
Nuestro Señor esperó la agonía del buen ladrón para atraerlo victoriosamente a Sí. ¡En un solo minuto ese hombre tan culpable se convirtió! Su fe y su amor fueron tan grandes que, a pesar de sus grandes crímenes, ni siquiera pasó por el Purgatorio; ocupa para siempre un lugar elevado en los Cielos.
Padre Thomas de Saint Laurent
La misericordia de Nuestro Señor con los pecadores
La Providencia, que alimenta al pajarillo en el árbol, cuida de nuestro cuerpo. ¿Qué es, sin embargo, este cuerpo de miseria? Una criatura frágil, un condenado a muerte y destinado a los gusanos.
En la loca carrera de la vida, todos pensamos caminar para los negocios o para los placeres; cada paso dado nos aproxima al fin; arrastramos, nosotros mismos, nuestro cadáver a la tumba.
Si Dios se ocupa así de cuerpos perecederos, ¿con qué solicitud no velará por las almas inmortales? Les prepara tesoros de gracias, cuya riqueza supera a todo lo que podemos imaginar; les manda socorros súper abundantes para su santificación y salvación.
Esos medios de santificación, que la fe pone a nuestra disposición, no serán estudiados aquí.
Quiero hablar sencillamente a las almas inquietas que se encuentran en todas partes. Enseñarles con el Evangelio en la mano la inconsistencia de sus temores.
Ni la gravedad de sus faltas, ni la multiplicidad de sus reincidencias en el error, las debe abatir.
Por el contrario, cuanto más sientan el peso de la propia miseria, tanto más deberán apoyarse en Dios.
¡No pierdan la confianza!… Sea cual fuere el horror de su estado, aunque hayan llevado durante mucho tiempo una vida desarreglada, con el socorro de la gracia podrán convertirse y ser elevadas a una alta perfección.
La misericordia de Nuestro Señor es infinita: nada la cansa, ni siquiera las faltas que nos parecen a nosotros más degradantes y criminales.
Durante su vida mortal, el Maestro acogía a los pecadores con una bondad verdaderamente divina; nunca les negó el perdón.

María Magdalena a los pies de Jesús durante el banquete de Simón el Fariseo
Llevada por el ardor de su arrepentimiento, sin preocuparse con las convenciones mundanas, María Magdalena entra en la sala del banquete. Se postra a los pies de Jesús, los inunda de lágrimas. Simón el fariseo contempla esa escena con aire irónico; se indigna íntimamente. “Si este hombre fuese profeta piensa, bien sabría lo que vale esa mujer. La arrojaría con desprecio…”. Pero el Salvador no la arroja. Le acepta los suspiros, el llanto, todas las señales sensibles de la humilde contrición. La purifica de sus pecados y la colma de dones sobrenaturales. Y el Corazón Sagrado desborda de una alegría inmensa mientras que en lo alto, en el Reino de su Padre, los ángeles se regocijan y le alaban; ¡un alma estaba perdida y está aquí recuperada; esa alma estaba muerta y está de nuevo restituida a la verdadera vida!…
El Maestro no se contenta con recibir con dulzura a los pobres pecadores; llega hasta el punto de tomarles la defensa. Y ¿no es ésa, pues, su misión?
¿No se constituyó Él en nuestro abogado? (cfr. 1 Jn. 2, 1). Le trajeron un día a su presencia a una desgraciada, sorprendida en el acto flagrante de su pecado. La dura Ley de Moisés la condena formalmente; la culpable debe morir en el lento suplicio de morir apedreada. Los escribas y fariseos, sin embargo, esperan impacientes la sentencia del Salvador. Si perdona, los enemigos le censurarán por despreciar las tradiciones de Israel. ¿Qué hará Él?
Una sola palabra saldrá de sus labios; y esta palabra bastará para confundir a los orgullosos fariseos y salvar a la pecadora: “El que de vosotros esté sin pecado que tire la primera piedra” (Jn. 8, 7).

Jesús escribe sobre el suelo los pecados de los fariseos y escribas que querían condenar a la mujer adúltera
Respuesta llena de sabiduría y misericordia. Oyéndola, esos hombres arrogantes enrojecen de vergüenza… Se retiran confusos, unos después de otros; los viejos son los primeros en huir… “…hasta que dejaron solos a Jesús y a la mujer”.
Jesús le pregunta: “¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado?” Ella respondió: “Ninguno, Señor”… Y Jesús prosigue: «¡Pues tampoco Yo te condenaré! ¡Anda y no peques más en adelante!” (Jn. 8, 9 –11).
Cuando vienen a El los pecadores, Jesús se lanza a su encuentro. Como el padre del hijo pródigo, espera la vuelta del ingrato. Como el buen pastor, busca la oveja perdida; y, cuando la encuentra, la lleva sobre los hombros divinos y la restituye ensangrentada al redil.
¡Oh! Él no le abrirá más las heridas; las tratará como el buen samaritano, con el vino y el óleo simbólicos. Derramará sobre sus llagas el bálsamo de la penitencia y, para fortalecerla, le hará beber de su cáliz eucarístico.
Almas culpables, no tengáis miedo del Salvador; fue especialmente para vosotras que El descendió a la tierra. No renovéis nunca el grito de la desesperación de Caín: “Mi maldad es tan grande, que no puedo yo esperar perdón” (Gén. 4, 13). ¡Eso sería desconocer el Corazón de Jesús!…
Jesús purificó a la Magdalena y perdonó la triple negación de Pedro; abrió el Cielo para el buen ladrón. En verdad, os aseguro: si Judas hubiese ido a El después del crimen, Nuestro Señor lo habría acogido con misericordia. ¿Cómo, pues, no os perdonará también?
La Gracia puede santificarnos en un instante
¡Abismo de humana flaqueza, tiranía de los malos hábitos! Cuántos cristianos reciben en el tribunal de la Penitencia la absolución de sus faltas; es sincera en ellos la contrición, enérgicas son sus resoluciones… y caen de nuevo en los mismos pecados, a veces graves; ¡el número de sus caídas crece sin cesar! ¿No tendrán, entonces, sobradas razones de desánimo?…
Que la evidencia de la propia miseria nos mantenga en la humildad, nada más justo; que nos haga perder la confianza, será una catástrofe, más peligrosa que tantas recaídas en el error.
El alma que cae debe levantarse inmediatamente. No debe cesar de implorar la piedad del Señor ¿No sabéis que Dios tiene sus horas y puede en un instante elevamos a la más sublime santidad?
¿Acaso no había llevado María Magdalena una vida criminal? La gracia, sin embargo, la transformó instantáneamente. Sin transición, de pecadora se volvió una gran santa. Ahora bien, la acción de Dios no se redujo en su alcance. Lo que hizo para otros podrá hacer para nosotros. No dudéis: la oración llena de confianza y perseverancia obtendrá la curación completa de vuestra alma.
No me aleguéis que el tiempo pasa y que tal vez ya toca al término vuestra vida.
Nuestro Señor esperó la agonía del buen ladrón para atraerlo victoriosamente a Sí. ¡En un solo minuto ese hombre tan culpable se convirtió! Su fe y su amor fueron tan grandes que, a pesar de sus grandes crímenes, ni siquiera pasó por el Purgatorio; ocupa para siempre un lugar elevado en los Cielos.
¡Nada, pues, altere en vosotros la confianza! Aunque estéis en lo más profundo del abismo, llamad sin tregua al Cielo. Dios acabará respondiendo a vuestro llamamiento y en vosotros operará su justicia.
Tomado del Libro de la Confianza, Cap. IV; pp. 40-45