
Más de doscientas mil personas participaron de una solemnísima procesión en honor al Santísimo Sacramento en Viena, dos años antes de la eclosión de la I Guerra Mundial. La jerarquía, el esplendor, la nobleza, la sacralidad que se manifestaron allí hacen bien al alma debido a la gracia divina. Esta proporciona la mejor forma de felicidad que existe en la Tierra: la tranquilidad sobrenatural.
Plinio Corrêa de Oliveira
Pretendo comentar una materia publicada el 3 de octubre de 1912, en la revista semanal para la infancia y adolescencia Le Noël, de París. El artículo trata al respecto del Congreso Eucarístico de Viena y de la procesión realizada el domingo 15 de septiembre de 1912, por tanto, dos años antes de la Primera Guerra Mundial, en plena Belle Époque1.
Ochenta mil hombres, teniendo al frente a los portaestandartes y a los músicos.

Emperador Francisco José
Se había definido que, en caso de intemperie, la gran procesión del domingo no sería realizada, y que tan solamente una Misa sería celebrada por el Legado Papal en la Catedral de San Esteban, ante el Emperador y toda la corte.
A pesar de todo, el domingo de mañana, sin preocuparse por la lluvia que no cesaba de caer, ochenta mil hombres que debían tomar parte en la procesión estaban fielmente en sus puestos, con estandartes, banderas y música al frente.
Por otro lado, nos enteramos que el Emperador había declarado que era necesario que la procesión fuese hecha costase lo que costase.
“Los ciudadanos –dijo él– tienen paraguas; los campesinos no temen la lluvia, y el Santísimo Sacramento irá en auto.”
A pesar de su edad avanzada (84 años), pretendía él mismo participar de la procesión.
A las ocho horas la tropa ya había tomado posición. El cortejo, compuesto exclusivamente de hombres, salía del atrio de la Catedral de San Esteban, mientras ciento cincuenta mil mujeres y muchachas se extendían por dos alas desde la catedral hasta la puerta monumental que daba acceso al palacio imperial.
Primeramente, avanzan las parroquias de Viena, enseguida los magnates húngaros, los tiroleses en número de ocho mil, los bosnios, los checos, los moravios, los rutenos y los rumanos.
Familias de pueblos reunidas por una unión con la familia imperial
Todos o casi todos eran pueblos que habían venido a parar bajo la corona del Imperio de Austria-Hungría, no por conquista militar, sino por matrimonios. Era hábito de la familia imperial hacer un verdadero juego de ajedrez para ampliar, por vía hereditaria y dinástica, el territorio del Imperio.
De esta forma, por ejemplo, aunque Brasil fuera todavía una colonia portuguesa, el matrimonio del Emperador D. Pedro I con la Emperatriz Doña Leopoldina se hizo precisamente con la intención de lanzar un hilo de simpatía y de relaciones de altísimo nivel: era la hija del Emperador de Austria que se casaba con el primogénito del Rey de Portugal, Algarves y Brasil. Este matrimonio se daba a causa de la ventaja de que algún día la corona del Brasil, por sucesión hereditaria, acabara en manos de un príncipe de la Casa de Austria. La preocupación era continuamente esa.
Pero estos pueblos así incorporados no se sentían víctimas de conquistas, en que el pie del conquistador está encima aplastando al que se encuentra debajo; ellos se sentían introducidos en la familia de pueblos, por haber habido un matrimonio en la dinastía que gobernaba este pueblo con la austro-húngara. Formaban familias de pueblos reunidas por una unión con la archifamilia, que era entonces la familia imperial.
De un modo general, estos pueblos poseían trajes regionales tradicionales y desfilaban con ellos, lo que daría ciertamente una belleza deslumbrante a esta procesión.
Ochenta mil hombres para una población de antes de la Primera Guerra Mundial es mucha gente, sobre todo tomando en consideración el hecho de que llovía a cántaros, y la gente probablemente tocaba música a todo vapor, debajo de la lluvia.
El ostensorio en un carruaje conducido por ocho caballos
A continuación, las delegaciones extranjeras: los franceses, distinguidos por las banderas tricolores, que tres de nuestros compatriotas empuñaban alto y firmemente debajo de un verdadero diluvio; los españoles, los italianos, los ingleses, los alemanes, etc.
Son las once horas. El clero va a entrar en escena. Se compone de cinco mil sacerdotes y religiosos ordenados jerárquicamente: simples sacerdotes, curas de parroquias, monjes de todas las Órdenes, canónigos y, cerrando el bloque, doscientos obispos con capas, mitras y báculos.
Fanfarrias de trompetas anuncian el tercer cortejo –del Santísimo Sacramento–, al que seguirá el del Emperador-rey.
En la primera línea están escuderos vestidos de rojo escarlata; en seguida, militares de la corte, con panache blanco, montados en caballos cenizas de total belleza; los dragones y los húsares.
Había aún un escuadrón de caballería y he aquí que llegan los cardenales. Cada uno posee un carruaje particular…
¡Vean qué cosa bonita! No va una especie de autobús de cardenales. Cada cardenal tiene su carruaje. Entonces aquellas filas de cardenales con bonitos carruajes y el purpurado allí con su corte. ¡Es bellísimo!
… y viene acompañado a pie por el encargado de su capilla, llevando su crucifijo, su báculo, la antorcha ritual y su libro de oraciones. Su Eminencia el Cardenal Amette viene sentado en un admirable carruaje con relieves negro y oro, remolcado por cuatro caballos. Él no había sufrido con la lluvia, pero se manifiesta preocupado por los otros, y admira esta multitud que se apresura, desde la aurora, a honrar al Santísimo Sacramento.
Las fanfarrias resuenan, las campanas tocan por todas partes y, precedida por oficiales, camareros y del gran mariscal de la corte, el carruaje de la coronación de María Teresa, pintado por Rubens, penetra en la Helden Platz, remolcada por ocho caballos negros. La parte alta es casi toda de vidrio y se puede ver cómodamente al legado papal, arrodillado ante el altar en el cual está el ostensorio.
Rubens era uno de esos pintores internacionales de fama indeleble, sus obras son preciosidades. Ese carruaje azotado por la lluvia fue pintado por él. Pues bien, él sale en honor al Santísimo Sacramento, transformado en una capilla ambulante dentro del cual está montado un altar con el Santísimo Sacramento, y, arrodillado delante del ostensorio, el legado papal.
Todos están felices por haber honrado la Sagrada Eucaristía, a pesar de la lluvia
La lluvia cesa por un momento y el Sol deja entrever algunos pálidos rayos. Todos se quitan los sombreros. Muchos caen de rodillas, sin preocuparse por el barro. Allí entonces, en un silencio de los más conmovedores, pasa el Dios de la Eucaristía.
¡Cómo Nuestro Señor debe haber bendecido a estos humildes que se inclinan ante su paso, y oído los ecos de su conmovida piedad!
Después del carruaje de Nuestro Señor, he aquí ahora el del Emperador.
En un carruaje remolcado por ocho caballos blancos, y vestido con un uniforme azul, Francisco José mira fijamente al Santísimo Sacramento, que él acompaña. A su lado está el archiduque heredero.
Una formidable y unísona ovación es proclamada por esta inmensa multitud, para acoger al Emperador que llegaba a la Helden Platz.
Sentíase que los cien mil católicos presentes querían no solamente honrar al soberano, sino sobre todo agradecerle por el ejemplo de fe que él daba, y mostrar que todos los corazones vibraban en este instante supremo.
El cortejo termina por una soberbia cabalgata de la guardia montada austríaca, de la guardia montada húngara y por los carruajes de los archiduques. Desenvuélvese conforme al itinerario prescrito, pero es imposible celebrar la Misa donde está montado el altar ni tampoco ser dada la bendición.
Una feliz idea es enunciada por el legado papal: él se da vuelta en dirección a la multitud perfilada y su carruaje recorre de nuevo la inmensa plaza. Por medio de los vidrios del carruaje aparece nítidamente el prelado llevando el ostensorio y bendiciendo a la multitud. Todos quedan consolados por esta bendición suprema.

