La confianza en Dios y las necesidades materiales

Publicado el 05/04/2022

En medio de las dificultades materiales, aunque sean angustiantes, esperemos de las manos divinas lo que es necesario para el sostenimiento de nuestra vida. Dios provee nuestras necesidades temporales

P. Thomas de Saint-Laurent

La confianza, ya lo dijimos, es una esperanza heroica; no difiere de la esperanza común a todos los fieles sino por su grado de perfección. Ella es pues, ejercida sobre los mismos objetos que aquella virtud, pero mediante actos más intensos y palpitantes.

Como la esperanza ordinaria, la confianza espera del Padre Celestial todos los socorros que son necesarios para vivir santamente aquí en la tierra y merecer la bienaventuranza del Paraíso.

Ella espera, primero, los bienes temporales, en la medida en que estos nos pueden conducir al fin último.

Nada más lógico: no podemos ir a la conquista del Cielo de la misma manera que los espíritus puros; estamos compuestos de cuerpo y de alma. Este cuerpo que el Creador formó con sus manos adorables es el compañero inseparable de nuestra existencia terrenal; y lo será aun de nuestra suerte eterna después de la resurrección general. No podemos prescindir de darle asistencia en la lucha por la conquista de la vida bienaventurada.

Ahora bien, para mantenerse, para realizar cabalmente sus funciones, el cuerpo requiere muchos cuidados. Es necesario que la Providencia vele por esos cuidados; y Ella lo hace magníficamente. Dios se encarga de proveer a nuestras necesidades… y cuida de ellas generosamente. Nos cuida con su mirada vigilante y no nos deja en la indigencia…

En medio de las dificultades materiales, así sean angustiosas, no nos debemos perturbar. Con plena seguridad esperemos de las manos divinas lo que sea necesario para el sustento de nuestras vidas.

Yo os digo, declara el Salvador, no penséis con angustia en cómo encontrar los alimentos para vuestro sustento y las ropas para vuestro vestido.

¿No vale la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?… Ved los pájaros del cielo: no siembran, no cosechan, no almacenan nada en los

graneros; y el Padre Celestial los mantiene… ¿No valéis vosotros más que ellos?… En cuanto al vestido, ¿por qué afligiros?… Ved cómo crecen los lirios del campo: no trabajan ni hilan… Pues Yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Si así viste Dios con tanta magnificencia una pobre planta del campo que hoy florece y mañana será arrojada al fuego, ¿con qué cuidado no os ha Él de abrigar, hombres de poca fe?…”

No os preocupéis. No penséis: ¿qué comeremos?, ¿qué beberemos?, ¿con qué nos vestiremos? No imitéis a los paganos que se afanan por todo eso. Vuestro Padre sabe y conoce vuestras necesidades”.

Procurad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas os serán dadas por añadidura” (Mt. VI, 25 26 y 28 33).

No basta mirar por encima este discurso de Nuestro Señor. Es importante que nos detengamos en él atenta y prolongadamente, para así encontrar su profundo significado y empaparnos bien de su doctrina.

Él lo hace conforme a la situación de cada uno

¿Debemos tomar esas palabras al pie de la letra, y comprenderlas en su significación más restringida?

¿Nos da Dios solamente lo más estricto y necesario: el pedazo de pan seco, el vaso de agua, el retazo de tela que nuestra miseria requiere con apremio

No, el Padre Celestial no trata a sus hijos con avarienta parsimonia. Pensar así sería blasfemar contra la divina Bondad; sería, si así se puede decir, desconocer sus hábitos. En el ejercicio de su providencia como en su obra creadora, Dios usa en efecto de gran prodigalidad.

La imagen con mayor resolución de nuestra galaxia la vía láctea

Cuando puebla de galaxias los espacios, saca de la nada millares de astros.

En la vía láctea, esa inmensa zona de las noches luminosas, ¿cada grano de arena no es un mundo?

