La gloria de la Cruz

Publicado el 03/17/2024

Contrariamente a las máximas del mundo, llevadas al paroxismo en los días que vivimos, el divino Redentor nos enseña con palabras y su ejemplo cuál es la única gloria verdadera.

Monseñor João Clá Dias, EP

Evangelio del V Domingo de Cuaresma

En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, queremos ver a Jesús». Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.

Jesús les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora: Padre, glorifica tu nombre». Entonces vino una voz del Cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo».

La gente que estaba allí y lo oyó, decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí».Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir (Jn 12, 20-33).

I – ¿Dónde está la verdadera gloria?

Las deformaciones introducidas en la mentalidad moderna a partir de la influencia del cine de Hollywood —marcado por el invariable happy end, ese imaginario final feliz que sólo sucede en la pantalla— han acentuado en las últimas décadas, hasta el paroxismo, la tendencia a detestar cualquier clase de sufrimiento, como si sufrir o tener que sacrificarse fuera el colmo de la desgracia.

Paralelamente, se ha estimulado el hirviente deseo de gozar la vida, aumentando los bienes de un modo inescrupuloso para acceder a los más excéntricos y costosos placeres. ¿No viven así, sumergidas en aparentes delicias, las celebridades de este mundo? La tecnología más avanzada, sobre todo en el campo de la cibernética puntera, las comodidades más emolientes, las modas más extravagantes, en suma, todo un universo de diversiones frenéticas está al alcance de este tipo de personas.

He aquí la ilusión de nuestros contemporáneos: ser uno de ellos para, supuestamente, alcanzar un nivel inimaginable de felicidad. Se trata de protagonizar una especie de cuento de hadas, si bien que despojado de los encantos del lujo aristocrático, y ataviado con ostentosas ropas provenientes de los arrabales de la fealdad, cuidadosamente rasgadas y sucias.

Sin embargo, ¿en esto consiste la verdadera gloria?

La enseñanza del divino Maestro

Nuestros antepasados pensaban de manera distinta. Cada cual valía según las virtudes que poseía: honor, valentía, cortesía, honestidad, perseverancia, por mencionar sólo algunas. Y tales atributos se volvían aún más meritorios cuando los sobrenaturalizaba la gracia, cuidadosamente preservada ésta del riesgo que conduciría a perderla por el pecado. Así, los personajes dignos de elogio se distinguían por el hecho de dar su vida por una causa superior, habiendo sido capaces de afrontar el peligro y de haber llevado a cabo audaces renuncias.

Pensemos en la honra tributada a los militares que derramaban con arrojo su sangre por el bien de la patria, en la consideración dispensada a los jefes de familia que llevaban una existencia austera para garantizarles mejores condiciones a sus descendientes, o incluso en la admiración suscitada por el ejemplo de los caballeros de antaño, siempre dispuestos a defender con su vida a los más débiles y necesitados y, sobre todo, los más sublimes intereses de la Santa Iglesia.

Pues bien, el Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma arroja luz acerca de esta cuestión. Para Jesús, modelo supremo de la humanidad, la verdadera gloria consiste en la cruz, en la aceptación viril y seria del holocausto llevado al extremo. El Señor corroboró esta enseñanza con el crudelísimo ejemplo dado en su Pasión y, por eso, ahora enfrenta y destruye los mitos y fantasías con los que el demonio pretende aprisionar entre sus sórdidas garras a los espíritus creados para una gloria más alta. No, el hombre no ha nacido para relajarse en los pantanosos lodazales de este mundo, sino para conquistar las sacrosantas cimas del heroísmo. Y para ello hay que estar dispuesto a abandonar los estrechos límites del egoísmo y aprovisionarse de las armas de la luz, a fin de librar un magnífico combate.

Como enseñaba el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, «la vida de la Iglesia y la vida espiritual de cada fiel es una lucha incesante. Dios a veces le da a su Esposa días de grandeza espléndida, visible, palpable. Le da a las almas momentos de consolación interior o exterior admirables. Pero la verdadera gloria de la Iglesia y del fiel resulta del sufrimiento y de la lucha. Una lucha árida, sin belleza sensible, ni poesía definible. Una lucha en la que a veces se avanza en la noche del anonimato, en el lodo del desinterés o de la incomprensión, bajo las tormentas y el bombardeo desatado por las fuerzas conjugadas del demonio, del mundo y de la carne. Pero una lucha que llena de admiración a los ángeles del Cielo y atrae las bendiciones de Dios».1 Por eso coronaba sus palabras con el epígrafe: «La verdadera gloria sólo nace del dolor». He ahí la clave para interpretar el Evangelio de hoy.

II – ¡La gloria es la cruz!

