Editorial
Hasta no hace muchos años atrás, uno de los más bellos elogios que se podía hacer a una persona era calificarla de “esclava del deber”. Así se afirmaba que era capaz de sobrellevar cualquier riesgo o perjuicio, con tal de no transgredir los deberes inherentes a su cargo. La palabra “esclavo” califica a alguien que, libremente persuadido de la nobleza y elevación de sus deberes y de su misión, decide inmolar, a favor de ella, si fuera necesario, hasta sus legítimos derechos y sus más queridos intereses.
En esa “esclavitud” llena de amor al deber, al ideal, a la misión, la persona no es ni de lejos esclavo del tipo de los prisioneros de guerra romanos o de los negros embarcados a la fuerza para Brasil. Al contrario, ella ejerce racionalmente, y en altísimo grado, su libertad, y hace un uso absolutamente lúcido y noble de sí mismo y de todo cuanto es suyo. Tal es el sentido que San Luis Grignion de Montfort da a la consagración de alguien como “esclavo de María”.
Es esclavo de amor de María Santísima quien, persuadido sin ninguna coacción de las prerrogativas excelsas que le caben a ella como Madre de Dios, y de las perfecciones morales de que ella es modelo, se consagra a ella libremente y por amor. Y en compensación de esa lúcida y libérrima consagración, María, Madre de misericordia, no trata a su esclavo con el egoísmo tosco y violento del romano o del esclavista, sino con el amor materno, lleno del afecto y consideración de la más generosa, afable e indulgente de las madres.
Según San Luis Grignion, la principal fiesta litúrgica del año para aquellos que se consagraron como esclavos de Nuestra Señora es la fiesta da Encarnación, porque Nuestro Señor, concebido por la Virgen María, pasó durante nueve meses en las entrañas santísimas de ella, viviendo en la mayor de las dependencias que una criatura pueda estar de otra, o sea, la de criatura en el vientre materno en relación con su propia madre.
Podemos aquilatar el verdadero aspecto de las relaciones de Jesús con María en el claustro materno, si consideramos el dato fundamental de que Él, el Verbo Encarnado, tuvo plena lucidez desde el primer instante de su ser. De manera que, durante la gestación, se daba al mismo tiempo una dependencia suya en relación con ella y de ella en relación con Él.
Mientras, por el proceso biológico de la gestación, la Santísima Virgen iba dando su carne y su sangre para la formación del Cuerpo del Hijo de Dios, paralelamente Él operaba en el alma de ella fenómenos análogos; iba, por así decir, concibiendo el alma de ella para la gracia, a medida que ella iba concibiendo el Cuerpo de Él para la vida.
Así, se fue dando una especie de doble acción, en la cual la intimidad y la unión de almas entre los dos, el concierto, la completa semejanza en todo, se fue acentuando de un modo inefable, inimaginable.
Podemos imaginarnos a Nuestra Señora trayendo todo el tiempo a Nuestro Señor dentro de sí, rezándole, recibiendo de Él comunicaciones, hablando con Él y, al mismo tiempo, formando su Cuerpo.
No es posible suponer nada que exprese de un modo más completo la mutua confianza entre dos seres. Solamente es confiando Él totalmente en ella, y ella en Él, que se puede concebir que esta unión transcendente y maravillosa se haya verificado.
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* Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio “Consagração, liberdade suprema” In: “Folha de São Paulo”, 9/12/1974 y Conferencia de 25/3/1971