Imitar a los santos para imitar a Cristo

Publicado el 10/04/2021

San Pablo invitaba a sus discípulos a imitarlo en la senda de la santidad. ¿Debemos hacer lo mismo? ¿Son los santos un camino seguro para llegar a Cristo o figuras que nos desvían de Él? Veamos el ejemplo de San Francisco de Asís.

Es fácil darse cuenta de que los hombres se influencian mutuamente en sus relaciones sociales. El niño emula a sus padres, un joven músico se inspira en su maestro para ejecutar una melodía, los gestos de dos amigos tienden a asemejarse, pues, según dice Aristóteles, “la imitación es natural para el hombre desde la infancia”, distinguiéndolo como la criatura más imitativa de todas.

Ahora bien, ese mimetismo innato impreso en nuestra humanidad se verifica también en el ámbito sobrenatural. Enseña la Revelación que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. No obstante, el pecado original manchó esa primera efigie y rompió el orden establecido entre el Creador y la criatura. La Redención, por su parte, rescató a nuestra naturaleza caída y nos reconcilió con el Altísimo.

Los santos, verdadero camino de acceso a Jesús

Vivimos, sin embargo, en un valle de lágrimas. Sin una unión íntima con Jesús, fácilmente nos desviamos hacia el lodazal de la iniquidad. Por eso se le exige al cristiano que procure elevarse hasta Él de modo eficaz y radical y, para ello, nada mejor que recurrir al método más natural: tratar de convertirse en otro Cristo (alter Christus) a través de la imitación (imitatio Christi).

La lectura, la meditación y la predicación de la Palabra de Dios ciertamente nos ofrecen un contacto directo con el Señor, al presentarlo como un ejemplo a seguir (sequela Christi).

Pero ese efecto se hace aún más intenso cuanto buscamos reflejarnos en los héroes de la fe, retratos del ideal evangélico en sus propias vidas.

Conforme destacó Benedicto XVI, “los santos constituyen el comentario más importante del Evangelio, su actualización en la vida diaria; por eso representan para nosotros un camino real de acceso a Jesús”. Podemos, sin duda, considerarlos como una imagen de Dios trasladada a nuestro día a día.

El concepto de imitación de Cristo—directamente o a través de los santos— está presente en los libros sagrados, principalmente en las cartas paulinas, como la destinada a los filipenses: “sed imitadores míos y fijaos en los que andan según el modelo que tenéis en nosotros” (3, 17). ¿Pero cómo sucede esto?

“Ve y repara mi casa en ruinas”

Ejemplo característico de imitación es el de San Francisco de Asís, en esa incesante búsqueda suya de seguir, en todo, las huellas del divino Maestro.

En el prólogo de la fuente más respetada sobre el asisiano, aprobada en un capítulo general, San Buenaventura asegura: “La gracia de Dios, nuestro Salvador, en estos últimos tiempos se ha manifestado en su siervo Francisco y a través suyo a todos los que son verdaderamente humildes y amigos de la santa pobreza”. 3 Veía en el paso de su fundador entre los hombres como una reedición de la venida de Cristo. Lo imaginaba como otro Jesús pasando nuevamente por el mundo, pero ya no por Palestina, sino por los montes de Umbría…

En general, el despertar de grandes vocaciones es prenunciado por signos extraordinarios, y con San Francisco de Asís no fue diferente. Antes de lanzarse en su aventura evangélica, el hijo del rico comerciante Pietro di Bernadone tuvo un sueño premonitorio, en el cual percibía un magnífico palacio con muchas armas preparadas para el combate, siéndole revelado que tanto aquel armamento como el propio palacio estaban reservados para él y sus caballeros.

El joven Francisco interpretó esa visión como presagio de prosperidad material y éxito en la carrera militar. Ante la expectativa de recibir en breve el título de caballero, se dirigió a Puglia a fin de servir a un noble conde. Pero la gloria destinada para él no la habría de lograr en la milicia terrena, sino en el cumplimiento del ideal de caballería trasladado a la vida religiosa.

Poco después, el propio Jesús le confirmó y aclaró su altísima vocación, mediante la famosa manifestación del crucifijo de San Damián: “Francisco, vete y repara mi casa, que, como ves, está toda en ruinas”. 

Modelo vivo para sus discípulos

Pero ¿cómo habría de cumplirse tan importante misión?

Precisamente por la perfecta imitatio Christi, conforme nos lo narra el franciscano Ángelo Clareno: “Jesucristo, nuestro Salvador, se le apareció y le dijo: ‘Francisco, sígueme y calza las huellas de mi vida pobre y humilde […]. Tú y todos los frailes que te daré, vivid a imitación mía como forasteros y peregrinos, muertos para el mundo’ ”.

