La desconfianza, sean cuales fueren sus causas, nos trae perjuicios, privándonos de grandes bienes.
Cuando San Pedro, saltando de la barca, caminó al principio con firmeza sobre las aguas, soplaba el viento con violencia. Las olas, por veces se levantaban en turbulencias, por veces cavaban en el mar abismos profundos. La vorágine se abría delante del Apóstol. Pedro tembló… Dudó un segundo, y enseguida comenzó a hundirse… “Hombre de poca fe, le dice Jesús, ¿por qué dudaste?” (Mt. XIV, 31).
He aquí nuestra historia. En los momentos de fervor permanecemos tranquilos y recogidos al pie del Maestro. Cuando viene la tempestad, el peligro absorbe nuestra atención. Desviamos entonces la mirada de Nuestro Señor para fijarla ansiosamente en nuestros sufrimientos y peligros. Vacilamos… ¡y enseguida nos hundimos! Nos asalta la tentación. El deber se nos hace fastidioso, su austeridad nos repugna, su peso nos oprime. Imágenes perturbadoras nos persiguen. La tormenta ruge en la inteligencia, en la sensibilidad, en la carne…
Y resbalamos; caemos en el pecado, caemos en el desánimo, más pernicioso que la propia falta. Almas sin confianza, ¿por qué dudamos?
La prueba nos asalta de mil maneras: a veces los negocios temporales se acaban, el futuro material nos inquieta; a veces la maldad daña nuestra reputación, la muerte rompe los lazos de los amores más legítimos y cariñosos. Olvidamos entonces el cuidado maternal de la Providencia hacia nosotros… Murmuramos, nos rebelamos, aumentamos así las dificultades y el cáliz doloroso de nuestro infortunio.
Almas sin confianza, ¿por qué dudamos?
Si nos hubiéramos acercado al Divino Maestro con una confianza, tanto mayor cuanto más desesperada parecía la situación, ningún mal nos hubiera alcanzado… Habríamos caminado serenamente sobre las olas; habríamos llegado sin tropiezos a un golfo tranquilo y seguro, y, pronto habríamos encontrado la tierra hospitalaria que la luz del cielo ilumina…
Los santos lucharon contra las mismas dificultades… Muchos de ellos cometieron las mismas faltas. Pero éstos, al menos, no dudaron. Se irguieron sin demora, más humildes después de la caída, y confiaron desde entonces sólo en los socorros del Cielo.
Conservaron en el corazón la certeza absoluta de que, apoyados en Dios, todo lo podían. ¡No fueron defraudados en esa confianza!(Rom. V, 5).
Convertíos pues en almas confiantes. Nuestro Señor a ello os convida; y vuestro interés así lo exige. Os volveréis a un mismo tiempo, almas iluminadas, almas de paz.