Cardenal Leon-Adolphe Amette, Arzobispo de París, en 1912
Precediendo o siguiendo al Santísimo Sacramento, los obispos, los cardenales y el Emperador entran entonces. En la capilla de palacio imperial, el Cardenal legado celebra la Santa Misa, a la cual asisten piadosamente el soberano y toda su corte.
Es la una de la tarde: la inmensa multitud se dispersa. Están felices por haber honrado la Sagrada Eucaristía, a pesar de la hostilidad de los elementos de la naturaleza. Una dama austríaca decía: “Nuestro Señor quiere mostrarnos que es preciso hacer frente a las dificultades para seguirlo.” Es un pensamiento de los mejores. El Dios de la eucaristía quiso permanecer el Dios escondido, pero sin duda quiso recibir esos homenajes de los grandes y de los humildes.
El mejor reposo del alma es admirar

Dr. Plinio en 1994
Hago un comentario colateral más que me parece muy oportuno. ¿No es verdad que al oír esta narración nos sentimos un poco más descansados, distendidos?
Vemos así el absurdo de la civilización o de aquello que se podría llamar cultura moderna que, so pretexto de promover la igualdad y tornar los caminos despejados para todo el mundo, haciendo las cosas de prisa, crea una existencia ultra tensa que es vivida por hombres en cuyo espíritu la admiración no tiene lugar, por vivir en un ambiente, en una cultura que no procura llevar a las personas a la admiración.
Resultado: no teniendo qué admirar, la persona no tiene cómo descansar. El mejor reposo del alma es admirar. Además, en la perpetua fealdad, en el perpetuo tedio, en la monotonía inexorable de ciertos ambientes contemporáneos, encontramos la acción del demonio, pues el lugar lleno de polvo, feo, ordinario es propicio para que el demonio entre y presente sus tentaciones.
Se sabe que la tendencia hoy de los psiquiatras y especialistas en disturbios nerviosos es de no mandar a los manicomios sino los casos de personas que se vuelven físicamente agresivas, porque los manicomios están tan llenos que no hay más lugar en donde poner a los locos. A veces nos preguntamos quién no tendrá alguna cosa de locura hoy en día. ¿Pero por qué? Entre otras razones, porque nunca aparecen escenas como estas. Las personas no admiran más.
La jerarquía, el esplendor, la nobleza, la sacralidad hacen bien al alma debido a una razón sobrenatural. Son ocasiones de gracias. Vimos, por la lectura, que el Santísimo Sacramento se difundió allí en cantidad para atraer aquella multitud, que no iría si no fuesen las gracias. Con la gracia viene la mejor forma de felicidad que existe en la Tierra, y la mejor cura para los nerviosos: la tranquilidad sobrenatural.
Y mientras no haya esto, no sirve venir con el cuento de querer hacer una cura psiquiátrica a una zona de un país donde hay muchos locos. Ponga al Santísimo, a Nuestra Señora, lo sobrenatural, y los caminos se abren para las soluciones.
Notas
1Del francés: Bella Época. Período entre 1871 y 1914, durante el cual Europa experimentó profundas transformaciones culturales, dentro de un clima de alegría y brillo social
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