«Entrada de Cristo en Jerusalén», de Pietro Lorenzetti – Basílica de San Francisco, Asís (Italia)

El contexto del pasaje de San Juan recogido en esta liturgia no podía ser más decisivo y, al mismo tiempo, más crítico en la vida del Señor. En el capítulo undécimo de este Evangelio, le había devuelto la vida a Lázaro, rompiendo en mil pedazos la campana de silencio con la que el sanedrín pretendía cubrir su acción. En consecuencia, los líderes judíos dispusieron sacrificarlo por el bien de la nación: «Y aquel día decidieron darle muerte» (Jn 11, 53).

Sin embargo, Jesús «excita su ardor como un guerrero» (Is 42, 13) y, después de una rápida retirada estratégica, regresa a Betania, donde María lo unge por segunda vez con purísimo perfume de nardo. El domingo siguiente entra triunfalmente en Jerusalén, siendo aclamado por la multitud que cubría el camino con ramos de palmeras. ¡La provocación no podía ser más osada! El divino Caballero iba al encuentro de su dolorosa Pasión, a tal punto que los fariseos se decían a sí mismos: «Veis que no adelantáis nada. He aquí que todo el mundo le sigue» (Jn 12, 19).

Y es en Jerusalén, tras la apoteósica entrada del Señor a lomos de un pollino, donde los griegos allí presentes con ocasión de la Pascua piden verlo.

El premio de la adoración

En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos.

Con toda probabilidad, ese grupo de griegos estaría compuesto de prosélitos, es decir, gentiles en vías de conversión al judaísmo. Movidos por un buen sentimiento para seguir la religión revelada, habían adquirido las costumbres de la Antigua Alianza y decidieron subir a Jerusalén con motivo de la solemnidad. Sin saberlo, serían testigos de la Pascua más importante de la historia, la verdadera Pascua del Señor.

Así eran premiados quienes habían abandonado la ignorancia politeísta para abrazar la religión del Dios vivo. Cuando subieron a adorar a Dios, se encontraron con alguien que valía mucho más que el Templo y que estaba listo para llevar a cabo su sacrificio como sumo sacerdote de los nuevos tiempos, ofreciéndose a sí mismo como víctima de propiciación por los pecados, no sólo del pueblo elegido, sino de toda la humanidad.

Humildad y amor

Éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, queremos ver a Jesús». Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.

Es interesante señalar la actitud de los griegos de no buscar al Señor directamente, sino a través de uno de los Apóstoles. A su vez, Felipe, a quien habían interrogado, actúa de manera similar y acuerda con Andrés, el hermano de Simón Pedro, la mejor manera de transmitir al Maestro la petición de aquellos prosélitos.

Cuando carece de humildad, el amor pierde su llama, pues el orgullo vuelve al hombre importuno y maleducado. En estos versículos, por el contrario, vemos la armoniosa conjunción de la caridad con el temor reverencial. Los griegos no se dirigen al Maestro, sino al discípulo, y éste acude al Señor en compañía de alguien más representativo, proporcionando, además del probable encuentro omitido por el evangelista, uno de los discursos más profundos y bellos de Jesús. Con razón afirma San Pablo: «La caridad no presume, no se engríe; no es indecorosa» (1 Cor 13, 4-5).

La hora de la gloria

Jesús les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre».

San Agustín2 afirma que la gloria es el conocimiento claro y laudatorio. Cuando algo bueno se manifiesta de una forma patente y provoca la exclamación entusiasta de quien lo admira, entonces hay gloria. En consecuencia, afirmar que había llegado la hora en que el Hijo del hombre sería glorificado significaba principalmente que el secreto de la divinidad de Cristo, revelado sólo a sus discípulos, sería accesible a la multitud.

«Lamentación sobre Cristo muerto», de Giotto di Bondone – Capilla de los Scrovegni, Padua (Italia)

Llama la atención que esa «hora» es la de la cruz y, por tanto, del auge de la humillación y del desprecio. ¿Cómo iba a ser posible manifestar la gloria divina en medio del fracaso? No obstante, así fue. San Mateo narra que, ante lo sucedido en el momento de la muerte del Señor, «el centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, dijeron aterrorizados: Verdaderamente éste era Hijo de Dios» (Mt 27, 54).

Los griegos deseaban ver a Jesús; pero sólo después de la Pasión, al contemplar las pompas fúnebres con las que el Padre eterno, a través de la sacudida de los elementos, solemnizaba la muerte de su Hijo, fue cuando algunos paganos abrieron los ojos al resplandor de la divinidad hasta entonces escondida. De manera admirable y sorprendente, el sangriento misterio del Gólgota se convirtió, de hecho, en la hora de la gloria del Hijo encarnado.

Jesús es la divina semilla

«En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto».

