La Iglesia pertenece a Cristo

Publicado el 04/18/2021

El presbítero es el representante del pueblo ante Dios, pero no es elegido por la comunidad, sino por Dios mismo. Somos sacerdotes en Cristo, único y supremo Pontífice.

El Antiguo Testamento usa la expresión Kahal Yahvé para referirse a la asamblea litúrgica de Israel, el pueblo reunido para rendir culto a Dios. Dicha expresión ha servido de inspiración para comprender a la Iglesia como edificio espiritual, registrada en el corto fragmento de la Carta a los efesios que hemos escuchado en la segunda lectura.

Toda construcción posee unos cimientos, y el edificio espiritual de la Iglesia tiene como fundamento la confesión de fe de los Apóstoles, registrada en los Evangelios y en todo el Nuevo Testamento, e interpretada de forma continua por la Tradición
viva de la Iglesia. Ese edificio también posee paredes, que son todos los bautizados.

Estas paredes están unidas a las columnas fuertes de los ángulos y, sobre todo, a la piedra angular que es Jesucristo.

Para que la Iglesia no pierda su identidad, ha de estar íntimamente unida a Cristo, por la fe, por el amor,por la esperanza, por la vida de la gracia. La vida de Jesús, su palabra, sus gestos, sus actos, sus opciones, son preceptivas para la Iglesia en toda su historia.

De este primer punto de nuestra reflexión podemos sacar ya una conclusión para nuestra vida cristiana: la Iglesia es una realidad maravillosa. Ha nacido no de abajo, sino de lo alto; nació del pueblo, pero de Dios. Por eso mismo la Carta a los efesios que hemos escuchado en la segunda lectura llama a la Iglesia de familia de Dios.

Llamamiento, elección y misión en la vocación a los ministerios

La Iglesia posee diferentes ministerios. Los principales son los que tienen su origen en el sacramento del Orden: el de los obispos, el de los presbíteros y el de los diáconos. Y todo ministerio tiene su origen en una vocación, realidad misteriosa y profunda que puede ser dividida en tres etapas: la elección, el llamamiento y la misión.

La elección, es hecha según el eterno y misterioso designio de Dios: Jeremías fue elegido para ser profeta en el vientre de su madre, antes de su nacimiento.

La segunda etapa es el llamamiento. Puede llegar a través de un signo exterior, como el testimonio de un amigo, la invitación de un sacerdote o, sobre todo, por la vida de fe de una familia. Pero cuando el llamamiento llega, la gracia actúa en el corazón de esa persona para que pueda responder adecuadamente. Por eso Cristo afirma, en el capítulo sexto del Evangelio de San Juan: “Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado” 

Por consiguiente, la gracia de la vocación consiste en una atracción por Cristo, y el Evangelio de San Marcos nos da un ejemplo bastante completo de ello. Lo primero que Jesús hace cuando comienza su ministerio en Galilea es reunir discípulos. Llama a Andrés, a Simón Pedro, a Santiago y a Juan, y los cuatro inmediatamente lo dejan todo —la barca de pesca, las redes, al padre— para seguir a Jesús, porque se sienten atraídos por Él.

A semejanza de los primeros Apóstoles, los diáconos que ahora van ser ordenados sacerdotes sintieron también el llamamiento de Cristo y lo siguieron porque sintieron esa misma atracción.

La tercera etapa es la misión. Vo‐ cación y misión son inseparables, como las dos caras de la misma moneda. Dios llama siempre para conferir una misión. En el Antiguo Testamento convocó a Jeremías para que fuera profeta de las naciones; en el Nuevo Testamento, Cristo se dirige a los Apóstoles y les da una misión. Llama a Andrés y a Pedro, que eran pescadores, y les dice: “Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres” (Mc 1, 17). Un poco más adelante vio a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, que estaban repasando las redes, y también los llamó (cf. Mc 1, 19) a la misión de anunciar el Evangelio de la salvación a todas las gentes.

Nadie puede presentar méritos para ser ordenado

El que es enviado en misión no está solo: Dios lo acompaña.

Conforme hemos visto en la primera lectura, Él convoca a Jeremías a una misión de profeta diciéndole: “Yo estoy contigo” (Jr 1, 8). En el Nuevo Testamento, Cristo resucitado envía a los Apóstoles y les dice: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 20). El Evangelio de San Marcos termina de una manera muy bonita. Después de narrar la Ascensión del Señor, afirma que los Apóstoles salieron en misión, y el Señor que había subido al Cielo “cooperaba” con ellos (cf. Mc 16, 20).

Hermanos y hermanas, la misión no es una obra simplemente humana. Es una obra divino‐humana. Y los que van a ser ordenados esta mañana han sido llamados a ser sacerdotes de Dios Todopoderoso.

La Carta a los hebreos —el texto que trata oficialmente del sacerdocio de Cristo en el Nuevo Testamento— nos da dos definiciones de sacerdote. Primera: el sacerdote es el representante del pueblo ante Dios; es el que ofrece oraciones, sacrificios por los pecados del pueblo. Pero es necesario prestar mucha atención en este punto: el sacerdote es el representante del pueblo ante Dios, pero no es elegido por la comunidad, sino por Dios mismo. Nadie tiene el derecho a ser sacerdote; nadie puede presentar méritos para ser sacerdote.

