y no admito a nadie por encima de mí: ¡grito, quiebro y guillotino a quien se crea más que yo!”
Fraternité: “Somos todos iguales, como iguales son los hermanos. Y si nos queremos bien, nos querremos en un abrazo en que ninguno de los dos permite al otro que crezca más. Somos como dos hermanos que solo consienten en crecer, si crecen al mismo tiempo y con la misma altura”.
Yo pregunto: la trilogía liberté, égalité, fraternité lanzada en un ambiente de saturación, ¿produce o no produce un chatouillement3 delicioso de esperanzas, de ganas de desamarrarse, de desabotonarse, de desordenar, de ponerse cabeza abajo, de no bañarse, de ser puerco, de ser sucio, de dejar la naturaleza con todo lo que en ella viene de pecado original y de que los efectos de los pecados actuales se destilen de todos los modos? Un mundo de inmundicia, de suciedad, de ausencia de todo lo quintaesenciado. La barbarie acaba siendo el desahogo de un pueblo que llevó la Civilización hasta un punto y no supo equilibrarla.
Como aún existen pequeños restos de desigualdad, de orden en nuestra sociedad putrefacta, aún hay gente que siente alegría de acabar con los últimos patrones, los últimos clérigos, de trucidar a los últimos nobles, en fin, de hacer lo que el Partido Verde quiere, más allá del comunismo: una anarquía tal, que se proclama el derecho del animal igual y, a veces, superior al hombre. Y de ahí las locuras que vemos por ahí. Es el resultado de un desahogo, de una situación mal estudiada, mal enfrentada y mal resuelta.
¿Qué falta en eso?
Sacralidad: punto de todos los equilibrios
Cuando Napoleón ganó una guerra contra Austria, el Emperador Francisco II salió de Viena ya con la perspectiva de que las tropas de Napoleón invadirían la ciudad. Cuan do se hizo la paz, las tropas de Napoleón se retiraron y el Emperador volvió. ¡Fue recibido con un homenaje popular estruendoso! Y el alcalde de Viena le hizo un saludo que es una obra maestra de fidelidad.
¡La fidelidad es lo contrario de ese cansancio, es la virtud por la cual el pertenecer a alguien, servir a alguien, admirar a alguien no cansa! Porque en el momento que se presente que el cansancio se va a apoderar, entra algo de melódico, pero sacral, que eleva, sin dejar de ser militar, en aquella marcha que continúa. Hay en eso alguna cosa que de vez en cuando canta una como que oración.
Y ahí, en el fondo, está el secreto. Porque dudo que algunos a lo largo de la exposición que estoy haciendo hayan pensado lo siguiente: “Pero este problema no tiene solución, porque se acuesta, cansa; se levanta, cansa. ¡El mundo es un valle de lágrimas entre dos cansancios, no hay solución!”
No es verdad. Cuando se tiene fe y espíritu sacral, se aman las cosas sacrales y se siente la necesidad de verlas en todo; desde el taller de un trabajador manual hasta el palacio de un rey; en la sala del trono de un rey quiere ver en lo alto de la corona la cruz de Cristo, sin la cual tal objeto no vale nada, pero con la cual se vuelve sagrada. Ahí, aparece en el alma el equilibrio de las grandes dedicaciones, de las grandes admiraciones, de los grandes afectos que llevan al martirio de la fidelidad; así, las cosas pueden ser largas, pero no cansan.
A la corte francesa le faltaba la sacralidad, que había perdido con el tiempo. Hubo príncipes de muy buena piedad que nacieron en ese linaje, herederos de la corona, pero murieron prematuramente, haciendo, ejecutando, atendiendo a intereses poco definidos…
El hecho concreto es que tal desacralización a primera vista fue en cantadora. Al cabo de algún tiempo ella sació, caminó hacia su propia muerte, llevada por sus propios jefes.
María Antonieta, mandando a hacer aquel hameau4, una especie de aldea artificial en que ella y las otras damas de la corte se vestían de pastoras e iban a sacar leche de las vacas, era el momento en que las pastoras ya estaban hartas y no querían saber de reinar. Había llegado el momento de la Revolución.
(Extraído de conferencia del 1/7/1994)
1) Acción de efervecer.
2) Nombrado por el Rey en 1670 como director de las huertas reales de frutas y vegetales. (*1626 – †1688).
3) Sensación de producir ansia, inquietud, desasosiego.
4) Dependencia dentro del Petit Trianon, situada en el Parque de Versalles.