La estrella de la Inmaculada (Santa Beatriz de Silva)

Publicado el 08/16/2020

“Hija, no morirás. Fundarás una gran orden religiosa con el título de la Inmaculada Concepción; tus hijas vestirán un hábito semejante a mis vestiduras y se dedicarán a servir a Dios, en unión conmigo”.

Don Rui Gomes da Silva, bravo caballero portugués, participó de la conquista de Ceuta, y tras de-mostrar heroísmo y coraje, permaneció en el territorio luso de África como alcalde de la villa fronteriza de Campo Mayor. Allí se casó con Do-ña Isabel de Meneses, hija del Con-de de Villa Real, ilustre descendiente del primer monarca portugués, Don Alfonso Enrique. En el seno de esa unión nació, en 1426, Beatriz de Silva Meneses, la octava hija del noble matrimonio. Junto con su eleva-do origen, Doña Isabel poseía singulares virtudes de esposa y madre, atributos que supo conjugar sabiamente para educar con profundo sentido católico a sus numerosos hijos.

Calma e inocencia hasta los 23 años

Desde la más tierna infancia, Beatriz demostraba cualidades excepcionales: docilidad, rectitud de conciencia, inclinación hacia las virtudes y atracción por las cosas elevadas y espirituales. En cierta ocasión, su padre le encomendó a un pintor un cuadro de la Santísima Virgen. Para este efecto, la joven Beatriz fue escogida como modelo y, por humildad, se mantuvo todo el tiempo con los ojos bajos. Es-te cuadro todavía existe y es conocido como la Virgen de los ojos cerrados.

Hasta los 23 años vivió tranquilamente en el seno de su familia, pero en 1447 su vida sufrió un gran cambio. La infanta Doña Isabel, su prima de 19 años, iba a casarse con D. Juan II de Castilla, y la invitaba a ser su dama en la corte española.

Beatriz confió a la Santísima Virgen la perspectiva abierta por esta invitación. Aunque todavía no estuviese definido el dogma de la Inmaculada Concepción, era por el nombre de Inmaculada que a ella le gustaba invocarla. Una voz interior le inspiraba el ideal de emprender algo verdaderamente grande para la gloria de la Madre de Dios, pero aún no sabía cómo realizarlo. Ahora, en cambio, parecía brillarle una luz: ¿no sería esta ida a la corte un medio de poner en práctica ese ideal?

No le vinieron a la mente las honras, ni la posición social, o el lugar destacado que ocuparía en la corte. Su preocupación era, sobre todo, glorificar a Dios.

Virtud pura en medio de los peligros de la corte

Beatriz partió. Encontró un ambiente muy diferente de aquel en el cual hasta entonces había vivido. La corte se trasladaba de Tordesillas a Madrigal de las Altas Torres, y viceversa, dependiendo de las circunstancias y necesidades.

El fausto y el lujo de las cortes reales alcanzaron su apogeo en el siglo XV. Banquetes, torneos, cacerías, profusión de joyas, deslumbran-te vestuario, ricos palacios. Todo es-to influenciaba enormemente a la nobleza. En ésta no faltaban ambiciones, intrigas, envidias disimuladas, competencias y comparaciones.

Beatriz poseía belleza, dignidad y gentileza extraordinarias. Todos afirmaban que nunca habían visto noble más hermosa en las tierras de España y Portugal. Recibía, por eso, numerosos elogios de otras damas y también de los caballeros. Pero ella atraía, sobre todo, por la belleza de su espíritu. Su grandeza de alma la mantenía por encima de todas las futilidades mundanas y, al mismo tiempo, la hacía condescendiente y bondadosa con todos, excepto con quien pudiera desviarla del camino recto.

 

Víctima de los celos de la soberana

Pasaron tres años desde la llegada de Beatriz a la corte. Sus virtudes, que antes producían admiración, ahora eran causa de celos y comparaciones, de los que la propia reina Isabel no quedaría inmune.

Rumores malvados lanzaron dudas sobre la virtud de Beatriz. Además de reprender-la severamente en público, se la apartaba del conjunto de las damas nobles y se le mostraba desprecio por medio de palabras ásperas y cortantes. Aunque la santa soportase todas esas afrentas con ejemplar humildad y redoblase sus manifestaciones de amor y fidelidad con la reina, ésta decidió librarse de ella de una vez por todas.

Cierta noche, habiendo llegado cansada a sus aposentos, Beatriz derramó abundantes lágrimas a los pies de una

imagen de Nuestra Señora y le imploró fuerzas para mantenerse fiel en aquella dramática situación y así poder cumplir la llamada que sentía en el fondo del alma. En ese momento, escuchó fuertes golpes en la puerta. ¿Quién sería a esas horas? Era Doña Isabel. Te-nía en sus manos un candil, y mirándola con ojos desorbitados, le ordenó con voz fría:

— ¡Sígame!

La joven dama dejó sus aposentos y siguió a la reina que, con pasos rápidos, se dirigía a la parte baja del castillo.

