
Cuando la persona es inocente, tiene la felicidad primitiva de los placeres simples y luminosos que le propician mucha paz. Si cae en la impureza, los sufrimientos inherentes a la búsqueda desenfrenada de gozos pasan a impregnar su vida. Uno de los principales auxilios encontrados por el Dr. Plinio para la práctica de la virtud de la pureza fue la idea de que, cediendo a las tentaciones, perdería la gran y tan amada paz de alma que poseía desde la más remota infancia.
Plinio Corrêa de Oliveira
En cierta ocasión, recorriendo un barrio de media y baja burguesía, por la tarde, en un horario en el que no acostumbro pasar por aquella región, pude notar que el caserío dejaba entrever, ora por una puerta, ora por una ventana entreabierta, una vida que no se nota allí al transitar más temprano, cuando las personas aún no habían vuelto del trabajo y las residencias parecían abandonadas.
El deseo de la felicidad
Así pude darme cuenta cómo todo estaba organizado para que aquellas personas pudieran gozar un agradable fin del día, con acento en la nota “hogar, dulce hogar”. En la cocina se preparaba una pequeña cena, el pequeño confort de todos estaba asegurado, llegaban de la calle, el trabajo ya había terminado y una noche de despreocupación comenzaba y surgían los comentarios al respecto de lo que sucedió durante el día. Era la buena vida de la noche que se extendía hasta la hora de ir a dormir.
Mucha gente piensa que tener dinero suficiente para llevar una vida como esa, con salud para no ser perturbado en el gozo de esa vida, sacia enteramente el deseo de felicidad del hombre. Otros tienen ambiciones más amplias. Y no quieren esa casa modesta, sino que anhelan poseer una mansión en el barrio Morumbí 1 ; no se contentan con un carrito, sino que ambicionan un “carrazo” y así por delante… pero, en el fondo, es la misma idea: juzgan que aquello es suficiente para hacer feliz a un hombre.

Santa Margarita María de Alacoque durante una de sus visiones celestiales
Cuando examinamos lo que los santos cuentan en sus visiones, nos damos cuenta de que afirman haber tenido alegrías mucho mayores, embriagadoras, que les hicieron vibrar de felicidad, de tal manera que, a veces entraban en éxtasis. Entonces, somos llevados a hacernos la siguiente pregunta: “¿Esos santos tienen una zona del alma capaz de felicidades más altas y, por lo tanto, no se contentan con menos? ¿O, por el contrario, inventan esa zona de felicidad que no existe?”
No podemos admitir que ellos estén inventando. Luego, hay una zona del alma capaz de mayores felicidades que las de aquellas pequeñas o grandes personas de Morumbí.
De ahí viene otra pregunta: ¿estas zonas de felicidad sólo las gozan los santos? Por ejemplo, los pueblos antiguos, en general, tenían felicidades culturales y artísticas muy grandes. Se inauguraba una estatua o un nuevo palacio y era una fiesta para toda la ciudad.
En un debate público, un filósofo inventaba un argumento para derribar la filosofía de otro, y ellos asistían a aquello con el interés de quien hoy acompaña un partido de futbol. Se sabe que en la época de las grandes contiendas doctrinales iban mensajeros de una ciudad a otra a rienda suelta, para contar al pueblo reunido en la plaza, cual había sido la última respuesta que tal pensador había dado a la objeción del otro. Leer a Platón era una delicia, como lo es hoy asistir a la televisión para el hombre contemporáneo.
Una felicidad más elevada, más intensa
Si los antiguos encontraban en esto una felicidad, ¿de qué especie es ésta? ¿En qué medida está en nosotros, duerme en nosotros? ¿Esa felicidad nos hace falta, sí o no?
Ya estoy viendo la respuesta de una persona con espíritu ascético:
— Dr. Plinio, todo ese cuestionario es pagano, porque, una vez que el Hijo de Dios murió en la Cruz por nosotros, nuestro camino es el de la Cruz. Por lo tanto, esa indagación de la felicidad es una pregunta pagana. Usted sólo debe indagar sobre el sufrimiento, el dolor y el tormento. Esa cuestión de la felicidad es “puro cuento”. ¡La felicidad! Yo soy un hombre generoso y solo busco el dolor.
