¿La existencia del purgatorio tiene fundamento bíblico?

Publicado el 11/04/2024

Por: Cristian Francisco Jesús Pardo Montes

A lo largo de la historia, la humanidad ha intentado comprender el destino del alma después de la muerte. En esta búsqueda hacia la eternidad, surge a menudo la pregunta sobre la existencia del purgatorio. Si bien en la Sagrada Escritura no encontramos referencias explícitas a la palabra “purgatorio”, ¿ocurre lo mismo con respecto a su esencia? ¿No desafiará una lectura de los santos evangelios la opinión de quienes, alegando falta de evidencia bíblica, niegan su existencia? Analicemos estas cuestiones en el presente artículo.

El destino eterno del alma

Después de la muerte, existen únicamente dos destinos eternos: el Cielo y el infierno. Al Cielo solo sube quien permanece firme en la fe y lleva una vida santa: «El que persevere hasta el final, se salvará» (Mt 10, 22). La perseverancia, sin embargo, no significa no caer, sino levantarse tras cada falta y progresar en amor y servicio a Dios, mereciendo así la vida eterna.

Por lo tanto, la justicia de Dios va de la mano de su misericordia, como nos enseña San Pablo: «Lo que hacéis, hacedlo con toda el alma, como para servir al Señor, y no a los hombres: sabiendo que recibiréis del Señor en recompensa la herencia. Servid a Cristo Señor. Al injusto le pagarán sus injusticias, pues no hay acepción de personas» (Col 3, 23-25). El infierno, a su vez, también es eterno. Esta es una doctrina corriente entre el pueblo elegido, reafirmada en múltiples ocasiones por Nuestro Señor Jesucristo: «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con Él, se sentará en el trono de su gloria. […] Entonces dirá a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber”» (Mt 25, 31.41-42).

Una evidencia lógica del purgatorio

Sabemos que el pecado es una ruptura con el plan divino para la humanidad, tanto en sentido universal como particular. San Juan nos enseña la diferencia entre el pecado mortal, que rompe nuestra relación con Dios, y el pecado venial, que debilita nuestro amor: «Si alguno ve que su hermano comete un pecado que no es de muerte, pida y Dios le dará vida —a los que cometan pecados que no son de muerte, pues hay un pecado que es de muerte, por el cual no digo que pida. Toda injusticia es pecado, pero hay pecado que no es de muerte» (1 Jn 5, 16-17).

Considerando que sólo existen dos destinos eternos, el Cielo y el infierno, y que sólo quienes están completamente limpios de pecado son admitidos en la bienaventuranza celestial, surge una pregunta: ¿qué pasa con los que mueren en estado de pecado venial? El cielo no acepta imperfección alguna, pero el pecado venial no aleja al alma de Dios hasta el punto de hacerla merecedora del infierno. ¿Cómo purificarse en ese estado? He aquí la razón de la existencia del purgatorio.

El raciocinio está claro, pero ¿Cuál es su fundamento en la Sagrada Escritura?

La Biblia describe la esencia del purgatorio y la necesidad de su existencia: purgar y limpiar las faltas veniales y las imperfecciones de quien ha sido bueno, pero perfecto no del todo, según el mandato del Señor: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48).

Oraciones y sacrificios expiatorios por los fallecidos

El segundo libro de los Macabeos narra que, al recoger los cuerpos de los caídos en batalla, los soldados judíos encontraron bajo la túnica de los muertos objetos consagrados a ídolos, práctica prohibida por la ley mosaica. El ejército del Señor comenzó entonces a rezar, implorando que ese pecado fuera perdonado, y Judas Macabeo organizó una colecta para enviarla a Jerusalén a fin de que se ofrecieran sacrificios expiatorios en el Templo (cf. 2 Mac 12, 9-46).

Aquellos combatientes fallecidos luchaban en las huestes del Dios Altísimo, lo que sugiere que no hubo ruptura formal por su parte con la verdadera religión. No obstante, su falta los había manchado, hasta el punto de convertirse en blanco del castigo divino (cf. 2 Mac 12, 40).