Cuando alimenta a los pájaros, los convida a la mesa opulentísima de la naturaleza. Les ofrece el trigo que colma las espigas, los granos de todas las especies que maduran en las plantas, los frutos que el otoño dora en los bosques, las semillas que el labrador deja en los surcos del arado. ¡Qué menú variado hasta el infinito para la alimentación de unos humildes animalitos!…

Flor de Iris, usada desde tiempo inmemorial en la perfumería

Cuando crea los vegetales, ¡con qué gracia adorna sus flores! Talla sus corolas como si fueran piedras preciosas, en sus cálices derrama deliciosos perfumes, teje sus pétalos con una seda tan brillante y delicada, cuya belleza nunca será alcanzada por las técnicas industriales.

Y, ahora, tratándose del hombre, su obra prima, el hermano adoptivo del Verbo encarnado, ¿no se manifestará Dios con una generosidad aún mayor?…

Reconozcamos, pues, como verdad indiscutible que la Providencia provee abundantemente a las necesidades temporales del hombre.

Sin duda, habrá siempre en la tierra ricos y pobres. Mientras unos viven en la abundancia, otros deben trabajar y ahorrar con sabiduría. El Padre celestial, sin embargo, les facilita a todos, medios de vivir dignamente según su condición.

Lirio blanco del campo

Volvamos a la comparación empleada por Jesús. Dios vistió el lirio espléndidamente, pero ese vestido blanco y perfumado era reclamado por la naturaleza del lirio. La violeta fue vestida de un modo más modesto; Dios le dio, entre tanto, lo que convenía a su naturaleza en particular. Y ambas flores se abren dulcemente a la luz del sol, sin que nada les falte.

Así obra Dios con los hombres. Puso a unos en las clases más altas de la sociedad; a otros en condiciones menos brillantes: a unos y a otros da sin embargo lo necesario para mantener dignamente su posición.

Aquí se presenta una objeción, relacionada con la inestabilidad de las condiciones sociales. En la actual crisis, ¿no será más fácil decaer que elevarse o aun mantenerse en el mismo nivel social?

Sin duda, pero la Providencia proporciona exactamente el auxilio a las necesidades de cada uno: para los grandes males manda los grandes remedios. Lo que las catástrofes económicas nos quitan, lo podemos readquirir con nuestra industria y trabajo. En los rarísimos casos en que la actividad propia se ve reducida del todo a la imposibilidad, tenemos entonces el derecho de esperar de Dios una intervención excepcional.

Generalmente, por lo menos así pienso yo, Dios no hace decaídos. El quiere por el contrario que progresemos, que subamos, que crezcamos con prudencia.

Si en ocasiones, permite una decadencia en el nivel social, no la quiere sino por un acto de voluntad posterior a la acción de nuestro libre albedrío. Lo más frecuente es que tal decadencia provenga de nuestras propias faltas, personales o hereditarias. Comúnmente como una consecuencia natural de la pereza, de la prodigalidad, de diversas pasiones.

Y aún así, el hombre puede por más decaído que esté, levantarse y con el auxilio de la Providencia reconquistar con sus esfuerzos la posición perdida.

No debemos inquietarnos por el futuro

Dios provee nuestras necesidades. “No os inquietéis”, dice el Señor. ¿Cuál será el sentido exacto de ese consejo? ¿Para obedecer la dirección del Maestro, debemos desatender completamente los negocios temporales?…

No dudamos que la gracia pida a veces a ciertas almas, el sacrificio de una pobreza estricta y de un total abandono a la Providencia. Es notable, sin embargo, lo poco frecuentes que son esas vocaciones. Los demás: comunidades religiosas o individuos, poseen bienes; deben administrarlos prudentemente.

El Espíritu Santo alaba a la mujer fuerte que supo gobernar bien su casa. Él nos la muestra, en el libro de los Proverbios, despertando muy temprano para distribuir a los criados la tarea cotidiana, y trabajando también con sus propias manos. Nada escapa a su vigilancia. Los suyos nada tienen que temer: encontrarán todos —gracias a su previsión— lo necesario, lo agradable, e incluso cierto lujo moderado. Sus hijos la proclaman bienaventurada, y su marido le exalta las virtudes (Prov. XXXI, 10-28).