A este yo le respondo:
— No, usted es un poeta que no profundizó su tema. Porque Santo Tomás de Aquino afirma, que por más que un hombre sufra, necesita tener un fondo de felicidad en su alma, de lo contrario no puede aguantar durante mucho tiempo su dolor. Y aquí surge la pregunta: ¿de qué naturaleza es esta felicidad? ¿Es como la del pequeño burgués, la del ricachón, la del filósofo antiguo, o la de los santos?
Todos pertenecemos al mismo género: un griego antiguo, un romano del periodo de la decadencia, un medieval, todos somos igualmente hombres. ¿Existe en nosotros una capacidad de ser así de felices?
¿Nuestra alma es como un piano en cuyo teclado caben todas estas notas? En una pregunta evidentemente interesante.
A esa pregunta se pueden dar, desde luego, ciertas respuestas de carácter experimental. Estamos hablando de una cuestión muy elevada, que para la mayoría de las personas es de alta filosofía.
En otro tiempo, conocimos en grado mayor o menor la felicidad que ellos conocieron. Sin embargo, estamos teniendo una felicidad de otra naturaleza, y es otra nota en el teclado de nuestra alma que está vibrando. ¿Esta nota nos da más felicidad que la de ellos? Evidentemente que sí.
Cuanto más alto es un tema, tanta más rica en felicidad es la nota a él correspondiente. Por ser nuestro tema mucho más elevado que el de la mayoría de las personas, las cuales, probablemente, están con la televisión encendida o entregados a tantos otros placeres que no necesito describir, nuestro espíritu está en otro campo más alto, y esto hace vibrar cuerdas de nuestras almas que nos dan una felicidad más elevada, más intensa, más sabrosa que la de ellos.
El sentido del ser del hombre le lleva hacia su plenitud

Cenit o cumbre del Monte Everest, Nepal
Entonces, ¿Cuál es el cenit, el punto más alto de esa felicidad? No preguntamos eso como un gozador de la vida, porque sabemos que nos encontramos en un “valle de lágrimas”, y sólo en el Cielo tendremos la felicidad perfecta, pero lo indagamos como quien se prepara para el Paraíso. ¿La Tierra nos da algo que sea figura de la felicidad celeste? ¿Cómo es el Cielo? Porque allí está la nota suprema de una felicidad que inunda nuestras almas completamente. Sin embargo, ¿Cuál es la felicidad que el hombre puede encontrar en la contemplación?
Tanto los antiguos como los modernos, cuando tratan del asunto, reconocen que en la infancia, el hombre tiene una felicidad que le inunda, pero que con el tiempo se pierde. A propósito, el conocido verso de Casimiro de Abreu 2 se refiere precisamente a esto: “¡Oh, que añoranzas tengo de la aurora de mi vida, de mi infancia querida, que los años no traen más!” (Ó que saudades que tenho da aurora da minha vida, da minha infância querida, que os anos não trazem mais!)”.
Tomen, por ejemplo, la famosa afirmación de Bonaparte de que el día más feliz de su vida fue el de su Primera Comunión. Se ve que su felicidad es la de niño. ¿En qué consiste, como se define y por qué se pierde esa felicidad? ¿Se recupera? ¿Cómo? ¿Qué relaciones existen entre ella y la vocación?
Un comienzo de respuesta sería esta: La noción del ser del hombre lo lleva a su plenitud. La primera experiencia de una persona es que existe. Hay en el fondo de todo ser inteligente este bramido; “¡Yo existo”! Pero se da cuenta de que existe no como un ser pleno, sino tendiente hacia una perfección. Tiende, no para ser absoluto, porque sólo Dios lo es, sino para ponerse en comunicación con ese Ser absoluto, y ahí encuentra su reposo. Sería más o menos como una planta que nació para ser una liana y en cuanto ella está aún en el suelo arrastrándose, si el vegetal sintiera, se diría que no había aún encontrado su bienestar.
