El Dr. Plinio fue introducido en las vías del Evangelio y en los magníficos panoramas de la religión católica por un ejemplo vivo, presente en casa, delante de sí: Doña Lucilia. En este «libro» aprendió lo que es la inocencia y la santidad, la intransigencia, la prudencia y la sabiduría; ¡en su madre fue donde comprendió mejor el Cielo!
Dos instrumentos musicales en armonía
«Ella me transmitía lo que había de católico en su alma. […] De manera que yo encontraba consonancias tan profundas de lo que era la gracia que provenía de ella, con la gracia oriunda de otras fuentes, que se diría que eran dos instrumentos tocando la misma música, encontrándose perfecta y enteramente. Unas veces la gracia me daba apetencia por lo que ella podía darme; otras veces ella, es decir, la gracia por medio de ella, me hacía desear lo que la propia gracia me proporcionaría de forma directa. Todo constituía un sólo circuito»
Así, el Dr. Plinio percibía toda la consonancia que tenía Dña. Lucilia con lo que él recibía a través de la Iglesia, sin intermediarios. La Santa Iglesia y su madre eran como dos instrumentos, supongamos un clavecín y un violín, ejecutando la misma armonía en su alma. Su madre era para él la voz de la gracia, ¡y la voz de la gracia era la voz de su madre!
Lección viva de santidad
Sin embargo, cabe preguntarse: ¿cómo transmitió Dña. Lucilia su catolicidad al Dr. Plinio? ¿Le dio instrucciones o unas clases? ¿Le explicó qué significa pertenecer a la Iglesia? ¡No! A semejanza de un vitral sobre el que incide la luz del sol, en ella las gracias iban superponiéndose a la naturaleza y penetraban en su forma de ser, acrecentando un nuevo brillo a sus cualidades naturales.
Estando cerca de ella, y viendo la calma, la tranquilidad y la serenidad con que realizaba los actos más comunes de la existencia como, por ejemplo, peinarse, mover las manos o incluso recostarse en un sillón, la gracia invitaba al pequeño Plinio a aceptar y amar todas las virtudes. Le llamaba especialmente la atención la solemnidad, la compostura, la seriedad… haciéndole exclamar: «¡Qué hermoso es ser así! ¡Qué buena es, qué afable y dispuesta a ayudar! ¡Con ella lo puedo todo!».
Consideremos sus propias palabras: «Aprendí, eminentemente, de ella. ¿Cómo? Una mirada, una inflexión de voz, una caricia… Por ejemplo, estar sentado a su lado. […] ¡Recuerdo con enormes saudades sus manos! […] Me quedaba mirando sus manos y, de forma confusa, porque era un niño, pensaba: “¡Qué alma! ¡Qué corazón!”».
«En definitiva, ¿qué veía en ella? […] Era una conjunción de cualidades, que evidentemente no son antitéticas, porque no hay una antítesis entre una cualidad y otra, sino que son casi paradójicas. Es decir, sin oposición, pero formando por una ilusión de la vista algo parecido a una contradicción. ¿Qué era eso, ante todo? Era una gran elevación de alma, de manera que su espíritu no sólo podía remontarse con mucha facilidad a regiones más altas, sino habitar en ellas. Al mismo tiempo, era lo contrario de una soñadora, de una pura teórica o de una persona que vive enredada en preocupaciones sin base en la realidad. Estaba enteramente dentro de su simple realidad: ocupándose de todo, arreglándolo todo, haciéndolo todo, amando esta realidad concreta y participando de la vida con intensidad, aunque su espíritu flotara en esa región más alta, […] no por una dilaceración artificial e incómoda, sino mediante una especie de ubicuidad cómoda, enteramente a gusto, habitando ambos planos por completo y conociendo las correlaciones también en su conjunto».
Intérprete incomparable de la Santa Iglesia
Innúmeras fueron las ocasiones en que el Dr. Plinio explicitó el gran papel de Dña. Lucilia, en cuanto símbolo de la Iglesia, para la formación de su sentido católico. Cuando entró en contacto con la Iglesia, no se sorprendió, pues mucho de ella, de lo sobrenatural y de la propia Virgen Santísima, ya lo había conocido en el alma de su madre.
Remitámonos, también, a los recuerdos del Dr. Plinio: «Cuando comencé a abrir los ojos para la Iglesia Católica, veía a menudo afinidades entre el alma de mi madre y el espíritu de la Iglesia, de manera que comprendía muchas cosas de la Iglesia porque la conocía a ella. Y después, naturalmente, iba a ver si la Iglesia pensaba así, porque pronto quedó claro en mi espíritu que mi madre no era el patrón de la verdad, sino la Iglesia. […] Muchas veces, ciertos puntos de la doctrina católica los entendía más fácilmente porque los interpretaba a la luz de lo que veía en ella, de lo que aprendía de ella… […] ¡Era para mí una intérprete incomparable de la Iglesia! […] ¡Fue, en mi opinión, la madre ideal y me preparó de un modo eximio para recibir esta fe!».
«Recuerdo el momento en que leí por primera vez la expresión “Santa Madre Iglesia”. Me emocioné y pensé: “¡Es verdad! Tengo una madre muy buena, pero la Iglesia es más madre mía que ella”. Y así será hasta el fin de mi vida, si Dios quiere. En cierto momento, comencé a darme cuenta de qué manera mi madre era un magnífico ejemplo de cómo alguien puede ser conforme a la Santa Iglesia. […] Fue para mí como una prefigura de la Iglesia».
Triple maternidad
Plinio, por el discernimiento de los espíritus, al analizar a Dña. Lucilia percibía que había entre ella y la Iglesia una perfecta armonía, constituyendo para él una sola gracia y llevándolo a establecer una relación inmediata entre ambas: por un lado, veía en ella el espíritu de la Santa Iglesia; por otro, la veía dentro del espíritu de la Santa Iglesia.
Todo lo que había de bueno en el alma de su madre tenía origen en la Iglesia, y la gracia que notaba en el santuario del Sagrado Corazón de Jesús, de São Paulo, parecía concentrarse en el alma de Dña. Lucilia. Entonces, era una sola línea: Iglesia–Doña Lucilia, Doña Lucilia-Iglesia, hasta el nacimiento en su alma de la devoción a Nuestra Señora, que también pasó a coronar este circuito de reversibilidades.
«Nunca habría conocido enteramente la Iglesia si no hubiese visto este modelo materno. Doy gracias a la Santísima Virgen por haberme dado esta madre, cuyo gran mérito fue haber encaminado mi alma hacia otra madre: la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana. El alma de esta otra madre, que es la Santa Iglesia, tiene un trono para una tercera Madre: María Santísima. A través de una, caminé hacia las otras. Esta triple maternidad, una físico-espiritual y dos espirituales y sobrenaturales, alienta mi ánimo y mi piedad». ◊
Extraído, con adaptaciones, de:
El don de sabiduría en la mente,
vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira.
Città del Vaticano-Lima: LEV;
Heraldos del Evangelio, 2016,
t. I, pp. 154-157.