La Verdad no habría alabado tan clamorosamente a esa mujer, si ella no hubiese cumplido su deber. Toca pues no afligirse; aunque ocupándose razonablemente de sus quehaceres, no dejarse dominar por la angustia de sombrías perspectivas futuras, y contar sin vacilaciones con el socorro de la Providencia.

¡Nada de ilusiones!… Una confianza así pide gran fuerza de alma. Hemos de evitar un doble escollo: la falta y la demasía. Aquel que por negligencia se desinteresa de sus obligaciones y de sus negocios, no puede sin tentar a Dios, esperar un auxilio excepcional. Aquel que da a las preocupaciones materiales el primer lugar de sus reflexiones, aquel que cuenta más consigo que con Dios, se engaña aún más crasamente; así roba al Altísimo el lugar que le cabe en nuestra vida.

En el medio está la virtud”: entre esos extremos se encuentra el deber. Si nos ocupamos prudentemente de nuestros intereses, la aflicción por el futuro será por desconocimiento y menosprecio del poder y de la bondad de Dios.

San Pablo el ermitaño jamás dudó del poder de Dios y con gran confianza se entregó en sus manos

En los muchos años que San Pablo el Ermitaño vivió en el desierto, un cuervo le traía cada día medio pan. Ahora bien, sucedió que San Antonio vino a visitar al ilustre solitario. Conversaron largamente los dos santos, olvidados en sus piadosas meditaciones de la necesidad del alimento. Sin embargo, la Providencia pensaba en ellos: el cuervo vino, como de costumbre, pero trayendo esta vez ¡un pan entero!

El Padre celestial creó todo el Universo con una sola palabra; ¿podría acaso serle difícil socorrer a sus hijos en la hora de la necesidad?

San Camilo de Lellis se había endeudado para cuidar de los enfermos pobres. Los religiosos se alarmaban. “¿Por qué dudar de la Providencia?, les tranquilizaba el santo. ¿Será difícil a Nuestro Señor darnos un poco de esos bienes con los que colmó a los judíos y a los turcos, enemigos unos y otros de nuestra fe?”.

La confianza de Camilo no fue defraudada; un mes después, uno de sus protectores le legaba al morir, una suma considerable.

Afligirse con el futuro es desconfianza que ofende a Dios y provoca su cólera.

Jacob Willemsz De Wet. Los israelitas recogen el maná en el desierto

Cuando los hebreos huyendo de Egipto se vieron perdidos en las arenas del desierto, se olvidaron de los milagros que Yavhé había hecho en su favor… Tuvieron miedo, murmuraron… “¿Dios nos podrá sustentar en el desierto?”

¿Podrá también darnos pan y preparar en el desierto carne para su pueblo?”. Esas palabras irritaron al Señor. Lanzó contra ellos el fuego del cielo. Su cólera cayó sobre Israel, “porque no creían en Dios y no confiaban en su salvación” (Sal. LXXVII, 19-22).

Nada de aflicciones inútiles: el Padre vela por nosotros.

Procurar siempre en primer lugar el reino de Dios y su justicia

Buscad primero el reino de Dios y su justicia; y el resto se os dará por añadidura”.

Fue así como el Salvador concluyó el discurso sobre la Providencia. Conclusión consoladora, que encierra una promesa condicional; de nosotros depende el ser beneficiados por ella.

El Señor se ocupa tanto más de nuestros intereses cuanto más nosotros nos preocupamos con los suyos.

Se presenta entonces una cuestión: ¿Dónde se encuentra ese reino de Dios, que debemos buscar antes que todo lo demás? “Dentro de vosotros” (Lc. XVII, 21), responde el Evangelio. “El Reino de Dios está dentro de vosotros”.