Podría hasta desarrollarse y dar flores, pero lo suyo propio es estar elevada, y por eso sentiría ansia del enrejado o la estaca a lo largo de la cual pudiera colgarse y subir rumbo al Sol.
Lo mismo sucede con nosotros. Tenemos una tendencia a subir y a relacionarnos con el Absoluto, el cual nos da todo lo que necesitamos, pero a quien adoramos tanto que aun cuando Él no nos diese nada, lo amaríamos porque Él es Él. Ese es el punto donde el pináculo del alma humana desea ser feliz.
Poesía con profundidad de pensamiento y sutileza de observación
En este sentido, es muy significativo el poema de Almeida Garrett 3, titulado “Mis alas”.
“Yo tenía unas alas blancas
Alas que un ángel me dio,
que, cansándome de la tierra,
las abría y volaba al cielo.
En el niño es el papel primero de subir a esa esfera superior. Juega con las cosas de la tierra, pero en cierto momento se cansa, en el sentido de que se sacia, y entonces vuela hacia el Cielo para esas mayores consideraciones.
Eran blancas, blancas, blancas,
como las del ángel que me las dio:
Yo, inocente como ellas,
por eso volaba al cielo.
Aquí está muy bien expresado, además, este “blancas, blancas, blancas…”, en portugués, cuando se quiere decir que algo es de una blancura excepcional, se repite tres veces. A veces hasta se dice en lenguaje corriente: “blancas, blancas, blanquitas”. ¿Qué eran esas alas? La tendencia, el impulso para subir, que era blanco e inocente como el propio ángel.
Vino la codicia de la tierra,
Venía para tentarme;
Por sus montes de tesoros
Mis alas no quise ver.
Vino la ambición, con las grandezas,
Venían para cortármelas,
Me daban poder y gloria;
Por ningún precio las quise dar.
Entonces, él resistió las seducciones de la riqueza, del poder y la ostentación, pues nada de eso le daba la posibilidad de subir al Cielo.
Pero en una noche sin luna
En que yo contemplaba las estrellas,
Y ya suspenso de la tierra,
Iba a volar hacia ellas,
Dejé acomodar los ojos
Del cielo alto y de las estrellas
Vi entre las nieblas de la tierra,
Otra luz más bella que ellas.
Está insinuada la solicitación para la impureza.
Y mis alas blancas,
Alas que un ángel me dio,
Hacia la tierra me pesaban,
Ya no se erguían al cielo.
Me cegó esa luz funesta
De hechizados amores…
Amor fatal, hora negra
¡Fue aquella hora de dolores!
Todo perdí en esa hora
Que probé en sus amores
La dulce hiel del deleite,
El agrio placer de los dolores.
Él probó en esos amores “la dulce hiel del deleite”. Ya no es el Cielo hacia el cual subía, sino otro deleite que, aun siendo dulce, viene mezclado con “el agrio placer de los dolores”. Hay algo agitado, inquieto y al mismo tiempo deleitable en la propia impureza, propio sobre todo de la impureza vista bajo el aspecto romántico: él quiere y ella no, entonces cantan y lloran, y se forma un lío, etc. Pasan a ser sufridores. Ese sufrimiento romántico tiene para ese autor un deleite especial. Mientras que antiguamente él no tenía sufrimiento.
Se trata, pues, de un punto terminal, donde la persona goza de ese placer mezclado con la agitación, el desasosiego, los celos, la nostalgia, sentimientos que la placidez del inocente no tiene.
Y mis alas blancas,
Alas que un ángel me dio,
Pluma por pluma cayeron…
Nunca más volé al cielo…
Su alma fue perdiendo la capacidad de volar y se acabó. ¡Es pungente! Innegablemente, eso tiene profundidad de pensamiento, finura de observación psicológica y un toque poético.