Inspirado por el Espíritu Santo, el autor sagrado elogia la actitud de Judas: «La idea era piadosa y santa. Por eso, encargó un sacrificio de expiación por los muertos, para que fueran liberados del pecado» (2 Mac 12, 46). Y de esta afirmación se infiere que ciertos pecados pueden ser redimidos después de cruzar el umbral de la eternidad, lo que quedará aún más claro en la enseñanza del divino Maestro.

«Hasta que pagara toda la deuda»…

Analicemos primero la parábola del siervo cruel, que, después de haber sido perdonado de una gran deuda, no mostró la misma misericordia para con su deudor, por lo que fue objeto de un severo castigo (cf. Mt 18, 23-35).

En el diálogo final, Nuestro Señor Jesucristo revela un dato importante respecto de la punición que recibirá este siervo por sus obras: «Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: “¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo rogaste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?”. Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón a su hermano» (Mt 18, 32-35).

En su divina sabiduría, el Salvador quiso introducir el detalle «hasta que pagara toda la deuda», lo que nos permite deducir la existencia del purgatorio. En efecto, sabemos que el Cielo y el infierno son eternos, pero la parábola nos revela que, por misericordia divina, existe un estado de espera para los que se han salvado y necesitan purificarse antes de contemplar el rostro del Dios tres veces Santo; un tiempo de sufrimiento saldará las «deudas» que contrajeron en esta tierra a causa de sus propios pecados.

Otra afirmación del divino Maestro nos lleva a la misma certeza: «Quien diga una palabra contra el Hijo del hombre será perdonado, pero quien hable contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este mundo ni en el otro» (Mt 12, 32). Por tanto, hay ciertas faltas que pueden ser perdonadas en la otra vida, y otras que no se borrarán ni siquiera en la eternidad.

A distintas clases de pecados, castigos distintos

En otro pasaje del mismo evangelista, vemos al Señor en lo alto del monte proclamando las bienaventuranzas, que enseñan a los hombres de todos los tiempos el comportamiento moral   perfecto. En un momento dado, el Maestro afirma: «Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”, y el quémate será reo de juicio. Pero yo os digo: todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano “imbécil”, tendrá que comparecer ante el sanedrín, y si lo llama “necio”, merece la condena de la gehena del fuego. Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Con el que te pone pleito procura arreglarte enseguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. En verdad te digo que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo» (Mt 5, 21-26).

Es digno de destacar la distinción que hace el divino Redentor sobre la gravedad de las faltas: imperfecciones, pecados leves y pecados graves. Estos últimos ciertamente conducen al infierno; los demás no, pero en este pasaje el Señor subraya la necesidad de que el alma se purifique de ellos antes de entrar a la Patria celestial—«no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo»—, como se ha mencionado antes. El que peca se levanta contra Dios, contra el orden establecido por Él en el universo y contra su propia conciencia.1 La absolución sacramental recibida en la confesión perdona la ofensa cometida contra Dios y su consiguiente pena eterna, pero no borra ciertas reminiscencias del pecado, como la ofensa al orden del universo y, en el caso bíblico citado más arriba, contra el prójimo y la propia conciencia, faltas que conllevan pena temporal. Parte de esa pena puede saldarse en esta vida mediante indulgencias, penitencias, oraciones o mortificaciones, pero lo que quede de ella debe ser purificado en las llamas del purgatorio.

En el día del juicio, el fuego probará nuestras obras

 

Pasemos ahora de la enseñanza del divino Maestro a la de los Apóstoles. Uno de los pasajes más esclarecedores sobre el purgatorio lo encontramos en la primera epístola a los corintios, en la que San Pablo explícala importancia de la recta intención en el apostolado y la necesidad de restituir a Dios la gloria de todos nuestros actos, porque nada bueno que hagamos proviene de nosotros mismos. Dirigiéndose a las personas que se dedicaban a predicar la buena nueva, les hace la siguiente advertencia: «Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo. Y si uno construye sobre el cimiento con oro, plata, piedras preciosas, madera, hierba, paja, la obra de cada cual quedará patente, la mostrará el día, porque se revelará con fuego. Y el fuego comprobará la calidad de la obra de cada cual. Si la obra que uno ha construido resiste, recibirá el salario. Pero si la obra de uno se quema, sufrirá el castigo; más él se salvará, aunque como quien escapa del fuego» (1 Cor 3, 1-15). San Pablo enumera en primer lugar los materiales nobles como el oro, la plata y las piedras preciosas, que simbolizan las obras realizadas por puro amor a Dios. En cambio, la madera, la hierba y la paja representan, en palabras del Apóstol, la de quien no ha puesto su corazón exclusivamente en el Señor, las cuales serán consumidas por el fuego. Por no ser un perfecto seguidor de Cristo, es necesario que las obras de quien así actúa pasen por el fuego, pero sólo por un tiempo, porque aún se salvará…

¿Y los méritos de Cristo?

