Inolvidables tardes con Dña. Lucilia

Publicado el 11/21/2025

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Una lesión física sufrida por el Dr. Plinio, en 1967, dio ocasión a que Dña. Lucilia fuera conocida más de cerca por Mons. João, en una admirable convivencia que perfumó los últimos días de su vida.

Las incontables facetas morales de la madre ideal estaban en Dña. Lucilia al alcance de la observación de todos, invitándolos a formar parte de aquellos «mil hijos» que su corazón rebosante de benevolencia anhelaba.

Quien ha tenido la felicidad de frecuentar su residencia, conviviendo con Dña. Lucilia durante los últimos meses de su existencia terrena, mucho ha podido apreciar el alto grado de consideración, gentileza y estima inherentes a su noble trato, incluso en sus más sencillas expresiones. De índole respetuosa y afectiva, era maestra en el difícil arte de dirigirse a los otros con afable dignidad, de modo que siempre se sintieran a gusto.

Gracias a un muy apreciable don de causerie1, que había heredado y refinado, al cual se añadía un suave savoir-faire2resultaba muy agradable para quienes la escuchaban. No obstante, detrás de estas excelentes cualidades había una virtud más alta: la disposición de oír, con incansable paciencia, todo aquello que los demás le quisiesen exponer, buscando siempre el lado bueno de los hechos narrados y, especialmente, el de sus interlocutores. Es raro encontrar, sobre todo en los días de hoy, a alguien que esté dispuesto a relacionarse de esa manera con sus visitantes.

La felicidad del prójimo era la suya

Por un sobrenatural sentido de compasión, le causaba un profundo sufrimiento ver a alguien entristecido o atribulado, aunque se tratase de un desconocido. Y era admirable el esmero con que enseguida intentaba aplicar el lenitivo de la palabra justa, de la fórmula adecuada, del buen consejo ante una situación difícil, del consuelo para el dolor, de la limosna para la necesidad. Para Dña. Lucilia, la felicidad del prójimo era la suya…

Su alma se movía por el deseo de contentar a cada uno, y de ahí su gran pesar cuando no podía hacerlo. Era el afecto de un corazón total y esencialmente católico. La alegría de su alma consistía en querer bien a los otros por amor a Dios y ser querida por ellos. Sin embargo, cuando su bienquerencia no era correspondida, jamás cedía al menor sentimiento de rencor, pues no pretendía ningún beneficio personal o ventaja propia en esas relaciones.

De estas bellas características de trato, dan testimonio varias personas que estuvieron con Dña. Lucilia aquellas tardes de sus últimos cinco meses de vida. Fueron objeto de una afabilidad que iba invariablemente acompañada de una simpatía benévola y obsequiosa.

Nuevos hábitos cambian la rutina de la casa

Acostumbrada desde hacía mucho tiempo a un aislamiento diario y prolongado, en que nada rompía su rutina, Dña. Lucilia comenzó, de repente, a oír en su casa ruidos, voces, pasos que no le eran familiares. Su teléfono, antes más bien silencioso, empezó a sonar repetidas veces a lo largo del día. Igualmente, el timbre de la puerta de entrada de ahí en adelante se hizo oír con mayor frecuencia…

Las circunstancias de la larga convalecencia del Dr. Plinio hicieron indispensable establecer un turno de guardia, con alguien de cierta diplomacia, que se ocupase de los eventuales problemas que pudieran surgir. Era un verdadero sistema de relaciones públicas, algo que Dña. Lucilia, a su avanzada edad, jamás podría haber imaginado. Por eso, se sintió en la obligación de interesarse directamente por lo que pasaba.

Una inolvidable invitación, a la que siguieron otras

Nada más comenzó la convalecencia del Dr. Plinio, el autor de estas líneas, entonces joven, tuvo la dicha de ser elegido para ocuparse del servicio de guardia establecido en su residencia. Un día, acababa de atender una llamada telefónica cuando oyó el sonido de una campanita procedente del comedor. Poco después le llegaban los ecos de un breve diálogo entre Dña. Lucilia y su empleada:

—Sí, señora, ¿me ha llamado?