La impureza conlleva la pérdida de la paz del alma
Un punto hacia el cual me gustaría llamar la atención es el siguiente: hay cierta felicidad en ser bueno, en tener un nexo con esa niebla plateada, en último análisis con la transesfera 4 . Es hasta una felicidad inmensa, incompatible con las otras felicidades.
Sin embargo, muchas veces sucede que el individuo rompe con esa felicidad de las alas blancas, sin tener una idea clara de que aquello es felicidad. Porque es un estado tan natural, tan nativo, que la persona no tiene idea de la posibilidad de otra situación. Así como, por ejemplo, para una persona sana no constituye una condición de felicidad estar respirando a sus anchas, pero para un asmático sí.
Solo cuando el alma comienza a sufrir el “asma” que le causa la falta de ese “aire celestial”, comprende la felicidad que había en eso.
El verdadero director espiritual –por tanto, también el padre, la madre, un hermano mayor– debe hacer sentir y comprender los deleites de esa felicidad, para que la persona le dé el debido valor a lo que tiene, y no piense que fue abandonada por Dios en una vía con sufrimientos sin sentido, que no son soportables por el hombre.
Por el contrario, si él fuere fiel, tendrá sufrimientos y tal vez hasta el martirio, pero, según la frase de Garrett, el hombre tiene sus alas blancas que de vez en cuando mueve y sube al Cielo.

Nuestra Señora, modelo de pureza
Ese fue un punto en el cual Nuestra Señora me quiso favorecer en un alto grado. Yo era muy consciente de esa felicidad y la apreciaba deliciosamente. La amaba de por sí, por aquello a lo cual me conducía –en el fondo era Dios–, y también por el beneficio que me daba y cuyo valor yo sentía perfectamente.
Por ejemplo, ¡yo tenía mucha, mucha paz de alma! Paz que creo que me ayudó a desarrollar mi posterior combatividad. Yo notaba que tenía esa paz y la amaba. Cuando comencé a ser solicitado por la impureza, me di cuenta de que uno de los precios que yo pagaría por el placer impuro era la pérdida de la paz.
De por sí, la razón determinante para no caer fue el Mandamiento Divino –Dios prohibió, no quiero hacerlo–, apoyado muy de cerca por la noción de que yo me sumergiría en lo prosaico.
Sin embargo, también me ayudó mucho la idea de que yo perdería esa paz.
Metáfora del bambú
Para ayudarme a mí mismo en la práctica de la virtud de la pureza, hice un inventario de todas las delicias de la virtud, en lo que considero que era amor de Dios, sin que yo lo supiese. Ustedes deben saber que eso me amparó mucho en épocas decisivas de mi vida.
No hay ocasión en que yo me acueste en la cama –creo que eso sucede hasta cuando estoy enfermo– y no tenga la preocupación de gozar del placer inocente de estar acostado y tener reposo. Sé que no tendría ese placer si no fuese un hombre puro, porque el impuro no siente deleite en eso. Era un placer que me ayudaba a mantener la pureza.
Eso corresponde a gozar las castas alegrías inocentes y excluye los placeres complicados. Son los placeres primaverales de la inocencia primaveral.
Muchas personas que pretenden gozar la vida piensan que el deleite solo está en los placeres sofisticados. Eso es un engaño. O el individuo está enteramente abierto a gozar de los placeres simples y elementales intensamente, o él no comprende los otros.
Es un festín de placeres sencillos y puros que ayudan a la pureza.
Cuando el placer complicado quita el gusto de esos deleites sencillos, el hombre comienza a entrar en descomposición.
No puede ser así. Él debe tener esos placeres simples como base de la vida, pero no puede tener siempre el festín de esos placeres.
Es necesario que todo eso sea proporcionado al hombre, con la noción bien viva de que son cosas que se cierran si él peca.
Es propio de la impureza una búsqueda del refinamiento rebuscado, atormentado y exagerado. El sentido de la medida, tan marcado en el placer simple, desaparece. Y al desaparecer, el hombre comienza la vía de los sufrimientos.