Decidido a seguir al divino Maestro en todo, Francisco lo asumió en el lugar de su padre, quien ya había empezado embistiéndolo con una feroz persecución, llegando a acusarlo de demente. No tardó en reunir a algunos discípulos, a los cuales les concedió esta norma de vida: “A nosotros, queridos míos, nos viene mejor que a otros religiosos seguir el ejemplo de la humildad y la pobreza de Cristo”. 8 Y bien consciente estaba de su papel simbólico: “Es necesario que yo sea modelo y ejemplo para todos los hermanos”. 

Conformidades bíblicas entre Cristo y Francisco

En muchas biografías, el Poverello es representado como un hombre de particular santidad, providencial y profético, impar en toda la Historia, que la escindiría en dos partes.

Por su vocación toda especial, “Cristo lo amó de modo singular”, concediéndole el don de personificar en sí la Pasión por medio de la impresión de los estigmas.

Para establecer relaciones entre la vida del Salvador y la del asisiano, sus biógrafos se valen con frecuencia de pasajes de las Escrituras, con el objetivo de presentarlo como perfecto imitador de Cristo, Así lo desarrolla, por ejemplo, fray Bartolomé de Pisa (siglo XIV) en su obra sobre las diversas conformidades bíblicas entre Cristo y el “angélico varón Francisco”. 

Esta forma de contemplar a su fundador lo favorecía en el amor a su vocación y en su imitatio Christi, de manera a beneficiarlo en el cumplimiento de su propio carisma. Y esto por una simple razón teológica: el Dios que se encarnó en Jesucristo es el mismo que le dio la gracia a San Francisco para imitarlo, así como la inspiración a sus hijos para seguirlo por su intercesión.

La alabanza a Francisco no se realizaba en detrimento de la adoración a Nuestro Señor, por el contrario, la incentivaba. En realidad, el franciscano sólo alcanzaría la santidad imitando a su santo fundador, en los moldes de la exhortación del Apóstol: “Dad a cada cual lo que es debido” (Rom 13, 7). En este caso, la imitación no sería mera opción, sino una necesidad.

Se configuró con el divino Arquetipo

El Beato Tomás de Celano, que lo conoció personalmente, proporciona las claves para la comprensión de la doctrina de la imitatio Christi en su fundador: “Considero que Francisco ha sido como un espejo santísimo de la santidad del Señor e imagen de su perfección (cf. Sab 7, 26). Todas sus palabras y acciones exhalan, por así decirlo, un perfume divino”. 

De modo similar, la obra anónima Espejo de perfección enfatiza el papel del Poverello como modelo, a la manera de un faro que ilumina a sus discípulos para la perfecta imitación del divino Maestro. En esa hagiografía Francisco es caracterizado como “fiel siervo e imitador perfecto de Cristo, sintiéndose completamente transformado en Él en virtud de la santa humildad”

Nótese aquí que el propio santo percibía en sí su configuración con el divino Arquetipo. Con esos calificativos el autor anónimo anhela evidenciar que su fundador era un alter Christus, cuyo ejemplo los frailes debían imitar para, en última instancia, conformarse a Cristo.

Seguidor, guía y heraldo de la perfección evangélica

La explícita intención de presentar al santo como efigie del Hombren Dios presente en esa obra, esclarece que, para los frailes menores, la sequela Christi se realiza en el seguimiento del fundador de la familia religiosa a la cual habían sido llamados.

Francisco se convirtió para ellos en un libro abierto de virtudes, un ejemplo a ser practicado. Cada capítulo de su vida está marcado por la intensa convivencia con sus hijos espirituales y, después de su muerte, por los favores de su intercesión por ellos en la tierra, los cuales le retribuían con un fervor y una admiración aún más grandes.

Se empapó también de la Palabra de Dios, asimilándola en sí mismo por un particular auxilio sobrenatural, conforme retrata San Buenaventura: “Nada de extraño hay en pensar que el santo había recibido el don de la comprensión de las Escrituras, ya que por la imitación perfecta de Cristo llevaba impresa en sus obras la verdad de las mismas y por la unción de la plenitud del Espíritu Santo poseía en sí a su divino Autor”. 

De hecho, incluso desprovisto de profundos estudios, el Poverello era un modelo en la interpretación de los textos bíblicos. Un verdadero “seguidor, guía y heraldo de la perfección evangélica”, en todos los sentidos.

Identificado con un ángel del Apocalipsis

Además de apuntar en él la imitatio Christi, los biógrafos del asisiano no temían realzar la grandeza de su vocación, sirviéndose de osadas analogías y alegorías, y comparándolo a Noé, Elías y San Juan Bautista, entre otras muchas figuras bíblicas.

De este recurso se sirvió el Papa Gregorio IX al redactar la bula de canonización del Esposo de la Señora Pobreza: “He aquí que el Señor, que, mientras destruía la tierra con el agua del Diluvio, colocó al justo en un vulgar tablón seco (cf. Sab 10, 4) no dejando que la vara de los pecadores cayera sobre la suerte de los justos, (cf. Sal 124, 3), en la hora undécima suscitó a su siervo el bienaventurado Francisco, hombre verdaderamente según su corazón (cf. 1 Sam 13, 14), lámpara despreciada, en verdad, en los pensamientos de los ricos, pero preparada para el tiempo establecido, enviándolo a su viña para que extirpara las espinas y las zarzas, después de haber aniquilado a los filisteos que la asaltaban, iluminando la patria, y la reconciliara con Dios amonestándola con asidua exhortación. Él, escuchando la voz del amigo que lo invitaba en lo íntimo del corazón, se levantó sin demora, rompió las ataduras del mundo lleno de seducciones, como otro Sansón informado por la gracia divina (cf. Jue 15, 14)”. 