—¿Quién ha telefoneado?

—No lo sé, Dña. Lucilia. Ha sido un señor el que ha contestado.

—¿Quién es ese señor?

—No lo sé. Por lo visto, ha venido a visitar al Dr. Plinio.

—Prepara un té para ese señor y para mí, pues voy a invitarlo a que me acompañe hasta que el Dr. Plinio se despierte.

Una vez que la criada se retiró, Dña. Lucilia continuó sus oraciones. Era comprensible que, como dueña de la casa y dotada de un profundo sentido de la responsabilidad, se sintiese en la obligación de atender a quienes visitaban a su hijo.

Poco después volvió a sonar la campanita y la empleada, al asomarse a la puerta, oyó de Dña. Lucilia:

—¿Quieres decirle a ese señor que haga el favor de entrar?

Tan pronto como entró, Dña. Lucilia lo saludó de manera acogedora, y así introdujo la conversación:

—Seguramente usted está esperando a Plinio, ¿no? Quería decirle lo siguiente: él tiene unos amigos que lo aprecian mucho y a veces lo invitan a pasar unos días juntos en una finca, cerca de Amparo. ¿Y sabe qué? Estando allí, Plinio caminaba por un terreno irregular y muy pedregoso, cuando se torció el pie. Sus amigos lo socorrieron enseguida, pero los médicos que lo examinaron después le recomendaron mucho reposo…3

Tras esta explicación, Dña. Lucilia, con su arte de dejar al visitante enteramente a gusto, prosiguió:

—Por ese motivo, Plinio todavía va a tardar un poco en atenderle, de manera que va a tener que esperar más de lo que imaginaba… Pero mientras tanto, me dará el placer de su compañía. ¿Le apetecería tomar un té?

—Por favor, no se preocupe.

—Tal vez no le guste el té y prefiera café con leche, o cualquier otra cosa…

Al joven le fue imposible negarse. Doña Lucilia tocó entonces la campanita y le pidió a la criada que trajese té y galletas.

Esta escena —evocativa de la antigua douceur de vivre4— en adelante se repetirá todos los días. Doña Lucilia empleará, cada vez, aquel invariable y delicado modo de acoger.

No hablaba de sí misma o de sus dificultades; estaba siempre dispuesta a conversar sobre lo que el otro quisiese
La mesa preparada para el té en el comedor de su piso

Añorados meses

Llevaba la conversación con sencilla y encantadora gentileza. Desde la cima de sus 91 años, no pretendía hablar de sí misma, de sus dificultades pasadas o presentes. Había un determinado momento en el que hacía una sugestiva pausa, muy noble, muy distinguida, dándole la oportunidad a la persona que se encontraba delante de ella de iniciar algún tema, pues estaba siempre dispuesta a conversar sobre lo que el otro quisiese. Era una excelente ocasión para apreciar el modo armonioso con el que abordaba los asuntos. Lo hacía de manera que atendía, sobre todo, los legítimos deseos del visitante.

En aquellas dichosas e inolvidables conversaciones con Dña. Lucilia era frecuente que el visitante le preguntase algo respecto a sus hijos, por el extremo gusto de oírla hablar acerca de episodios de la vida familiar. Un tema que, por cierto, si no le fuese propuesto, jamás tomaría la iniciativa de ni siquiera insinuar.

Añorados meses aquellos, durante los cuales fue posible conocer un buen número de hechos de la larga existencia de Dña. Lucilia, narrados directamente por ella. 

Extraído, con pequeñas adaptaciones, de:
Doña Lucilia. Città del Vaticano-Lima: LEV;
Heraldos del Evangelio, 2013, pp. 623-632.

Notas


1 Del francés: conversación amena.

2 Del francés, literalmente: saber hacer. Expresión con que el espíritu francés designa la habilidad para obtener buenos resultados en lo que se hace.

3 Debido a su avanzada edad, a Dña. Lucilia se le ocultó el verdadero estado del Dr. Plinio, acometido por una grave crisis de diabetes.

4 Del francés: dulzura de vivir.

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