Atravesaron largos corredores y descendieron las enormes escaleras que conducían a un subterráneo. La oscuridad era completa y las paredes frías y húmedas. Beatriz tuvo miedo de las intenciones de la soberana. Ésta se detuvo delante de un viejo cofre, alto y muy estrecho y, con una carcajada sarcástica, dijo:

— ¡Me has engañado hasta ahora! Pretendes conquistar al rey, librarte de mí y subir al trono de Castilla… ¡No lo conseguirás! Entra ahí o yo misma te lanzaré. Mirándola con firmeza, Beatriz le dijo:

— Señora, queréis matarme. Sabed que soy inocente de las culpas que me imputáis. Dios, justo Juez, es testigo de vuestro acto. Que Él perdone vuestra locura, prima mía, y os dé la gracia del arrepentimiento para purificación de vuestra alma.

Doña Isabel la empujó violentamente dentro del cofre y cerró la tapa con una gran llave, esperando que la falta de oxígeno acabase con la vida de su bella “rival”.

Entre el pavor y la oscuridad brilla la Inmaculada

La noble dama se vio sin ninguna posibilidad de salvación. Moriría sin los sacramentos, sin recibir auxilio de nadie, en una agonía lenta y pavorosa. Sólo los Cielos podrían ayudar-la. Cuando comenzó a sentir la escasez de aire, confiadamente, se dirigió a Nuestra Señora:

— ¡Oh María Inmaculada, valedme!

En ese instante, toda resplandeciente, se le apareció Nuestra Señora. Estaba vestida de blanco, cubierta con un manto azul, y en los brazos llevaba al Niño Jesús.

— Hija, no morirás. Fundarás una gran orden religiosa con el título de la Inmaculada Concepción; tus hijas vestirán un hábito semejante a mis vestiduras y se dedicarán a servir a Dios, en unión conmigo. Arrebatada por la visión, Beatriz permaneció tres días en el cofre llena de consolación y alegría, sin sentir el paso del tiempo.

Su tío, Don Juan de Meneses, que también residía en la corte, notando la ausencia de la sobrina, fue a pedir a Doña Isabel noticias de ella. La reina lo llevó hasta el cofre, donde juzgaba que encontraría apenas un cadáver. Pero, ¡cuál no fue su sorpresa! Al abrir la tapa, salió Beatriz, que estaba aún más bella y relucía como un diamante.

Preparación para una gran fundación

Beatriz perdonó a su prima, la cual se había arrepentido, pero de todas formas decidió alejarse de las intrigas de la corte y buscar refugio en el monasterio de Santo Domingo el Real, situado en Toledo. En aquellos tiempos, era frecuente que los conventos hospedasen a personas de alta categoría que, sin obligación de seguir la regla, llevaban en ellos vida monacal. Era ése el estilo de vida que Beatriz ansiaba. Nunca más serviría a una reina de la tierra, sino a la Reina de los Cielos.

Doña Isabel, en reparación por lo que hizo, le preparó todo lo necesario para el penoso y arriesgado viaje. En el camino, Beatriz se encontró con dos frailes franciscanos que le hablaron proféticamente sobre el futuro de su fundación. Pero, cuando ella los convidó a cenar con la comitiva en la próxima posada, éstos des-aparecieron de la vista de todos. La santa comprendió entonces que eran San Francisco de Asís y San Antonio de Lisboa, fortaleciéndola para continuar con su empresa.

Después de traspasar los umbrales de la clausura del monasterio de Santo Domingo, la noble dama cubrió su rostro con un velo blanco, que usaría hasta el fin de la vida para ocultar su hermosura a los hombres y ofrecérsela sólo a Dios. Nunca más aquella bellísima fisonomía, que conservaría la juventud y la loza-nía hasta la muerte, sería contemplada por las criaturas.

El silencio, el recogimiento y el ceremonial, le ayudaron para aprender a saber enfrentar todo tipo de dificultades, pues éstas serían la base de su fundación. La visión que había con-templado dentro del bendito cofre nunca la abandonaba… ¿Cuándo llegaría el día de vestir aquel hábito blanco y azul, símbolo de la Inmaculada?

Los frutos de una larga espera

Las prolongadas esperas anuncian que Dios será generoso en el momento de dar. Pasaron más de treinta años… Vistiendo un sayal religioso, Beatriz, simple huésped en el monasterio, vive de tal forma como una perfecta religiosa, que las propias monjas la toman como ejemplo.

En 1484 llega una importante visita al monasterio. Era la reina Isabel, la Católica, hija y sucesora de aquella que había querido quitarle la vi-da. Venía a pedirle oraciones por la situación política de su reino.

Al terminar la conversación, la soberana, empeñada en ayudarla en algo, le ofreció un palacio en Toledo junto a la Iglesia de Santa Fe, para que iniciase su obra tan deseada. Beatriz vio en ese ofrecimiento la mano de la Divina Providencia: ¡era el momento!

