La humildad y honestidad en la oración: la súplica del publicano pecador

Publicado el 10/23/2022

En las lecturas de este domingo 23 de octubre, Nuestro Señor nos deja una bella enseñanza con la parábola de la oración del fariseo y del publicano, mostrando la pésima actitud de aquéllos que se porfían de sí mismos, considerándose justos y despreciando a los demás, llamándolos de “ladrones, injustos y adúlteros”.

Hno Néstor Naranjo, EP

Delante de Dios que sondea nuestras entrañas, y ante quien no hay subterfugios posibles ya que nos penetra hasta lo más íntimo de nuestro ser, es necesario que los hombres nos compenetremos de la importancia de manifestarnos siempre honestos frente a Él, con pureza de intención, alegando el infortunio e indigencia de nuestra naturaleza, cuando nos vemos lejos de su gracia, pobres o ausentes de méritos…

Esa integridad del honesto, honrado y probo delante de Dios, por la cual el alma se muestra en toda su pequeñez, sin dobleces ni máscaras delante de la sublimidad y sabiduría del Señor, conquista el Corazón divino, atrae sus bondades y limpia de toda mancha e inmundicia nuestro ser, nos hace proclives a recibir del cielo su perdón y ser colmados de su misericordia y su clemencia, pues Dios nunca rechaza “un corazón contrito y humillado”.

La oración del humilde atraviesa las nubes y no se detiene hasta que alcanza su destino, no desiste hasta que el Altísimo lo atiende… (Ecl. 35, 12-21).

El Eclesiástico nos enseña que la oración del humilde atraviesa las nubes y no se detiene hasta que alcanza su destino, no desiste hasta que el Altísimo lo atiende… (Ecl. 35, 12-21). Ésta es, por lo tanto, una oración osada, llena de resolución y emprendimiento, pues tiene fe y confianza en Dios, que atiende generosamente al alma que se abaja confundida y contrita ante su divina Majestad. En su raíz hay una profunda dependencia y sujeción, así como un pleno reconocimiento de su condición pecadora; es agradecida y perseverante y no flaquea ante la espera y la prueba, pues para obtener el beneplácito del Señor, es menester muchas veces el sacrificio de un sufrimiento confiado.

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En las lecturas de este domingo 23 de octubre, Nuestro Señor nos deja una bella enseñanza con la parábola de la oración del fariseo y del publicano, mostrando la pésima actitud de aquéllos que se porfían de sí mismos, considerándose justos y despreciando a los demás, llamándolos de “ladrones, injustos y adúlteros”. Ése es el fariseo engreído y soberbio, que con su sola presencia humilla al pecador contrito y afligido, al publicano que se reconoce indigno delante de Dios, y que pide su perdón, abatido, pero lleno de confianza.

Por el instinto de lo divino, natural en el hombre, éste siente una arrolladora tendencia hacia lo perfecto, hacia un ideal elevado que lo trascienda. De ahí, su deseo de grandezas, las cuales pretende encontrar por dos vías o caminos bien diferenciados el uno del otro; el primero, errado en su fundamento: la soberbia, siguiendo el ejemplo y perfidia de los ángeles rebeldes, que a la cabeza de lucifer se levantaron contra el plan de Dios, proclamando “non serviam” – no serviré; también nuestros primeros padres se dejaron morder por este espíritu de insumisión fruto del orgullo; y a lo largo de la historia, de igual manera, todos aquéllos que pusieron la satisfacción de sus propios intereses y egoísmo por encima de la gloria de Dios: la Grecia antigua, el imperio romano y todo el mundo pagano. Todos ellos, sin excepción, se deshicieron como el viento, desaparecieron, “como se derrite la cera al calor del fuego” (Salmo 68:2), por haberse dejado arrastrar por el orgullo, consumidos por la ambición.

Ídem, todos aquéllos que después de ser objeto de las bondades de la redención obrada por nuestro Salvador, rechazan su llamado, picados fundamentalmente por el orgullo y la sensualidad, haciendo su vida al amparo de su egoísmo.

La segunda vía, es el camino de la humildad, como María y como Cristo, el Salvador: “porque miró la humillación de su esclava”… “Dios ensalza a los humildes y humilla a los soberbios”; ya que “el que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado”.

En Efesios 4:2, San Pablo nos advierte:

Sed siempre humildes y amables, pacientes, tolerantes unos con otros en amor.

Llama la atención la unión que el Apóstol hace entre las virtudes de la humildad y la amabilidad. El humilde es afable, es paciente, es tolerante para atraer al pecador; su amabilidad conquista los corazones y transforma muchas veces las almas endurecidas, que ven en la caridad cristiana, auténtica, y que no exige retribución, la imagen viva del perdón de Dios.

Y en Filipenses, 2:3, nos conmina:

No hagáis nada por egoísmo o vanidad; más bien, con humildad considerad a los demás como superiores a vosotros mismos.

Dura norma se nos impone con esto; pues, al hombre le es difícil aceptar la superioridad de los demás; sobre todo, cuando él percibe que naturalmente pueden ser personas más apocadas, con menos inteligencia, fuerza de ánimo, entereza de espíritu, capacidad creadora… No obstante, el ejercicio de abajamiento de sí mismo, nos deja claro que todas esas buenas cualidades naturales nos vienen de lo alto y no de nuestra propia industria o esfuerzo; y, que, si Dios nos ha enriquecido con esos dones, es para que, empequeñecidos reconociendo su Causa primera, nos hagamos servidores de los otros. Así, ante Dios seremos grandes pues nos hicimos subalternos movidos por la caridad. Y ésta es la única grandeza que debe interesarnos en la vida terrena: saber que el Señor califica o cualifica nuestra altura.

En Proverbios 11:2 y 22:4, el Espíritu Santo nos presenta esta norma:

Con el orgullo viene el oprobio; con la humildad, la sabiduría.

El reconocer como bueno lo que conduce al bien es propiamente el sentido de la sabiduría. Así pueden comprenderse las palabras de San Pablo sobre aquello de que la sabiduría del mundo es necedad ante Dios (1 Cor 3,19); la sabiduría es uno de sus atributos. Sin embargo, el hombre, dejándose absorber por la necedad y vaciedad de las cosas y criterios humanos, llega a extremos de orgullo y de soberbia tan extravagantes y extremos, que muchas veces, construye verdaderos abismos de locura y él mismo obtiene como fruto y resultado, el oprobio, la infamia, y la degradación. Con la humildad sucede diametralmente lo opuesto: el humilde actúa con sabiduría y sensatez y atrae la simpatía y el afecto de los demás con su ausencia de pretensión.

Recompensa de la humildad y del temor del Señor son las riquezas, la honra y la vida.

Si el hombre actúa pues con humildad y sin pretensiones, su gratificación y galardón es un profundo espíritu de largueza, revestido de dignidad y buen renombre y un saborear ya en esta tierra de las delicias celestiales.

Pidamos a María Santísima, obra prima de las manos de Dios, quien, a pesar de su inmensa grandeza, se juzgaba como la más humilde de las esclavas y siervas, que Ella nos obtenga de su divino Hijo y Señor, este bello y singular atributo que hoy hemos considerado.

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