
Nuevos sufrimientos asolan a la Esposa de Cristo. El mundo yace en las tinieblas y el horror del pecado. El mal impera por doquier. Todo parece indicar que no hay motivos para alegrarnos, muy al contrario… La Iglesia está crucificada, el bien es perseguido y la verdad se confunde con la mentira. Es precisamente el momento en que se hace más real la realidad espiritual que la liturgia de hoy nos recuerda.
Hno. Andrés Franco Lozano, EP
“Lætáre, Ierusalem, et convéntum fácite, omnes qui dilígitis eam”. “Alégrate, Jerusalén, y reuníos todos los que la amáis”. Son estas palabras del libro de Isaías (66, 10) la antífona de entrada de la celebración eucarística de este IV domingo de Cuaresma, que recibe su nombre –Lætáre- de la primera palabra de dicha antífona.
Ornamentos de un bello e inusual color rosado, instrumentos musicales, cantos triunfales, flores en el altar… Todo parecería indicar que las penitencias cuaresmales han terminado y celebramos ya los triunfos de la resurrección del Señor…
La Santa Iglesia, sabia y maternalmente, nos proporciona un paréntesis en el camino penitencial del tiempo cuaresmal, estableciendo un saludable equilibrio entre la mortificación como preparación a los misterios de la Pasión del Señor y el regocijo que nos trae la Redención operada en la Cruz. Equilibrio necesario, pues, por la fragilidad de nuestra condición humana somos tendientes a fácilmente desviarnos a extremos desproporcionados e inadecuados, sobre todo en lo referente a la vida espiritual. La oración colecta del día de hoy nos muestra que el motivo de la alegría que sugiere todo el ambiente litúrgico es la Pascua que se acerca1. Benedicto XVI afirma “Hoy la liturgia nos invita a alegrarnos porque se acerca la Pascua, el día de la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte”2. Pero además de este significado, la Liturgia nos invita a meditar y profundizar en un sentido muy bello la proximidad de la Semana Santa: la alegría de ser redimidos por el supremo Sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo en el Calvario. Alegría que nace de la gracia. El fruto del pecado es la tristeza, y la alegría, por el contrario, es fruto del Espíritu Santo. Una alegría sobrenatural, que llena el alma y que transborda a las manifestaciones exteriores, que pasa incluso por encima del rigor del tiempo penitencial.
El color rosado usado en los ornamentos del sacerdote, mezcla del rojo y el blanco, ya nos da una idea de esto. El rojo, en la liturgia, es usado para representar la sangre, es decir, el sufrimiento que caracteriza lo que se vivencia en ella, como por ejemplo en las celebraciones de los santos mártires, el domingo de Ramos y el Viernes Santo. El color blanco es destinado a las festividades litúrgicas en general (memorias de santos, fiestas y solemnidades, con algunas excepciones) y a los tiempos de Pascua y de Navidad, mostrando la alegría que reviste dichas celebraciones. Alegría y sufrimiento, dos términos aparentemente antagónicos, que se reúnen en la liturgia de hoy de forma armónica y complementaria.
Nuevos sufrimientos asolan a la Esposa de Cristo. El mundo yace en las tinieblas y el horror del pecado. El mal impera por doquier. Todo parece indicar que no hay motivos para alegrarnos, muy al contrario… La Iglesia está crucificada, el bien es perseguido y la verdad se confunde con la mentira. Es precisamente el momento en que se hace más real la realidad espiritual que la liturgia de hoy nos recuerda. Cuando Nuestro Señor Jesucristo murió en la Cruz, el mundo estaba en una situación muy similar. La Redención se operó en el momento justo cuando el mal imperaba en la faz de la tierra y la victoria del demonio parecía irremediable. Es inevitable preguntarse si no estaremos cerca de una nueva “redención”, una restauración del mundo, una intervención divina en la historia. La respuesta nos la da la liturgia de este domingo: “Lætáre, ¡alegraos! Alégrense, porque pronto las esperanzas que están en el fondo de sus corazones se cumplirán, la verdad triunfará sobre la mentira, la belleza sobre la fealdad, el bien sobre el mal”. ¿Cuándo será esto? No lo sabemos, pero sabemos que está cerca, y nuestra alma debe elevarse al Cielo implorando para que este tiempo se abrevie, igual que hizo la Santísima Virgen, que con su anhelo ardiente y su corazón purísimo “aceleró los plazos” de Dios, haciendo que la Encarnación del Verbo se apresurara aún más.
El violáceo tiempo cuaresmal continúa después de este rosáceo y luminoso paréntesis, y la austeridad penitencial de estos días continúa preparándonos para las celebraciones de la Semana Santa. Asimismo, la Iglesia continúa expectante, “suspirando” por su liberación, y la Historia por su renovación. ¿Cuántos domingos lætáre más celebraremos, antes que esto se dé? Todo indica que no serán muchos, aunque los plazos solo Dios los conoce. Qui vivrà, verra3!
Pidamos a Nuestra Señora, Reina de la Esperanza, que, mientras esperamos ese glorioso tiempo de la Redención operada en su integridad, la alegría de vernos redimidos una vez más no disminuya, y que nos ayude a perseverar con perfecta fidelidad hasta poder contemplar con nuestros propios ojos el triunfo de su Corazón Inmaculado, el Reino de María, época gloriosa en que la plenitud de los efectos de la Sangre Redentora de Cristo se hará sentir en la humanidad4.
Notas
1 Las palabras de la oración colecta son estas: “Oh Dios, que, por tu Verbo, realizas de modo admirable la reconciliación del género humano, haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe gozosa y entrega diligente, a celebrar las próximas fiestas pascuales” (Misal Romano, 3a edición, 2016).
2 Ángelus, 27 de marzo de 2007.
3 Del francés: “Quien viva, lo verá”.
4 “Podemos considerar el Reino de María como el ápice de la Historia, cuando la preciosísima Sangre de Cristo, derramada por nuestra redención, producirá sus mejores frutos” (Mons. João Clá, “Por fin mi Inmaculado Corazón triunfará”, Bogotá, Julio de 2017. Pág. 115).