Cabe a los laicos tornar sagrada la propia sociedad temporal, tarea que exige gran dedicación y la generosa disposición de a ella consagrar toda la existencia. A quien siga esta vía de renuncia y entrega está prometida una gran gloria: vivir en los brazos de María Santísima y bajo su protección.
¿Qué viene a ser la consecratio mundi?
La sociedad temporal, como todas las cosas creadas, debe estar consagrada a Dios, ofrecida a Él y ordenada según los designios divinos, para así colaborar en su obra. En eso consiste la consecratio mundi: volver sagrada la misma sociedad temporal, tarea que Pío XII1 afirma que es específicamente de los laicos.
Apostolado propio e insustituible
A veces oigo personas que elogian a ciertos sacerdotes en los siguientes términos: “Fulano es formidable. Da la impresión de que no es padre. Es divertido, un camarada, conversa sobre todo, sabe quién ganó la última competencia, anda en Lambretta. Nadie se imaginaría lo que él hace. Así es que me gustan los padres: bien modernos e igual a nosotros.” Y el pobre Padre Fulano piensa del mismo modo…
Se trata de una concepción equivocada de la condición sacerdotal. El padre es un ministro del Señor. Él hace parte del clero, de aquellos llamados a vivir en una atmósfera sagrada y no en la que se mueve el común de los hombres. La sacristía y el altar constituyen el lugar propio del padre y, si él no está ahí, todo queda desierto y la iglesia no funciona. Si hay alguien que no debe llevar la vida de un laico, es un padre.
¿Entonces, quién va a llevar a los diferentes medios sociales la Palabra de Dios? Nosotros, los laicos. Y por eso, en el discurso al Segundo Congreso Mundial del Apostolado de los Laicos, el Santo Padre Pío XII muestra muy bien que la Iglesia está constituida de tal manera que nunca habrá padres en número suficiente para atender las necesidades del apostolado. Para entrar en las Facultades, en las oficinas, en los tranvías, en los buses, en cualquier parte, es necesario que haya laicos y que estos sean portadores habituales de la Palabra de Dios.
Por una razón de número y de misión propia, el apostolado laical no es sustituido por la acción de los sacerdotes. Y, por lo tanto, la principal tarea del sacerdote no consiste en hacer todo, sino en formar grupos de buenos laicos, que por toda parte entren, actúen y produzcan aquella parcela de bien que cabe a la sociedad temporal realizar para la santificación de las almas.
Se cuenta que, en cierta ocasión, Pío XII preguntó a un grupo de cardenales con los cuales conversaba: “Eminencias, ¿qué es más necesario para la santificación del mundo en los días actuales?” Un cardenal pensó un poco y respondió que faltaban iglesias grandes, porque con iglesias tan pequeñas, nadie iba a Misa. Otro dijo que sería necesario desarrollar la prensa católica, pues por medio de ella todos oirían la Palabra de Dios. Y un tercero levantó el tema de las misiones. El Papa oyó a todos y concluyó: “Nada de eso es verdad. Lo más necesario hoy, es que en cada parroquia exista un puñado de laicos realmente católicos, que lleven la Palabra de Dios a la sociedad temporal. Si hubiera eso, la crisis del mundo contemporáneo estaría conjurada.”
Yo no presento ese hecho como argumento, porque no me gusta jugar con palabras pronunciadas por los Papas en conversaciones particulares. Pero, si non è vero, è bene trovato2. Aunque él no las haya dicho, eso es verdad y estoy enteramente de acuerdo con el inventor de esa fábula, si fue inventada.
Entrega especial a Dios en el estado laical
Ahora bien, si el apostolado de los laicos es tan necesario, se percibe sin dificultad que exige una gran dedicación. Esa acción jamás será suficientemente desarrollada si cierto número de laicos generosos no va más allá de un simple apostolado común y no consagra a ella su vida, dentro de su ambiente propio.