A lo largo de la vida, la persona va conociendo, paulatinamente, las felicidades más refinadas. Cuando niño, no se es muy sensible a ellas. Hay una especie de desarrollo de la personalidad a la manera del bambú que, a medida que crece, se va haciendo más delgado.
Aquellos nudos indican etapas de la vida, de la historia del bambú, hasta que el vegetal, grueso en la raíz, se transforma en una punta delgada que cualquier vibración hace agitar.
Así se da más o menos con esas varias felicidades en el hombre. Él tiene en la infancia esa felicidad primitiva de los placeres simples, elementales, claros, luminosos, bonitos. A medida que el intelecto se desarrolla, su cognición va relacionando las cosas nuevas que va conociendo con las antiguas ya conocidas. Las nuevas le dan algo más y, al mismo tiempo, menos. Sin embargo, a cada etapa, el bambú –para servirme todavía de esa metáfora– va haciéndose más delgado, más delicado y más noble.
Los soldaditos de plomo, la Historia y el encanto por la lógica
En contacto con las felicidades del ángel de alas blancas, el niño tiene alegrías que lo llenan. Cuando él comienza, por ejemplo, a jugar con soldaditos de plomo –por facilidad, voy a describir mi itinerario–, se le aparecen cosas por las cuales ya no va atrás de las flores o de los pajaritos que antes buscaba en el jardín. Él quiere los soldaditos de plomo, porque le traen un mundo de ideas que corresponden a algo despertado en su espíritu por el crecimiento natural. Entonces se deleita inocentemente con la autenticidad de aquello, como otrora se deleitaba de un modo inocente con lo anterior.
No debe haber una ruptura, sino una suma. Al niño le deben gustar mucho los placeres simples anteriores, pero su tiempo libre va siendo tomado por los deleites nuevos.
Después, llega el placer de la entrada de la Historia y de los personajes míticos.
Entonces es toda la Historia europea, la vida de corte, la vida de los santos. Entra un deseo de lo maravilloso, pero con mucha más cultura que en los soldaditos de plomo, los cuales, a propósito, siguen figurando dentro de aquellos mitos.
Más tarde viene la pura doctrina. Me acuerdo de mis alegrías delante del silogismo, el descubrimiento de la lógica y el encanto por ella. Mi delectación delante de la lógica, era el prolongamiento de la degustación del placer inocente que yo tenía deleitándome delante de un helado. Son reversibilidades.
Un hombre que dijera: “¿Qué? Para mí el tiempo del helado se acabó. Yo soy de la era de los libros.” Yo huiría de él, porque preferiría la convivencia del hombre del helado sin libro, que la del libro sin helado.
Consolación espiritual, gozo anticipado del Cielo

Vista del altar mayor del Santuario del Corazón de Jesús en Sao Paulo, Brasil
Para mí, el placer simple y principal en ese orden era la felicidad religiosa del Santuario del Sagrado Corazón de Jesús, o la de ver a mi madre rezarle en casa, o incluso viendo las imágenes de algunos santos, dos o tres santos, que yo había recibido en mi primera Comunión y había colocado en la pared, cosas así. Uno de ellos aún está sobre mi mesa de noche hasta hoy. Eran las impresiones primeras, más ricas, llenas de elementos específicamente religiosos.
Vino en segundo lugar la alegría de percibir que eso no se daba solo en la hora en que rezaba, sino que era una felicidad que se extendía, en consonancia con eso, a todo lo que me gustaba en el orden temporal, comprendiendo que era porque, en último análisis, se unía a las impresiones religiosas del Corazón de Jesús.
Entonces, la idea de sociedad temporal católica, de Civilización Cristiana, cosas que acepto o rechazo, contra las cuales lucho, a favor de las cuales soy, una elección de mi universo, ¡una felicidad, un bienestar enorme! Pero con sus momentos de tranquilidad, de helado… todo sumando y formando un todo que hasta hoy no abandoné.