Los méritos de Nuestro Señor Jesucristo son infinitos y suficientes para purificarnos de nuestros pecados. Sin embargo, el rechazo de los bienes de la Redención, manifestado por el pecado actual, nos aparta de las bendiciones divinas, que sólo se recuperan mediante el sacramento de la confesión, instituido por el Salvador.

Nadie contemplará a Dios cara a cara teniendo en su alma alguna mancha o imperfección, por pequeña que sea. Ante el Tribunal Supremo —en palabras de San Juan— «si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Pero, si confesamos nuestros pecados, Él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros» (1 Jn 1, 8-10).

Insistimos en que los méritos de Cristo son infinitos, pero si, por el pecado, no los aceptamos, se convierten en el signo de nuestra condenación. Por tanto, es necesario contar con el concurso de nuestros sacrificios, como dice San Pablo: «Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo» (Col 1, 24).

De las Escrituras al magisterio de la Iglesia

Basados en la Sagrada Escritura y la Tradición apostólica, concilios y Papas fueron unánimes al afirmar la existencia del purgatorio.

Ya en el siglo XIII, los concilios primero y segundo de Lyon así lo declararon: «Con aquel fuego transitorio se purgan ciertamente los pecados, no los criminales o capitales, que no hubieren antes sido perdonados por la penitencia, sino los pequeños y menudos, que aun después de la muerte pesan, si bien fueron perdonados en vida»; […] «si verdaderamente arrepentidos murieren en caridad antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por sus comisiones y omisiones, sus almas son purificadas después de la muerte con penas que lavan y purifican »

No menos categórico fue el papa León X al aseverar la existencia del purgatorio cuando condenó las doctrinas que Lutero propagaba por toda la cristiandad. En su bula Exsurge Domine, de 1520, el sumo pontífice censuró las siguientes declaraciones del heresiarca: «El purgatorio no puede probarse por la Escritura Sagrada que esté en el canon»; «Las almas en el purgatorio no están seguras de su salvación»; «Las almas en el purgatorio pecan sin intermisión, mientras buscan el descanso y sienten horror de las penas» …

El Concilio de Trento concluyó en su profesión de fe: «Sostengo constantemente que existe el purgatorio y que las almas allí detenidas son ayudadas por los sufragios de los fieles».4 Y la Congregación para la Doctrina de la Fe aclaró que esa purificación previa a la visión divina es completamente distinta al castigo de los condenados.

Recemos por las almas del purgatorio

Teniendo en cuenta lo expuesto en estas líneas, convenzámonos de la existencia del purgatorio porque, si la misericordia de Dios así lo decreta, también nosotros podremos ir allí en un futuro incierto, y tal vez no muy lejano…

Además, está en nuestras manos aliviar a nuestros hermanos que sufren en ese lugar de tormento, ofreciendo por ellos no sólo el fervor de nuestras oraciones o sacrificios expiatorios, como lo hizo Judas Macabeo, sino el holocausto de valor infinito que se renueva cada día sobre el altar, la santa misa.

Que, por los méritos de nuestro divino Salvador, unidos a los del Inmaculado Corazón de María, intercedamos por las almas que aún padecen en el purgatorio, conquistando para ellas la llave que les abrirá las puertas del Cielo

Fuente: Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO.
Suma Teológica. I-II, q. 87, a.1; SAN PABLO VI. Indulgentiarum doctrina, n.º 2.
DH 838; 856.
DH 1487-1489.
DH 1867.
Cf. SAGRADA CONGREGACIÓN
PARA LA DOCTRINA DE LA FE. Carta sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, n.º 7.

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