Siempre me he emocionado al leer la introducción de la Segunda Carta de San Pablo a Timoteo. Pablo se encuentra en la cárcel y se acuerda del día en que impuso las manos sobre la cabeza de Timoteo para que se convirtiera en sucesor de los Apóstoles, se hiciera sacerdote. Y Pablo le escribe entonces: “Te recuerdo que reavives el don
de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos” (1, 6). Y continúa: “Dios nos salvó y nos llamó con una vocación santa, no por nuestras obras, sino según su designio y según la gracia que nos dio en Cristo Jesús desde antes de los siglos” (1, 9).

Nadie, repito, tiene el derecho a ser sacerdote, nadie puede presentar obras, méritos para ser sacerdote. Es un don de Dios completamen‐ te gratuito.

Somos sacerdotes en Cristo, único y perfecto Pontífice

Y la segunda definición que la Carta a los hebreos ofrece sobre los sacerdotes es más profunda todavía. El sacerdote es llamado pontífice, puente que une a la humanidad a Dios, y en ese sentido Cristo es el único y perfecto Sacerdote. Por eso la Carta a los Hebreos lo llama de Sumo Sacerdote. Y de hecho, en la cruz, Cristo realizó lo que los antiguos sacerdotes trataban de llevar a cabo con sus sacrificios sin lograrlo: la perfecta reconciliación de la humanidad con Dios.

Somos, por tanto, sacerdotes en Cristo. Él es el único, es el perfecto Sacerdote. Nosotros participamos de su sacerdocio. Y dentro de poco se hará un gran silencio en este templo. Cuando el obispo, sucesor de los Apóstoles, repita el gesto al que se refiere Pablo en la Segunda Carta a Timoteo e imponga sus manos sobre la cabeza de cada uno de los ordenandos, habrá un gran silencio en este templo. Porque ahora es el momento del Espíritu Santo.

Presencia silenciosa y activa del Espíritu Santo

Es interesante observar que en la Historia de la salvación casi siempre la presencia del Espíritu es una presencia silenciosa, pero activa.

Narra el Libro del Génesis que al principio de la Creación el Espíritu, a semejanza de una gran ave, sobrevolaba en las alturas. Pero esa presencia silenciosa del Espíritu daba calor a toda la Creación para que de ella surgiera la vida. También en el Bautismo de Jesús la presencia del Espíritu es silenciosa, pero activa. La presencia del Espíritu en forma corpórea de una paloma muestra a todo el pueblo que Jesús es el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios.

Igualmente silenciosa y activa es la presencia del Espíritu en la ordenación sacerdotal. El Espíritu unge interiormente a la persona para que pueda configurarse a Cristo, Sumo Sacerdote, actuar in persona Christi capitis, en la persona de Cristo que es la cabeza de la Iglesia. El Espíritu hace que el ordenado sacerdote se convierta, sacramentalmente, en otro Cristo.

Por eso mismo en la celebración de la Eucaristía va a poder decir sobre el pan y el vino: “Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros. Éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros”. Y en el sacramento de la Reconciliación va a poder decir: “Yo te absuelvo de tus pecados”.

En la celebración de la Eucaristía el sacerdote toma el pan y el vino en sus manos y da gracias. Hermanos y hermanas, el don del sacerdocio es tan grande, es tan sublime que cada día el sacerdote debe dar gracias a Dios por ese don. Dar gracias por ese don pertenece —lo podemos decir— a la espiritualidad de cada sacerdote. Cada vez que celebra la Eucaristía y da gracias a Dios por el don del sacerdocio, está reavivando, como le pide Pablo a Timoteo, el don de Dios que recibió por la imposición de las manos del obispo, sucesor de los Apóstoles.

La barca de la Iglesia no es nuestra, sino de Cristo

Y ahora una breve reflexión sobre la Cátedra de San Pedro, el principal apóstol de Cristo, cuyo sucesor es el obispo de Roma, el Santo Padre.

La cátedra es el símbolo del poder de enseñar, no sus propias opiniones, sino la verdad revelada por Dios e interpretada según la Tradición viva de la Iglesia. El Papa Benedicto XVI, cuando tomó posesión de la cátedra de su diócesis en Roma, en la Basílica de San Juan de Letrán, afirmó: “Aquel que se sienta en la cátedra de Pedro debe recordar las palabras que el Señor dijo a Simón Pedro en la hora de la última Cena: ‘Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos’ ”.

Por lo tanto, en la celebración de esta Eucaristía vamos a rezar por el Papa Francisco, para que, con alegría, con fidelidad, cumpla la misión que Cristo le ha confiado: confirmar a toda la Iglesia en la fe.

Pero quiero concluir esta reflexión nuestra recordando además las palabras solemnes del Evangelio: “tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18). Esta expresión de Jesús “mi Iglesia” sirvió de inspiración al Papa Benedicto XVI para que al final de su pontificado dijera, mejor aún, gritase bien alto en la Plaza de San Pedro: “La barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya. Y el Señor no deja que se hunda” (Audiencia general, 27/2/2013).

Santa Teresa de Jesús, al final de su vida, le agradecía a Dios morir siendo hija de la Iglesia. Debemos cada día agradecerle a Dios el ser hijos de la Iglesia de Jesucristo, “mi Iglesia”, como Él dijo. Amén.

Trascripción de la homilía pronunciada en la ceremonia de ordenación presbiteral el 22/2/2016. Basílica de Nuestra Señora del Rosario, Caieiras (Brasil)

 

 

 

 

 

 

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