También la consolación espiritual, encontrando en ella el auge de la felicidad de mi vida. Porque nada se compara a la consolación espiritual. Es la felicidad por excelencia, el gozo anticipado más cercano al Cielo.
No piensen que yo nado en consolaciones, ni que tenga estados místicos. Tuve algunas consolaciones espirituales, y de ellas guardo una memoria atenta y ultra analítica. Cuanto más analizadas eran esas consolaciones, más me deleitaban.
Si yo no tuviera la esperanza de que aún en vida eso volverá, no tendría coraje de vivir. Si tuviera la convicción de que ya cumplí lo que Nuestra Señora pueda querer de mí, tampoco tendría coraje de vivir. Pediría morir a fin de acabar con esta historia y entrar en la presencia de Dios, de Nuestra Señora y en el mundo de esas consolaciones. Porque no se trata de una mera consolación. Es algo como si fuese el contacto con Dios, mezclado con la alegría, que, en este caso, no se distinguen.
La convivencia perfecta

Santísimo Sacramento del Altar expuesto en una custodia para la adoración de los fieles
Mi deseo sería hacer de las sedes de la TFP lugares estudiados para, sobresalientemente, proporcionar esa felicidad de la inocencia. Desde luego, si yo pudiera, haría que hubiera en un grado muchísimo mayor el reconocimiento de que el Santísimo Sacramento es la vida de la sede. A mí me gustaría que eso se diera en todas nuestras casas, de un modo protuberante, pero no escrupuloso, con una avidez eucarística desembarazada, libre. De manera que la presencia del Santísimo Sacramento se irradiase sobre toda esa sede inocente, junto con una bonita imagen de Nuestra Señora de las Gracias sonriendo, prometiendo bondades e invitando al sacrificio. ¿Por qué no? El sacrificio nace de ahí. Ese es uno de los trazos del alma del católico, aunque no la absorba enteramente.
En este sentido, uno de los puntos en que indiscutiblemente los tiempos modernos crecieron con relación a la Edad Media fue lo que se llamó, en el Ancien Régime 5, la vida de salón. Esta consistía en un grupo de personas que se reunían habitualmente en torno de un núcleo fijo. A las reuniones llegaban personas que pertenecían a diversos salones y transmitían lo que habían oído en su respectivo salón. Pero lo principal de la conversación no eran las novedades y sí los pensamientos. La conversación de salón era un pensamiento presentado de modo leve, florido, donde entraba una nota simbólica bonita en cada pormenor. Era la participación de un mismo modo de ver en profundidad hasta las bagatelas.
En efecto, lo máximo de la convivencia es participar de una misma visión, de una misma concepción de las cosas traídas de la inocencia primaveral, que vemos mejor a la luz de la fe, la cual constituye un mismo objetivo hacia el cual todos caminamos. Ahí se establece una convivencia perfecta.
Inclusive, con eso la persona se escapa de la cárcel de la propia contingencia. Porque nuestra contingencia nos es dolorida y solo la habremos remediado cuando reposemos en Dios. Mientras no reposemos en Él, el intercambio de esas cosas entre nosotros es propiamente una anticipación del Cielo.
Extraído de conferencias del 10 y 15/5/1984
Notas
1) Barrio lujoso en São Paulo.
2) Casimiro José Marques de Abreu (*1839 – †1860). Poeta brasileño.
3) João Baptista da Silva Leitão de Almeida Garrett (*1799 – †1854). Escritor, dramaturgo y orador portugués.
4) Término creado por el Dr. Plinio para significar que, por encima de las realidades visibles, existen las invisibles. Las primeras constituyen la esfera, o sea, el universo material; y las invisibles, “la transesfera”.
5) El Antiguo Régimen fue la forma de gobierno empleada en Francia, y en gran parte de Europa, iniciada con el Renacimiento. Posee unos rasgos económicos, sociales y políticos muy particulares, cuyo fin se precipitó tras la Revolución francesa en 1789.