Se comprenden, entonces, las directrices del Santo Padre Pío XII en la Encíclica Sacra Virginitas, en la cual él afirma que el celibato representa el estado ideal, aunque no se trate de un padre o de una monja, porque, en sí misma considerada, la castidad perfecta significa una entrega mayor a Dios Nuestro Señor y proporciona más tiempo para servir a la Iglesia.
Es decir, un movimiento laico no puede mantenerse sin muchas personas que dediquen su vida entera a él, casi como un sacerdote, aunque continúen en las filas del laicado. Y esa entrega especial a Dios en el estado laical es tan agradable a Él, que actualmente la Iglesia cuenta con asociaciones sólo de laicos, que continúan viviendo en sus casas, pero practican la pobreza, la castidad y la obediencia, para actuar mejor en el apostolado. Ahí se ve la importancia que la Iglesia da a esa idea del laico que se conserva en el mundo, trabaja en él para la salvación de las almas y se une al servicio de Dios por medio del celibato, a semejanza del sacerdote. Se trata de un apostolado en que muchos –no digo todos intencionalmente– se consagran enteramente, de tal manera que renuncien a todas las cosas de la Tierra.
Sin embargo, cabe resaltar que aquellos que constituyen familia deben continuar sirviendo ese apostolado en la medida en que los lazos matrimoniales lo permitan, sin dejarse dominar por el siguiente estado de espíritu: “Yo hago apostolado porque quiero, aunque no estoy obligado a hacerlo.”
El Santo Padre Pío XII nos enseña lo contrario: el laico también está obligado a hacer apostolado, porque es hijo de la Iglesia. La vida no le fue dada para gozar, sino para cargar la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo y santificarse. Todos los problemas de carrera y otros de ese tenor son completamente secundarios ante la santificación de nuestras almas y la del prójimo. En ese esfuerzo que los laicos desarrollan, nadie tiene el derecho de decir que deben sacrificarse únicamente aquellos que son muy inteligentes, organizadores y capaces. No es así. Aquí se aplica la parábola de los talentos: cada uno debe prestar cuentas a Dios, aunque sea por un solo talento recibido. ¡Ay de nosotros si dejamos el talento enterrado, sin fruto!
Dos caminos, una elección
Me acuerdo de una serie de problemas que se me presentaron cuando yo contaba entre diecinueve y veinte años. Yo tenía mucho deseo de hacer carrera y disponía de los medios para eso. Por otro lado, me venía a la mente la idea de dedicarme al apostolado, y la sensación viva de lo que yo podría realizar por la Iglesia.
Yo imaginaba los dos caminos. El primero, sin hacer apostolado: me veía como un hombre provecto, rico, bien colocado, usufructuando todos los deleites que la vida puede dar. Después me imaginaba haciendo apostolado y sentía que, en este caso, el mundo no me recibiría bien y mi carrera quedaría gravemente perjudicada. Además, percibía que, si quisiese conservarme como un hombre recto, jamás conseguiría los cargos que deseaba.
Sin embargo, al pensar en la primera hipótesis, me veía con las manos vacías de méritos y contemplando la Iglesia, mi Madre, abofeteada, pisoteada, negada, abandonada, servida con negligencia y poca inteligencia, por cobardes que huían cuando ella era seriamente atacada, mientras yo me hartaba con lo que la vida ofrece, con el pecho cubierto de medallas, sentado en un palacete o en un automóvil de lujo. Confieso que sentía náuseas de esas cosas, náuseas de mí mismo, náuseas de todo cuanto no fuese el cumplimiento de mi deber. La visión de Jesucristo en el Huerto de los Olivos y siendo crucificado, me hacía comprender que esta vía no solo me conduciría a la perdición, sino que también me daría un constante asco de mí mismo.
