Si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz!” (Lc 19, 42).
De esta manera se lamentaba Jesús, llorando sobre Jerusalén.
Vino a los suyos y, sin embargo, los suyos no lo recibieron (cf. Jn 1, 11). Al contrario, lo rechazaron e incluso lo mataron.
¿Quién iba a decir que el Niño de Belén, venerado por los pastores, adorado por los Magos, glorificado por el canto de los ángeles, sería el Llagado del Calvario, el oprobio de los pueblos?
Si Jesús era el Maestro, ¿por qué no lo escucharon? Si era Rey, ¿por qué no lo sirvieron? Porque hizo el bien, le ataron las manos; porque era la verdad, lo calumniaron; porque era la vida, lo asesinaron.
¡Oh, misterio de maldad escondido en el corazón del hombre! ¡Oh, misterio de bondad mil veces más profundo el que encierra tu Corazón, oh Buen Jesús!
Voluntariamente entregaste tu vida, quisiste sufrir por cada uno de nosotros, por mí.
El sublime espectáculo de tu Pasión nos llena de ternura, porque cuando llegó el momento de marchar de este mundo hacia el Padre amaste a los tuyos aquí en el mundo hasta el final; porque clavado en la cruz le abriste tu Reino al ladrón arrepentido y nos diste a tu Madre; porque desde lo alto de la cruz atrajiste todo hacia ti. En la cruz tuviste las manos clavadas para no castigarme, y los brazos abiertos para acogerme…
Sí, atrajiste hacia ti a una multitud de penitentes que, como María Magdalena, va a lavar tus pies con sus lágrimas; atrajiste almas amigas de la cruz, las cuales, como el Cirineo, tienen su gloria en subir contigo al Calvario; atrajiste, Señor, a un ejército de héroes, ¡que salieron a vengar tu muerte! Atrajiste, Señor, a un incontable ejército de mártires, que con generosidad entregan su vida por ti.
En tu cruz, Señor, los humildes buscan refugio, ante ella los poderosos se curvan reverentes y los reyes se quitan sus coronas. ¡Qué lección, oh Buen Jesús, es para nosotros verte elevado de la tierra! Sí, una lección de sufrimiento y de gloria.
Si es verdad, oh Redentor, que en el auge del sufrimiento, todo cubierto de llagas de la cabeza a los pies, más parecías un gusano que un hombre (cf. Sal 21, 7), ¡qué verdadero es también contemplarte en la cruz como rey victorioso! Dijiste: “yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33); “en la cruz es donde empezó tu gloria, y no en la Resurrección”.1
Tu estandarte de Cristo resucitado es la Santa Cruz,
para enseñarnos que Muerte y Resurrección, cruz y gloria, son dos esplendores de la misma luz.
Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio n°171, octubre de 2017; p. 16
Notas
1CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Via-Sacra. XII Estação. In: Legionário. São Paulo. Año XVI. N.º 558 (18/4/1943); p. 5.