La belleza de la grandeza

Publicado el 12/29/2020

Plinio Corrêa de Oliveira.

La Providencia quiso – y aquí está el encanto de la Navidad – hacernos ver hasta qué punto ese Hombre-Dios contenía todas las bellezas posibles del hombre, pero que toda meditación sobre la Santa Navidad comenzase por contemplar a ese Hombre divinamente grande como pequeño.

Aquel del cual nosotros cantamos la grandeza diciendo que el firmamento es pequeño para contenerlo, comenzamos por analizarlo en un pesebre; frágil, entregado al cuidado de María y José, objeto de la adoración de los pastores y de los magos, bajo el aliento de los animales que lo fueron a calentar en la noche fría de aquel invierno. Dios quiso que Aquél que creó el sol fuese abrigado por el aliento de los animales. Nos dio con eso una lección de la dignidad de la vida: un buey vale más que el sol, porque es un ser vivo. Y, al mismo tiempo, hay una humildad enorme en el hecho de Dios Nuestro Señor permitir que el aliento de ese animal, de esta tierra de exilio, acaricie a quien creó al Astro-Rey. Hay, entre tanto, una glorificación de lo que es vivo en esa honra primera: mientras el sol “dormía”, el buey estaba despierto y los Ángeles llamaban a los pastores. Se comprende fácilmente los magníficos contrastes que contiene.

Dios hace entender que el menor de los hombres, el más estropeado, el más burro, el más defectuoso, el más enfermo, sea lo que sea, comparado con el sol es mucho más, desde que no sea pecador, sino fiel a la gracia de Dios. Pues, si el menor de los hombres dista más del buey que éste del sol, ¡cuanto más, el menor de los hombres vale más que el Astro-Rey!

Entonces, Nuestro Señor Jesucristo entra en la tierra dándonos esta magnífica e incomparable lección: tan pequeño para mostrar la grandeza de todo cuanto es pequeño, de todo cuanto nace y se desenvuelve a partir de un determinado punto, la grandeza de las eras históricas en el momento en que nacen de la lucha, de las cóleras sagradas, de las oposiciones irreductibles de un pequeño grupo de perseguidos.

Ahí está la belleza y la grandeza de todo cuanto germina.

Ternura y compasión en el cántico natalino por excelencia

Vemos, por lo tanto, cuanta meditación filosófica cabe dentro de la consideración de Niño en el pesebre. Eso está bien expresado en los acentos del Noche de Paz. El alma de un pequeño profesor de Baviera, en el siglo XIX, cantó; hubo un compositor y un poeta que, para sacar a un párroco de un apuro en una noche de Navidad, exhalaran una canción que se podría decir que la humanidad tenía prisa en cantar.

Transcurrieron mil ochocientos años de la era cristiana y el cántico de Navidad popular y perfecto aún no había aparecido, pero se diría que en las sombras todos lo tatareaban. 

Escuchemos los acentos de esa música. Está el Niño Jesús, tan grande y pequeño, en el pesebre. Él podría ser tan terrible si nos manifestase su fuerza. Pero está tan desarmado, y quiso de tal manera colocarse a nuestro alcance que para convencernos bien de que Él quiere tener esa familiaridad, ese contacto absolutamente desembarazado con nosotros, se hizo menor que nosotros a pesar de que sea infinitamente mayor.

Ojiva de incomparable esplendor

Las palabras hablan de la noche silenciosa, santa; mientras todo duerme, vela aislado el respetabilísimo y altamente santo matrimonio. Pero en cuanto esas lindas palabras son proferidas, la melodía habla más que los vocablos. La música expresa no tanto lo que se siente respecto de la noche silenciosa durante la cual todos los hijos de las tinieblas duermen y solo el matrimonio justo por excelencia está despierto, sino también el sentimiento de ese matrimonio viendo al Niño Jesús.

Cuando escuchamos cantar el Noche de Paz tenemos la impresión de entrar en el Sapiencial e Inmaculado Corazón de María y de oír allí su propia canción, diciendo: “¡Hijo Mío ¡Mi Dios y tan niño, tan pequeño, tan grande y adorable! ¡Cómo te adoro! ¡Cómo tengo pena de Ti! ¡Cómo te respeto! ¡Protégeme! ¡Cómo te amo! ¡Yo te protegeré!”

En esa música está la ojiva incomparable que para mí es el símbolo perfecto del sentimiento que la noche de Navidad debe despertar. ¡Hay una cosa cualquiera muy alta! ¡Él está allí!

¡Cerca de Él está Ella, y cerca de Ella está San José! ¡Pero, sobre todo, está Él, tan infinito y pequeño! ¡Y al mismo tiempo tan adorable! De comienzo a fin, en el Noche de Paz, el sentimiento que se desenvuelve es ese.

Si entonamos este cántico bajo esa interpretación, notaremos ora lo grave del pensamiento adulto, ora una cosa cualquiera que habla del sentimiento del niño; y es casi un diálogo entre el adulto y el niño. Por otro lado, hay momentos en los que se tiene la impresión de oír al Niño llorar, y otros en los cuales Él sonríe.

Dolor en el fondo del cual habita la alegría inefable

Cuando una persona separa la alegría del dolor, solamente concibe dolores sin alegrías y alegrías sin dolores, y se raja por la mitad. La Revolución, por no considerar y no ser de ese modo, es maldita, porque rajó, liquidó, y sacó de las almas la paz del ¡Noche de paz, Noche de amor!, la paz de la Navidad y al mismo tiempo del Viernes Santo.

Hoy en día, todos huyen del dolor, Hay predicadores que quieren convencer a los hombres a resignarse con el dolor. Tienen razón, pero cuan raros son… Otrora fueron más numerosos.

¿Será que ellos sabían pintar a los ojos de los hombres ese verdadero dolor, en el fondo del cual habita la inefable alegría de Nuestro Señor y de Nuestra Señora, Él crucificado y Ella a los pies de la Cruz?

Uno de mis primeros encantos con la Iglesia Católica fue cuando era niño, tan pequeño que no sabía bien lo que era ni alegría ni dolor, pero sentía esa penumbra en la iglesia y oía el órgano, el cual siempre tiene algo de Semana Santa y de Navidad en todo cuanto toca, y me decía a mí mismo: “¡Hay aquí un equilibrio al cual doy el nombre de santidad!

Este es el estado temperamental, la fisonomía moral de los Santos. Encuentro eso en el interior de tantas iglesias, reflejado en tantas imágenes…” ¿De dónde viene el equilibrio? De esa junción de la cual el Noche de Paz nos da un ejemplo, pero del cual la Iglesia Católica nos da mil otros ejemplos.

Pidamos a la Madre de Dios, presente a los pies del Niño Jesús, y cuyo Sapiencial e Inmaculado Corazón es el reflejo indeciblemente perfecto de todo cuanto hay en Él, que
nos de muchas gracias a la manera de sonrisas acumulativas de alegría y de dolor; y que nos conceda ese especial equilibrio de alma, el cual hará de nosotros los héroes que queremos ser, o sea, santos, pues sólo ellos son los verdaderos héroes.

Es en esa perspectiva que, delante del Pesebre que comienza a engalanarse, doblo las rodillas y pido el auxilio de Nuestra Señora. 

Extraído de conferencia de 23/12/197 

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