El Señor les explica a sus discípulos la importancia de dar la propia vida por la causa de Dios. Él lo hará en la cruz, y cada uno de sus seguidores deberá hacerlo por su parte, según el designio de la Providencia. La muerte pierde así su marca trágica y se transforma en causa de esperanza, gracias al martirio sufrido por Cristo.

Santo Tomás3 comenta que Jesús se presenta a los suyos como la semilla destinada a dar fruto: si Él no muriera, no se lograrían los efectos de la Redención. Entre ellos, el Angélico enumera tres: la remisión de los pecados —«Cristo sufrió su pasión, de una vez para siempre, por los pecados, el justo por los injustos, para conduciros a Dios» (1 Pe 3, 18); la conversión de los gentiles —«Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32); y la apertura de las puertas del Cielo, el acceso a la gloria por parte de la humanidad regenerada por la fuerza de su sangre —«Teniendo libertad para entrar en el santuario, en virtud de la sangre de Jesús, contando con el camino nuevo y vivo que Él ha inaugurado para nosotros a través de la cortina, o sea, de su carne, acerquémonos con corazón sincero» (Heb 10, 19-20).

¿Perder la vida para conservarla?

«El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna».

He aquí un principio que aterroriza a los hombres carnales y mediocres: es necesario morir para conservar la vida. Además de parecer contradictorio, exige el máximo sacrificio para alcanzar la eternidad feliz, lo que causa incomodidad y hastío a quienes viven como brutos, con la mirada puesta en la tierra. Los que aspiran a las cosas del Cielo, por el contrario, escuchan esa máxima del Señor como un clarinazo divino que los llena de esperanza y ardor.

Él mismo pondría en práctica esta enseñanza, afrontando su muerte ignominiosa para conquistar el triunfo de la Resurrección, como recuerda San Pablo: «Corramos, con constancia, en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, quien, en lugar del gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios» (Heb 12, 1-2).

Pero ¿qué vida se pierde y cuál es la que se gana? Se pierde la vida temporal, se gana la vida eterna. Se abandonan los deleites pasajeros ligados a la buena fama, al confort, a la seguridad y a los placeres ilícitos opuestos a la virtud angélica para abrazar una vida austera, marcada por la lucha y la persecución, que implica, en cierto modo, morir para el mundo aun permaneciendo en él. A los que abrazan este género de muerte, les está reservada la verdadera vida: el Cielo; mientras que los apegados a los deleites de una existencia voluptuosa perderán su alma para siempre en las terribles y siniestras profundidades del infierno.

No hay mayor honra

«El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará».

Los discípulos deben entender el servicio al Maestro como un seguimiento. En el Evangelio, seguir significa imitar y, por tanto, cada uno de los fieles debe proponerse ir tras las huellas del Señor hasta la cumbre del propio Calvario, habiéndolo dado todo. Quien así obre será honrado por Dios, como explica Santo Tomás: «El Padre dice: “honro a los que me honran” (1 Sam 2, 30). Por tanto, el que sirve a Jesús, buscando no sus propios intereses, sino los de Jesucristo, será honrado por el Padre de Jesús».4

Cuántos se afanan por llevar a cabo notables sacrificios para ganarse el aplauso de los hombres, que acaban resultando efímeros e inconsistentes. ¿No vale mucho más la pena luchar para conquistar las honras del buen Padre celestial? Éstas nos llenarán de felicidad sin mancha por toda la eternidad. Que cada cual haga su elección.

La sublime y trágica hora de Jesús

«Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora».

El Señor les manifiesta su angustia a sus discípulos, esperando de ellos quizá algún consuelo. Su hora será a un mismo tiempo sublime y trágica.

Sublime porque en ella se hará evidente el amor de Dios por los hombres. Suspendido en la cruz y cubierto de llagas, Jesús le mostrará al género humano hasta qué extremo de radicalidad llega su caridad y la del Padre para con los pecadores.

Pero la hora de Jesús también será trágica, porque precisamente esto sucederá en medio de un océano de horribles sufrimientos. Sin dolor no hay amor verdadero en este valle de lágrimas. El sacrificio de sí mismo llevado hasta el último límite es la única prueba de un amor desinteresado y santo.

La cruz y la gloria

«Padre, glorifica tu nombre». Entonces vino una voz del Cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo».

La súplica de Jesús es como un grito de guerra. Ante la dramática perspectiva de la Pasión que se acerca, su espíritu no se deja dominar por el miedo; más bien, lleno de santa valentía, le pide al Padre que realice la obra de la Redención con todo lo que encierra de sangriento y humillante. Y en esto, precisamente en esto, consiste la gloria del Padre. En las llagas, en el desprecio y en la muerte, el nombre del Padre, que es el Verbo eterno, se manifestará de manera refulgente a través de la humanidad desfigurada del Señor.

