Cuando colocasen la última piedra del templo, el infeliz arquitecto entregaría su alma al diablo…
En la era de las grandes navegaciones, cuando América aun se encontraba en los albores de la civilización, había en Quito un ilustre arquitecto cuyas excelsas construcciones eran causa de admiración para todos los habitantes de la ciudad. Su nombre era Cantuña y descendía de una antigua estirpe de indígenas.
Transcurría el año de 1550, cuando algunos sacerdotes franciscanos españoles solicitaron a este constructor que edificase una magnífica iglesia en homenaje a San Francisco de Asís, fundador de la Orden. El arquitecto aceptó el pedido de los padres y les prometió concluir la obra en el plazo de un año.
No obstante, este hombre tenía una costumbre terrible: la borrachera. Siendo así, derrochó todos los bienes con el fin de saciar su vicio, gastándose incluso todo el pago que había recibido de los franciscanos.
Pasaba el tiempo… la fecha de entrega se acercaba y Cantuña estaba cada vez más desesperado y no sabía que hacer. Todos los habitantes de la ciudad estaban ansiosos por ver la iglesia concluida.
Sin embardo, cuando faltaban pocos días para que expirase el plazo determinado, Cantuña tomó una lamentable decisión: haría un pacto con el demonio, entregándole su alma a cambio del término de la construcción. El demonio se le apareció y aceptó tal contrato y, ansioso por recibir el alma del desafortunado hombre, convocó innumerables legiones de espíritus malignos para terminar la iglesia.
Cuando colocasen la última piedra del templo, Cantuña entregaría su alma al diablo.
De lo alto de los cielos, San Francisco viendo a esta alma débil en peligro inminente, rogó a la Santísima Virgen que librase a este pobre infeliz de la condenación eterna. Entonces, Nuestra Señora se le apareció a Cantuña, que al volver en sí, se arrepintió de su maleficio. La Madre de Dios lo consoló afectuosamente, diciéndole que no se preocupase con el problema pues Ella misma lo resolvería.
Finalmente, llegó el día de la entrega de la iglesia. El demonio, habiendo concluido ya la obra y contento con la perdición de Cantuña, le exigió la entrega de su alma. Pero él quiso cerciorarse que el trabajo estuviera de veras terminado.
Recorriendo el edificio, ambos notaron una falla: faltaba una piedra en una de las paredes. María Santísima había escondido la última piedra y gracias a ella, el hombre escapó de las garras del demonio.
¿Historia para niños? No. Aquí va una lección que sacamos de este hecho: cuando seamos puestos delante de situaciones “sin salida”, recurramos a la Medianera de todas las gracias. Ella sabrá arrebatarnos de las garras del demonio y reconducirnos a los brazos de su Divino Hijo Jesús.