 

La fundación

La noticia de la fundación del nuevo monasterio se difundió rápidamente por todos los alrededores. Se presentaron varias candidatas, muchas de ellas de noble familia, quienes querían pertenecer a la nueva orden, que se llamaría la Orden de las Concepcionistas Franciscanas, pues ésta sería una rama de la Orden de los Frailes Menores. Beatriz instruía a todas sobre la austeridad de la vida monástica, la clausura, el silencio y la mortificación.

Doce de esas jóvenes persevera-ron en sus piadosos deseos, incluida Filipa da Silva, su sobrina. La fundadora se empeñaba en formar a sus hijas espirituales, y éstas, tomando como maestra y modelo a su santa madre, se amoldaron enteramente por su gran espíritu.

Vivían en contemplación. Vestían en privado un hábito blanco, el cual tenía grabado una imagen de la Virgen rodeada de rayos y coronada de doce estrellas, manto azul y se ceñían con un cordón de cáñamo franciscano.

¿Con la fundación de ese convento estaba establecida la Orden de la Inmaculada? Todavía no. Faltaba la aprobación definitiva del instituto con su regla, hábito y título de Inmaculada Concepción. Era preciso solicitarlas a la Santa Sede. De esto se encargó la reina, que gozaba de gran estima junto al Pontífice reinante, Inocencio VIII.

Algún tiempo después, Beatriz fue llamada al torno del monasterio. Era un caballero con la noticia de que el Papa había aprobado su fundación y que la bula de aprobación ya se hallaba en camino, por mar. La alegría invadió el convento: ¡cánticos, fiestas! Pero, pasados unos días, el mismo caballero retornó con una trágica noticia: el navío había naufragado y la bula se había perdido.

Beatriz se llevó un gran golpe. ¿Sería una señal de la Providencia? Se puso delante del sagrario, rezando por su fundación. Sus hijas, en vigilia, oraban por ella. Permanecían en una inquebrantable confianza, pues la Santísima Virgen no dejaría inacabada la obra que Ella mismo había comenzado. Pero era un retraso cuya duración no podían calcular…

La confianza genera el milagro

Después de tres días de oraciones, la santa madre al abrir el cajón de un mueble, cuya llave sólo ella te-nía, reparó en un pergamino enrollado, que nunca había visto antes. Sintió un fuerte olor a mar y su corazón se estremeció: “¡Mi Dios, esto parece la bula pontificia!”. Percibiendo que el sello pendía de un hilo, lo desenrolló un poco y pudo leer algunas palabras en latín. Tenía todas las características de una bula.

Para certificar que se trataba de un milagro, Beatriz envió el documento al obispo para que éste diera su parecer: ¡era la bula Inter Universa, con la aprobación pontificia de la Orden, fuchada el 30 de abril de 1489! Quedó con el nombre de la “Bula del Milagro”. Beatriz era devota del Arcángel San Rafael desde la infancia, y estaba totalmente convencida que el caballero que le trajo la noticia de la bu-la era él. Por lo tanto, para ella, ¡San Rafael también había recuperado el documento de las aguas!

 

La verdadera renuncia

En agosto de 1490, cuando las religiosas hacían el retiro preparatorio para la profesión solemne de los votos y la recepción oficial del hábito, la Virgen María se apareció nuevamente a la santa fundadora y le dijo:

— Hija, no es mi voluntad, ni de mi Hijo, que goces aquí en la tierra lo que tanto has deseado. De aquí a diez días vendrás conmigo al Paraíso. Beatriz cayó enferma y reveló al confesor la visión que tuviera. Se mantuvo sosegada y confiante, ofreciendo a Dios lo que le era más pre-ciado: la realización de su obra. Recibió el hábito e hizo los tan desea-dos votos.

Para administrarle la unción de los enfermos fue necesario descubrir su rostro y todos pudieron contemplar una fulgurante estrella que brillaba sobre su frente y se reflejaba en la sonrisa. Esa estrella así permaneció hasta exhalar el último suspiro. Era el día 16 de agosto de 1490.

La estrella de la Inmaculada continúa refulgiendo en los cielos de la Iglesia

Los ecos de su santidad, que ya se hicieron oír durante su vida, se pro-pagaron mucho más tras su muerte. La propia permanencia de la nueva orden, que rápidamente se expandió en medio de tremendas dificultades, es prueba de su intercesión.

El Papa Pablo VI la canonizó en octubre de 1976. Sus reliquias son veneradas en el monasterio de la Concepción, en Toledo. De ellas emana un suave perfume, hecho comprobado innumerables veces.

La Orden de las Concepcionistas fue la primera institución religiosa fe-menina en establecerse en la recién descubierta América, en 1530. Actual-mente, cuenta con casi 200 conventos distribuidos por cuatro continentes: Europa, América, África y Asia.

El humilde árbol nacido en la oscuridad de un cofre, habría de extender sus ramas por toda la tierra y amparar bajo su sombra protectora las almas deseosas de servir a Aquella que es “bella como la Luna, brillante como el Sol y terrible como un ejército en orden de batalla” (Ct 6, 10).

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