Jesucristo y la aflicción: de esta unión nació la Iglesia

Publicado el 07/07/2020

¿Qué papel cumple el dolor en la vida humana? ¿Ha de ser querido o repudiado? ¿Es inevitable? Asuntos como éstos poblaban la mente del célebre escritor católico Joris Karl Huysmans (1848 -1907) cuando escribía una de sus grandes obras, “L’Oblat”, de la que transcribimos el siguiente fragmento.

Para intentar comprender la razón de ser de esta terrible benefactora, sería preciso remontarse hasta la primera edad del mundo, entrar a ese Edén donde, nada más Adán conoció el pecado, surgió la aflicción, el dolor. Fue la obra primogénita del hombre, que desde entonces lo persigue en la tierra e incluso más allá de la tumba, hasta el umbral del Paraíso.

Fue la hija expiatoria de la desobediencia, a la que el bautismo, que borra el pecado original, no extinguió. Al agua del sacramento ella añadió el agua de las lágrimas, y limpió las almas tanto como pudo con las dos sustancias tomadas del cuerpo del hombre: el agua y la sangre.

Odiosa para todos y detestada, la aflicción martirizó a las siguientes generaciones. La Antigüedad transmitió de padre a hijo el odio y el miedo a esa comisaria de las obras divinas, a esa torturadora incomprensible para el paganismo, que la consideró una divinidad malévola a quien ni oraciones ni ofrendas podían aplacar.

Caminó durante siglos con el peso de la maldición de la humanidad. Cansada de inspirar sólo iras y abucheos en su tarea reparadora, esperó con impaciencia –sí, también ella– la venida del Mesías, que la redimiría de su abominable fama y destruiría el execrable estigma que llevaba consigo.

Ella lo esperaba como Redentor, pero también como al Novio destinado desde la caída. Reservaba para él sus violencias amorosas hasta entonces reprimidas, porque en el cumplimiento de su triste y santa misión, sólo podía distribuir tormentos casi intolerables; reducía sus desoladoras caricias a la medida de las personas; no se entregaba por entero a los desesperados que la rechazaban y la injuriaban incluso cuando presentían que solamente los acechaba, sin acercarse demasiado.

Fue de hecho una amante magnífica sólo con el Hombre-Dios, cuya capacidad de sufrimiento rebasó cuanto había conocido. Se arrastró hacia él en esa noche espantosa, cuando a solas y abandonado en una gruta asumía los pecados del mundo; y apenas lo abrazó, ella misma se encumbró y se hizo grandiosa.

La aflicción era tan terrible, que Cristo desfalleció a su contacto. Para ella, la Agonía fue su noviazgo. Su signo de alianza, como el de cualquier novia, fue un anillo; pero un anillo enorme que sólo mantenía la forma del anillo pues, además de ser un símbolo nupcial, era un emblema de realeza, una corona. Con esta diadema ciñó la cabeza de su Esposo, antes aun que los judíos hubieran trenzando la corona de espinas que ella encomendara, y la frente divina quedó rodeada por un sudor de rubíes y se adornó con una joya de perlas de sangre.

 

Ella lo sació con las únicas caricias de que era capaz, es decir, con tormentos atroces y sobrehumanos. Y como esposa fiel, se aferró a él y no lo abandonó más. María Santísima, Magdalena y las santas mujeres no habían podido seguirlo a todas partes. La aflicción del dolor, sin embargo, lo acompañó al pretorio, con Herodes, con Pilatos. Examinó las correas de cuero de los azotes, corrigió el trenzado de las espinas, afiló el hierro de la lanza, aguzó celosamente la punta de los clavos.

Y cuando llegó el momento supremo de las bodas –mientras María, Magdalena y Juan permanecían en llanto al pie de la cruz– ella, como la pobreza que menciona san Francisco de Asís, subió deliberadamente al lecho del patíbulo, y de la unión de estos dos despreciados de la tierra nació la Iglesia. Salió entre borbotones de sangre y agua del corazón herido. Y fue el final. Cristo, habiéndose vuelto impasible, escapaba para siempre de sus abrazos. La aflicción enviudó justo en el momento en que había sido finalmente amada, pero bajaba del Calvario rehabilitada por ese amor, rescatada por esa muerte.

Vilipendiada tanto como el Mesías, se había elevado con él y había dominado también al mundo desde lo alto de la Cruz. Su misión quedaba confirmada y ennoblecida. En adelante sería comprensible para los cristianos, sería amada hasta el fin de los tiempos por almas que la llamarían a apresurar la expiación de los pecados propios y ajenos, para amarla en memoria y a imitación de la Pasión de Cristo, nuestro Señor.

 

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