La gran pequeña vía

Publicado el 09/30/2023

El 30 de septiembre de 1897 moría en el convento carmelita de Lisieux, Francia, una joven religiosa que enseñó que lo importante no es lo que se hace, sino cómo se hace. Una pequeña vía recorrida con verdadero amor de holocausto se vuelve siempre sublime a los ojos de Dios. Santa Teresa del Niño Jesús por ser auténticamente pequeñita, fue también, en palabras de San Pío X, «la santa más grande de los tiempos modernos».

A menudo, los iconos de Santa Teresa del Niño Jesús están imbuidos de sentimentalismo: mirada lánguida, postura afectada, gestos endulzados… Sin embargo, basta contemplar sus fotografías, como la de la portada de esta edición, para darse cuenta de que la santidad de la «florecilla del Carmelo» no tiene nada de la ingenuidad que ciertas ilustraciones pretender inculcar.

Alguien recordará, ante esto, que Teresa es la santa de la «pequeña vía», de la humildad, de la sencillez. En efecto, según Santo Tomás, el orgullo es el mayor obstáculo para la santidad y la Santísima Virgen fue y será llamada bienaventurada únicamente porque se hizo «esclava del Señor» (Lc 1, 38).

Sí, todo esto es real, pero se trata tan sólo de un aspecto de la tríada teresiana para alcanzar la santidad. Ella consideraba, además, que «para ser santa había que sufrir mucho, y buscar siempre lo más perfecto» (Manuscrito A, 10r).

Cabe señalar de antemano que la pequeña vía es muy distinta de los lúgubres callejones de los pusilánimes. En realidad, éstos se aferran a bagatelas y la propuesta teresiana consistía precisamente en lo contrario: vaciarse de sí misma para que Cristo ocupara su alma y la elevara. Se trataba de un camino que buscaba llegar cuanto antes a la meta —el Cielo—, por medio de un «ascensor» espiritual.

Detalle de una fotografía de Santa Teresita mientras representaba una obra de teatro de Santa Juana de Arco en su convento

Más aún, la búsqueda de la perfección en la Santa de Lisieux era particularmente magnánima: para ella, «el celo de una carmelita debe abarcar el mundo» (Manuscrito C, 33v) e, inspirándose en el Apóstol, su vocación la interpelaba a buscar dones siempre mayores. Repetidas veces proclamaba que quería ser una «gran santa». Por eso, aspiraba a ser «sacerdote» para tomar a Cristo en sus manos, mártir para iluminar a las almas con su verdad y misionera para recorrer el orbe entero predicando su Evangelio. Todo ello reconociendo que su vida se consumaría detrás de las rejas de la clausura…

Teresa quería, finalmente, haber realizado por Cristo todas las acciones posibles a los santos. Sin retraimiento, le rogaba a Jesús «TODO, TODO, TODO», conforme escribió altisonante en una carta a su hermana Celina.

Nótese también que el «sufrir mucho» para alcanzar la santidad es un aspecto frecuentemente omitido en los círculos pusilánimes. Como destacó cierta vez el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, trabajar, muchos trabajan; rezar, algunos rezan; sufrir, nadie quiere… Así, Teresa refuta las concepciones mediocres de santidad, inspirada por el amor de víctima expiatoria: «La santidad no consiste en decir cosas bonitas, ni siquiera en pensarlas o en sentirlas… Consiste en sufrir, y en sufrirlo todo» (Carta 89, 2v). En esta misma misiva a Celina, concluye: «¡La santidad hay que conquistarla a punta de espada! ¡Hay que sufrir…, hay que agonizar…!».

Santa Teresita en cama pocos meses antes de su fallecimiento

A las puertas de la muerte, la espada en ristre de Teresa no consistió en emprender la cruzada de Santa Juana de Arco, cuya vida tanto le había inspirado. Antes bien, en lugar de un alazán de combate le fue dado un lecho de enfermería; en lugar de estandarte, un crucifijo, que empuñaba firmemente. ¿Se habría obliterado su misión?

Por supuesto que no. Ella enseñó que lo importante no es lo que se hace, sino cómo se hace. Una pequeña vía recorrida con verdadero amor de holocausto se vuelve siempre sublime a los ojos de Dios. Teresa de Lisieux, por ser auténticamente pequeñita, fue también, en palabras de San Pío X, «la santa más grande de los tiempos modernos».

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