
San Francisco de Sales pasó por una dura prueba, un martirio interior. Hasta que una oración heroica hecha con confianza a la Virgen Santísima lo liberó.
Padre Thomas de Saint Laurent
Dios nos concede todos los socorros necesarios para la santificación y la salvación de nuestra alma.
Ciertas almas angustiadas dudan de su propia salvación. Se acuerdan demasiado de las faltas pasadas; piensan en las tentaciones tan violentas que, a veces, nos asaltan a todos; olvidan la bondad misericordiosa de Dios.
Esa angustia se puede convertir en una verdadera tentación de desesperación.
De joven, San Francisco de Sales conoció una prueba de esas: temblaba de no ser un predestinado al Cielo. Pasó varios meses en ese martirio interior.
Una oración heroica le libertó: el santo se postró delante de un altar de María; suplicó a la Virgen que le enseñase a amar a su Hijo con una caridad tanto más ardiente sobre la tierra, cuanto él temía no poder amarle en la eternidad.
En esa clase de sufrimientos, hay una verdad de fe que nos debe consolar inmensamente. Sólo nos perdemos por el pecado mortal.
Ahora bien, siempre podemos evitarlo, y, cuando tuviéramos la desgracia de cometerlo, siempre nos podremos reconciliar con Dios. Un acto de contrición sincera, hecho prontamente, sin demora, nos purificará, mientras esperamos la confesión obligatoria, que conviene se haga sin tardanza.
Ciertamente, la pobre voluntad humana debe desconfiar de su debilidad. Pero el Salvador nunca nos rehúsa las gracias de que carecemos. Además, Él hará todo lo posible para ayudamos en la empresa, soberanamente importante, de nuestra salvación.
Es la gran verdad que Jesús escribió con su sangre y que vamos ahora a releer juntos en la historia de su Pasión.

Jesús discutiendo con los fariseos
¿Habéis reflexionado ya algún día cómo pudieron los judíos apoderarse de Nuestro Señor? ¿Creeréis, por casualidad, que lo consiguieron por la astucia o por la fuerza? ¿Podéis imaginar que, en la gran tormenta, Jesús fue vencido, porque era el más débil?
Seguramente no. Los enemigos nada podían contra El. Más de una vez, en los tres años de sus predicaciones, habían intentado matarlo. En Nazaret querían echarlo a un precipicio; otras veces prepararon piedras para lapidario.
Siempre, sin embargo, la sabiduría divina deshizo los planes de esa impía cólera; la fuerza soberana de Dios les retuvo el brazo; y Jesús se alejó siempre tranquilamente, sin que nadie hubiese conseguido hacerle el menor mal.
En Getsemaní, al Jesús decir simplemente su nombre a los soldados del Templo, venidos para apoderarse de su sagrada Persona, todos caen por tierra, llevados por un extraño pavor. Los soldados sólo se pudieron levantarcon el permiso que Él les dio.
Si fue preso, si fue crucificado, si fue inmolado, es porque así lo quiso, en la plenitud de su libertad y de su amor por nosotros: “Oblatus est quia ipse voluit” (Is. 53, 7).
Si el Maestro derramó, sin dudar, toda la sangre por nosotros, ¿cómo podría rehusamos gracias que nos son absolutamente necesarias y que Él mismo nos las mereció con sus dolores?
Esas gracias, Jesús las ofreció misericordiosamente a las almas más culpables durante la dolorosa Pasión. Dos apóstoles habían cometido un crimen enorme: a ambos ofreció el perdón.