Y hoy percibo que, si hubiese muerto en ese camino, Dios me habría pedido cuentas de las almas de todos aquellos que perteneciesen a nuestro Movimiento. Yo le respondería que no los conocía y nada sabía al respecto de ellos. Entonces el Divino Juez me diría: “Según los planes eternos de mi Providencia, tú deberías haber establecido una relación con ellos. No obstante, en el momento en que ellos necesitaron de tu acción directa o indirecta, tú, por tu cobardía, por tu ambición, por tu falta de sentido moral, por tu indiferencia fundamental con relación a mí, por tu vergonzosa adoración de ti mismo, no sabías que esas personas existían. Ahora tú serás medido, pesado y juzgado. E irás al Infierno, porque todas las veces que uno de aquellos que me personificaban –pues todo católico es miembro de mi Cuerpo Místico– necesitó de ti, era Yo que tenía sed de un buen consejo y tú no me lo diste; Yo que estaba desnudo de fuerzas para resistir al adversario y tú no me vestiste. Yo te di recursos para actuar como debías, ¿y tú qué hiciste? Te hartaste de comida, te embriagaste de bebida, te cubriste de condecoraciones fatuas, te convertiste en un hombre importante y te divertiste en palacios y Cadillacs, y a Mí me dejaste solo.” Si eso me sucediese, habría sido merecido.
Responsabilidad del apóstol, aun siendo laico
Me acuerdo que, algún tiempo después de haber resuelto entrar a la Congregación Mariana e intencionalmente no hacer carrera, leí un hecho de la vida de San Juan Bosco que me impresionó mucho. Él era niño y soñó que hombres de todas las razas cercaban su cama, con las manos juntas, pidiéndole que fuese enseguida hasta donde ellos. Muchos años después, Dios le dio la interpretación del sueño. Los salesianos son misioneros y se esparcieron por la Tierra, y eran esas almas que ellos deberían evangelizar, las que estaban al lado de la cama de Don Bosco, pidiendo que él se apresurase, porque necesitaban ser salvadas.
Si yo, a los veinte años, hubiese tenido un sueño así, ciertamente vería a los Ángeles de la Guarda de muchos de los que entraron y aún entrarán en nuestro Movimiento, pidiendo que me apresurase.
Pero lo que vale para mí, vale para cualquier bautizado. Si cada uno pudiese ver las almas que debe edificar y salvar, vería también, al lado de su propio lecho, a los Ángeles de la Guarda de esas almas, pidiendo que se apresurase. Porque los acontecimientos corren, el Infierno no duerme, el demonio trabaja constantemente, y a todo momento se precipitan almas en el Infierno. Se comprende entonces, la tremenda responsabilidad de un apóstol, incluso cuando es laico. Debemos dedicarnos al apostolado de alma y corazón, así como el buen sacerdote que vive para su ministerio con toda dedicación, pues sabemos cuántas cuentas Dios nos pedirá del inmenso bien que podemos hacer.
Una recompensa demasiadamente grande
Dios toca en el corazón de cada uno de nosotros diciendo: “Hijo, ven y sígueme.” Hubo un pintor alemán que hizo un cuadro representando a Nuestro Señor tocando en una puerta, como símbolo del Buen Pastor que toca a la puerta del corazón humano. Cuando fue expuesto, el lienzo causó sensación. Entonces cierta persona se aproximó al pintor y dijo: “El cuadro es muy bonito, pero falta una cosa. Ud. se olvidó de colocar la cerradura en la puerta.” El pintor respondió: “Hice eso a propósito. La puerta del corazón no tiene cerradura por el lado de afuera; ella solo se abre por dentro.”
De un modo análogo, el Divino Espíritu Santo nos pide que le abramos la puerta. Darle todo, consagrarle todo, es lo que Dios nos pide. Y consagrar todo no es consagrar mucho, sino consagrar aquello que más duele. El que tiene la manía de ser orgulloso, que sea humilde. El que tiene tendencia hacia la impureza, procure ser casto. El que tiene deseo de hacer carrera, procure apagarse. Cada uno dé a Nuestro Señor aquello que le cuesta más, porque Él realmente lo merece.
Ahora cabe decir una palabra sobre la recompensa.