Por otra parte, el santo de los estigmas era también identificado con el ángel que surge del Oriente llevando el sello de Dios vivo, es decir, las marcas de la Pasión (cf. Ap 7, 2). El propio Doctor Seráfico es quien elucida este asunto en el prólogo de su célebre Leyenda mayor: “Que este heraldo de Dios, digno de ser amado por Cristo,
imitado por nosotros y admirado por el mundo fuera el siervo Francisco, lo constatamos con indudable seguridad si observamos el alto grado de su excelsa santidad, pues, viviendo entre los hombres, imitó la pureza de los ángeles hasta el punto de ser propuesto como ejemplo de perfección para los seguidores de Cristo”. 

San Luis lo imitó como él imitó a Cristo

Para el hombre contemporáneo, habituado al pragmatismo, esas analogías entre Cristo y Francisco podrían parecer despropositadas o incluso maliciosamente tachadas de“culto a la personalidad”.

Nada más injusto o alejado de la realidad. Los homenajes hechos al Poverello, incluso en vida, no tenían nada de artificial, porque la multitud acudía naturalmente a aclamarlo y venerarlo: “La gente prestaba atención en sus palabras como si les hablara un ángel del Señor”.  Por lo demás, era reconocido por su genuina humildad, que se traducía en el esfuerzo en evitar la divulgación del milagro de los estigmas o en la renuncia al presbiterado, al considerarse indigno de recibirlo.

La imitatio Francisci como forma de imitatio Christi no era una idea inusitada en la época del santo de Asís y en los siglos posteriores. San Luis IX, rey de Francia y terciario franciscano, fue comparado con Francisco de diversos modos, incluso en los textos de los oficios litúrgicos dedicados al venerable monarca.

Su combate contra los sarracenos fue equiparado a la lucha del Poverello contra su padre para entregarse a Dios. Era comparado el hecho de que ambos salían a alimentar leprosos, construyeron iglesias y servían a los pobres con generosidad y compasión.

Y esto de tal forma que, al analizar la memoria litúrgica del noble soberano francés, una estudiosa británica contemporánea llegó a afirmar: “Luis imitó a Francisco de la misma manera  que Francisco imitó a Cristo”. 

Imitemos a Clara, imagen de la Madre de Dios

Numerosos imitadores tuvo, y continuará teniendo, ese perfecto imitador de Cristo.

Entre ellos refulge de modo particular Clara de Asís, la santa fundadora de la rama femenina de los franciscanos. A ejemplo de su padre espiritual, también dejó un testamento delineando las sendas a ser recorridas por las seguidoras del Poverello:

“El Hijo de Dios se ha hecho para nosotras Camino, el cual con la palabra y el ejemplo nos mostró y enseñó nuestro bienaventurado padre Francisco, verdadero amante e imitador suyo”. 

Análogamente, así como San Francisco es alter Christus, Santa Clara, su discípula perfecta, es identificada como altera Maria, entre otras razones, por imitar de modo eminente a su padre espiritual. En este sentido, en el himno Concinat plebs fidelium,
del Papa Alejandro IV (†1261), la más nfamosa hija espiritual del Poverello es llamada “vestigio de la Madre de Cristo” y las hermanas del monasterio de San Damián no dudaron en proclamarla como tal: “imiten las doncellas a Clara, impronta de la Madre de Dios, nueva guía de mujeres”. 

En ese diapasón se encuentra un círculo de imitación de Cristo por inspiración de la Sagrada Escritura, que se vuelve aún más alargado por su transposición en los santos, “piedras vivas” de la Iglesia.

El Poverello le indica a Clara a Cristo como modelo a seguir: “Yo, el pequeñuelo fray Francisco, quiero seguir la vida de pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su Santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, señoras mías, y os doy el consejo de que siempre viváis en esta santísima vida de pobreza”.

La santa, por su parte, les enseña a sus discípulas: nuestro padre espiritual es el camino de santificación. Y las clarisas se animan mutuamente: imitemos a Clara, imagen de la Madre de Dios.

De la cascada de gracias que brota del Hombre Dios, María Santísima, como Medianera, las transmite profusamente a los santos. Éstos las reciben y las difunden como faros a sus seguidores por la imitación de Cristo. E pueblo, por su parte, se inspira en la imitación de esos héroes de la fe. La santidad es radiante y está al alcance de todos a través de tantos ejemplos.

Basta con empezar a imitarlos… 

Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio n°183 p.p 16-1

 

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