“¿Judas, con un beso entregas al hijo del hombre?”, le dice Jesús en el Huerto de Getsemaní
Judas le traiciona y le da un beso hipócrita. Jesús le habla con tierna dulzura; le llama amigo; procura a fuerza de caridad tocar ese corazón endurecido por la avaricia. “Amigo, ¿a qué has venido?” (Mt. 26, 50). “¡Judas! ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?…” (Lc. 22, 48). Esta es la última gracia del Maestro al ingrato.
Gracia de tal fuerza, que jamás mediremos bien su intensidad. Judas, sin embargo, la rechaza: se pierde, porque formalmente así lo prefiere.
Pedro se creía muy fuerte… Había jurado acompañar al Maestro hasta la muerte, y lo abandona, cuando lo ve en manos de los soldados. Y entonces, tan sólo le sigue de lejos.

La negación de San Pedro delante de los soldados y de la criada del Sumo Sacerdote
Entra temblando en el patio del palacio del Sumo Sacerdote. Por tres veces niega a su Señor, porque teme las burlas de una criada. Canta el gallo… Jesús se vuelve y fija sobre el Apóstol los ojos llenos de misericordia y dulces censuras. Se cruzan las miradas. Era la gracia, una gracia fulminante que esa mirada llevaba a Pedro. El Apóstol no la rechazó: salió inmediatamente y lloró su falta con amargura.
Así, tanto como a Judas y a Pedro, Jesús nos ofrece siempre gracias de arrepentimiento y conversión. Podemos aceptarlas o rechazarlas. ¡Somos libres! A nosotros nos toca decidir entre el bien y el mal, entre el Cielo y el Infierno. La salvación está en nuestras manos.
El Salvador no sólo nos ofrece sus gracias, sino que hace más: intercede por nosotros junto al Padre celestial. Le recuerda los dolores sufridos por nuestra Redención. Toma nuestra defensa ante El; disculpa nuestras faltas: “Padre mío, –exclama en la angustia de la agonía– ¡Padre mío, perdónales porque no saben lo que hacen!” (Lc. 23, 34).
El Maestro, durante la Pasión, tenía tal deseo de salvamos, que no cesaba un instante de pensar en nosotros. En el Calvario dirige su última mirada a los pecadores; pronuncia en favor del buen ladrón una de sus últimas palabras. Extiende largamente los brazos en la Cruz para señalar con qué amor acoge todo arrepentimiento en su Corazón amantísimo.
La vista del Crucifijo debe reanimar nuestra confianza.
Si alguna vez, en las luchas íntimas, sentís flaquear la confianza, meditad los pasajes del Evangelio que os acabo de indicar.
Contemplad esa cruz ignominiosa, sobre la cual expira vuestro Dios. Mirad su pobre cabeza coronada de espinas, que inclina inerte sobre el pecho; considerad los ojos vidriosos, la faz lívida donde se coagula la preciosa sangre. Mirad los pies y las manos traspasados, el cuerpo malherido. Fijaos sobre todo en el Corazón amantísimo que acaba de ser abierto por la lanza del soldado: de él corren unas pocas gotas de agua ensangrentada… ¡Nos dio todo! ¿Cómo será posible desconfiar de ese Salvador?
Así pues, El espera de vosotros retribución de afecto. En nombre de su amor, en nombre de su martirio, en nombre de su muerte, tomad la resolución de evitar de ahora en adelante el pecado mortal.
La debilidad es grande, bien lo sé, pero Él os ayudará. A pesar de toda la buena voluntad, tendréis tal vez caídas y reincidencias en el mal, pero el Señor es misericordioso. Sólo pide que no os dejéis adormecer en el pecado, que luchéis contra los malos hábitos.
Prometedme confesaros pronto y nunca pasar la noche teniendo sobre la conciencia un pecado mortal.
¡Felices vosotros, si mantuviereis valerosamente esa resolución! … Jesús no habrá derramado en vano, por vosotros, su preciosa sangre.
Tranquilizaos en cuanto a vuestras disposiciones íntimas. Tendréis así el derecho de afrontar con serenidad el angustioso problema de la predestinación: llevaréis sobre la frente la señal de los elegidos.
Tomado del Libro de la Confianza, Cap. IV; pp. 46-51