Dios prometió: “Yo mismo seré vuestra recompensa demasiadamente grande” (cf. Gn 15, 1). O sea, ¡Él no da una recompensa, sino que Él es la recompensa! Y en eso se asemeja a un Rey que dice a sus soldados: “No los voy a condecorar, no les concederé el título de duque, ni siquiera les entregaré mi trono; me daré a mí mismo a los soldados que hubieren combatido por mí.” Se trata de una recompensa verdaderamente demasiada.
Esa recompensa no consiste únicamente en la salvación eterna, sino que se inicia en esta Tierra. Una imagen nos puede ayudar a comprender eso. Imaginemos dos barcos que navegan en el Lago de Tiberíades. Uno de ellos lleva pescadores comunes, sobre los cuales se cierne la protección divina, según la Providencia general que Dios tiene para con todos. En el otro barco la situación es diferente… Los vientos soplarán sobre esta embarcación. Pero Nuestro Señor se levantará y, como narra el Evangelio (cf. Mt 8, 26-27), los vientos y los mares le obedecerán y la tormenta será aplacada. A veces Él pedirá a los tripulantes del barco que anden sobre las aguas, como San Pedro, y los sustentará.
Del mismo modo, quien fue llamado por una providencia especial de Dios, tiene el derecho y la obligación a una confianza especial en Él.
Dios exige mucho de aquellos a los cuales desea dar mucho
Cuando tengamos problemas de vida interior difíciles y nebulosos sobre manera, recemos a Nuestra Señora, seguros de que Ella nos ayudará a progresar. Cuando nuestro apostolado estuviere en crisis, recemos a Nuestra Señora, seguros de que sobre nosotros se cierne una providencia especialísima.
Cuando surjan dificultades financieras, recordemos que Dios ama a aquellos que siguen la vía de la incertidumbre. Cuando notemos que las cosas se complican con facilidad, afirmémonos en la certeza de que somos del número de aquellos a quien Dios protege. Cuando quedemos en una situación extrema, sin tener a nadie a quien apelar, y nos conservemos en una paz completa, seguros de que Dios nos ayudará, ahí seremos verdaderos hijos de Él.
Entonces tendremos lo que Dios nos prometió, esto es, la recompensa demasiadamente grande: después de atravesar muchas dificultades, lo sentiremos a nuestro lado, constantemente protegiéndonos y apoyándonos. Esta es la vía de la confianza especial en la Providencia, y confianza en cada caso concreto, que tienen el derecho de seguir aquellos que se entregan a Dios en esta vida.
Es muy conocida la historia de Abraham. Dios le había prometido que sería padre de una numerosa descendencia, de la cual nacería el Mesías. Sin embargo, ese hombre que daría origen a una prole fecunda permanece estéril hasta la vejez y, cuando tiene un hijo, el Señor le pide que lo inmole. Con una confianza ciega en la Providencia, él no discute ni raciocina. Y solo en el momento en que el sacrificio está interiormente realizado, al punto de que él levanta el brazo para el golpe, el ángel aparece y lo detiene. Delante de esa prueba de confianza, el mensajero celestial le dice que su descendencia sería más numerosa que las estrellas del cielo y las arenas del mar.
A veces Dios nos exige mucho, para dar mucho también. La raza de los que viven en la situación extrema es la raza de aquellos a quien Dios nunca fallará. Deseemos la gracia de quedar, por lo menos algunas veces, en ese estado, de renunciar a todas las cosas de la Tierra para solo anhelar las del Cielo, de comprender esta vocación especial, de la cual tendremos que prestar cuentas severísimas. Pero comprendamos todo eso a la luz del amor de Nuestra Señora, que tiene un amor inexpresable por cada uno de sus hijos y los ampara siempre.
La vida de renuncia y de dedicación completa del laico tiene esta gran gloria: es una vida en los brazos de María y bajo su protección.
Extraído de conferencia del 21/1/1958
Notas
1) Cf. Alocución al Segundo Congreso Mundial del Apostolado de los Laicos, 5/10/1957.
2) Del italiano: “Si no es verdadero, está bien encontrado.”