Buscar el Reino de Dios es pues levantarle un trono en el alma; es someternos enteramente a su dominio soberano. Conservemos todas nuestras facultades bajo el cetro misericordioso del Altísimo.

Acuérdese nuestra inteligencia de su constante presencia, confórmese nuestra voluntad en todo con su voluntad adorable, vuele nuestro corazón hacia Él con frecuencia, en actos de caridad ardiente y sincera.

Habremos practicado, entonces, esa “justicia”, que en el lenguaje de la Escritura significa la perfección de la vida interior.

Habremos seguido entonces, puntualmente, el consejo del Maestro: habremos buscado el reino de Dios. “Y el resto se os dará por añadidura”.

Hay aquí una especie de contrato bilateral: de nuestro lado trabajamos para la gloria del Padre celestial; de su lado, el Padre se compromete a proveer nuestras necesidades. Lanzad pues todas vuestras preocupaciones en el Corazón Divino; cumplid el contrato que Él os propone; Él cumplirá la palabra dada; velará sobre vosotros y “os sostendrá”(Sal. LIV, 23).

Piensa en Mí —dice el Salvador a Santa Catalina de Siena— y Yo pensaré en ti”. Y, siglos más tarde prometía a Santa Margarita, en el Monasterio de Paray le Monial, el éxito en sus empresas para aquellos que fuesen particularmente devotos del Sagrado Corazón.

¡Feliz el cristiano que se ajusta bien a esa máxima del Evangelio! Él busca a Dios y Dios le cuida los intereses con su omnipotencia: ¿Qué le podrá faltar?

(Sal.XXII, 1).

Practica las sólidas virtudes interiores y evita así todo desorden: las faltas, los vicios, que son las causas más comunes de los fracasos y las ruinas.

Rezar por las necesidades temporales

La confianza, como acabamos de describirla, no nos desobliga de la oración. En las necesidades temporales no basta esperar los socorros de Dios: es menester además pedírselos.

Jesucristo nos dejó en el Padrenuestro el modelo perfecto de la oración; ahí Él nos hace pedir el “pan de cada día”: “Danos hoy el pan de cada día”.

Con respecto a ese deber de la oración ¿no habrá frecuentemente negligencia nuestra? ¡Qué imprudencia y qué locura! Nos privamos así por liviandad de la protección de Dios, la única soberanamente eficaz.

Los capuchinos, dice la leyenda, nunca murieron de hambre porque recitan siempre piadosamente el Padrenuestro. Imitémoslos y el Altísimo no dejará que nos falte lo necesario. Pidamos pues el pan cotidiano.

La mayor riqueza para un católico consiste en hacer la voluntad de Dios y confiar enteramente en su providencia divina

Es una obligación que nos impone la caridad para con nosotros mismos. ¿Podremos no obstante elevar nuestras pretensiones y pedir también la riqueza? Nada se opone a eso, siempre que esa oración se inspire en motivos sobrenaturales y seamos bien sumisos a la voluntad de Dios. El Señor no prohíbe la expresión de nuestros deseos; por el contrario, nos quiere muy filiales para con Él. No esperemos sin embargo que Él se incline a nuestras fantasías; la propia bondad divina se opone a ello. Dios sabe lo que nos conviene. Sólo nos concederá los bienes de la tierra, si ellos pueden servir para nuestra santificación.

Entreguémonos completamente a la dirección de la Providencia, y digamos la oración del Sabio: “No os pido Señor ni la riqueza ni la pobreza. Dadme Señor solamente lo necesario para vivir, pues recelo que colmado de bienes, me sienta tentado a decir, “¿quién es el Señor?”, o, “impelido por la indigencia me vea forzado a robar, o a blasfemar contra el nombre de mi Dios” (Prov. XXX, 8-9).

Tomado del Libro de la Confianza, Capítulo III, pp. 26 -39

Deje sus comentarios

Los Caballeros de la Virgen

“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

version mobile ->