Humildad y cobardía

Publicado el 07/02/2022

Ante la sombría situación actual, en que las fuerzas del mal se agrupan y preparan para asestar contra la Iglesia de Dios el golpe que pretenden que sea decisivo, es oportuno recordar ciertos principios de la doctrina moral católica que hacen referencia a la virtud de la humildad y al vicio de la cobardía.

De hecho, la situación presente exige de los católicos espíritu de lucha, iniciativa ágil y coraje inflexible para parar no sólo los golpes del ejército de las tinieblas, sino para descargar una ofensiva sin tregua que le arroje vencido por tierra.

Entonces se objetará: ¿No es contra la virtud de la humildad? La humildad, fundamento de todas las virtudes cristianas, ¿no exigirá de nosotros un pacifismo a ultranza una perfecta impasibilidad ante los ataques del enemigo, una rendición completa, inclusive antes del inicio del combate? ¿No se debe inclinar la cabeza hacia un lado, dulce y cariñosamente, y, con una sonrisa devota, esperar bofetadas? Tal comportamiento nada tendría que ver con la humildad auténtica y no sería más que estupidez y cobardía. Desgraciadamente, hay católicos que piensan así. Pero ese modo de pensar es una deturpación del verdadero espíritu de la Iglesia.

Toda la conducta de la Iglesia y de los santos es un desmentido de esa pasividad falsamente virtuosa, desde los Papas convocando oficialmente las Cruzadas, hasta San Vicente de Paúl armando, a costa de sus penitentes, una escuadra para bombardear a los turcos de Argelia. Lamentablemente, tales episodios viriles son omitidos en las hagiografías corrientes que nos presentan los Santos como cántaros de miel. Esto es, lo repetimos, una deturpación.

Recordemos la solemne advertencia de Jesucristo a sus apóstoles y, a través de ellos, a todos los fieles: “No penséis que vine a traer paz a la Tierra; no vine a traer la paz, sino la espada” (Mt 10, 34). Es verdad que Él también dijo: “Si alguien te hiere en tu mejilla derecha, preséntale también la izquierda” (cf. Lc 6, 29), pero Jesucristo, abofeteado por el siervo del Pontífice, no le presento la otra mejilla. Las palabras de Jesús contienen, pues, una enseñanza de paciencia y de perdón, pero no deben ser tomadas al pie de la letra, aunque algunos santos lo hayan hecho por humildad.

Para establecer correctamente el sentido de la humildad delante de la cobardía y de la valentía, recurramos al Doctor Universal, al ínclito Santo Tomás de Aquino. Con él aprenderemos que todas las virtudes están unidas y forman una armonía entre sí, no pudiendo existir unas sin las otras.

Según Santo Tomás, la virtud que completa a la humildad es la magnanimidad. En el hombre existen cualidades que son un don de Dios y defectos que provienen de la flaqueza de la naturaleza. Cuando el hombre magnánimo se cree digno de grandes cosas, es por la consideración de los dones que recibió de Dios. La magnanimidad lo lleva a tender a los actos más perfectos de virtud. Lo mismo se puede decir del uso de los otros dones, como la ciencia y la fortuna. La humildad, sin embargo, hace que el hombre se crea de poca valía, por causa de la consideración de sus propios defectos. De la misma manera, la magnanimidad lleva a despreciar a los otros en la medida en que no corresponden y menosprecian los dones divinos, pero la humildad lleva a honrar a los otros y a estimar a los superiores, porque les hace ver en ellos algo de los dones de Dios. De donde se deduce que la magnanimidad y la humildad no son contrarias, aunque parezcan tender hacia cosas opuestas.1

Por tanto, sin la magnanimidad, la humildad pasa a ser pusilanimidad y hasta cobardía, ya que la magnanimidad pertenece a la virtud cardinal de la Fortaleza, que se ejerce principalmente en los períodos de guerra.2

Por fin, recordemos lo que dice Santo Tomás, citando a San Juan Crisóstomo, al tratar de la venganza.3: Es loable sufrir con paciencia las injurias que nos hacen, pero es sumamente impío perdonar las injurias hechas a Dios.4

1) Cf. II-II, q 129, a. 3, ad. 4.

2) Cf. II-II, q. 133, a. 2.

3) Cf. II-II, q. 108, a. 1 ad 2.

4) Cf. O Legionário n° 753, 12/1/1947e

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