Llama la atención la respuesta del Padre, pues expresa la relación de las tres Personas de la Trinidad antes y después de la Encarnación. El Padre, engendrando al Hijo y amándolo con dilección eterna en el Espíritu Santo, glorificó a su Verbo rodeándolo de cariño infinito. También en la cruz, en medio del aparente abandono y aniquilación, el Padre colmará a Jesús de afecto en el Paráclito, por su entrega sin límites y su piedad filial.

Si deseamos ser amados por Dios, ya conocemos el camino: pidamos fuerzas para recorrer la vía del dolor hasta el extremo, y entonces habremos vencido y conquistado la corona inmarcesible de la gloria.

No todos distinguen la voz del Padre

La gente que estaba allí y lo oyó, decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros».

La multitud no distingue con nitidez la voz del Padre, porque sus oídos interiores no están preparados para captar la tesitura divina, excepto en sus accidentes. Algunos escuchan un sonido como de un trueno, que indica la grandeza imponente y amenazante de Dios, especialmente sugerente para quienes no viven de acuerdo con sus leyes. Otros lo perciben como una comunicación sobrenatural, pero lo atribuyen a un ángel. Son incapaces de intuir la divinidad de Jesús y lo consideran menos de lo que realmente era: un gran profeta en la mejor de las hipótesis, nunca el Hijo del Altísimo.

Sin embargo, la voz del Padre se hace oír por ellos, para salvarlos. Pidamos la gracia de tener nuestros oídos interiores siempre abiertos a las sugerencias divinas, que no dejan de llamar a nuestra puerta con el propósito de guiarnos a la verdad completa.

La cruz juzga, derrota, atrae, triunfa

«Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.

Haciendo referencia al tipo de muerte que le correspondería por determinación del Padre, Jesús anunció el juicio del mundo. ¿Qué significa eso? Siendo la más refulgente manifestación del amor, la cruz se convertiría en el parámetro de la radicalidad exigida a los hombres en el cumplimiento de los dos mandamientos que resumen toda la ley. Ya no se podría amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo sin abrazar el dolor y el sufrimiento, con un entusiasmo similar al de Jesús al cargar el sagrado leño y dejarse clavar en él. Quien amara la cruz sería considerado justo, quien la odiase compraría su propia condenación.

La cruz también manifiesta la derrota del demonio, príncipe de este mundo. En ella el Hijo de Dios se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte. Con su perfecta sumisión teñida de sangre, el Señor reparó el pecado de nuestros primeros padres y destruyó el imperio del impostor por excelencia, que es Satanás. A partir de entonces, quien abrazase la cruz con fe y determinación, jamás podría ser vencido; al contrario, aplastaría y pisotearía al enemigo infernal.

Finalmente, el evangelista menciona la fascinante belleza de la divina Víctima clavada en la cruz, capaz de atraer a todos hacia sí. El poder de atracción del amor es incalculable, y no hubo, no hay ni habrá un amor tan extremado, tan generoso, tan heroico como el del Cordero inmolado. Entonces, ¿cómo lo rechazan tantos hombres? He aquí el misterio de la iniquidad: ¿quién puede entender el pecado? (cf. Sal 18, 13).

Amar es algo serio y requiere renuncia y dadivosidad. No todos quieren pagar este tributo y prefieren permanecer cómodamente instalados entre los exiguos muros del egoísmo. ¡Ay de aquellos que rechazan el amor del Crucificado, que se nos muestra claramente! ¡Ay de los que no quieren imitarlo en el amor a Dios y a sus hermanos! Más les valdría no haber nacido, como le fue dicho a Judas, el traidor (cf. Mt 26, 24). ¡Bienaventurados, sin embargo, los que aman la cruz, porque triunfarán con Jesús por siempre!

III – La gloria de sufrir con espíritu sobrenatural

En gran medida, nuestra existencia en este mundo consiste en padecer. La cruz constituyó, sin duda, un desafío de proporciones gigantescas para el propio Jesús, pero Él lo afrontó con la valentía del más audaz de los guerreros, confiando en el amor del Padre. Imitemos a nuestro Salvador.

Él es nuestro modelo, nuestro guía, el camino trazado por Dios para que alcancemos el Cielo, es también nuestra fuerza invencible, nuestro compañero inseparable. Nadie carga con su cruz solo, porque Jesús se convierte en nuestro divino Cireneo.

Confiemos, pues, en su auxilio y en el de su Madre Santísima, Corredentora del género humano, que con Él nos ha salvado de nuestros pecados.

 

Deje sus comentarios

Los Caballeros de la Virgen

“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

version mobile ->