Mons. João Scognamiglio Clá Dias
En 1946, el Autor se matriculó en el Grupo Escolar José Bonifácio, ubicado muy cerca de su casa.[1] Allí los alumnos recibían clases de Catecismo, impartidas por un sacerdote agustiniano. Pero el niño participaba en aquellas clases con una impostación[2] de espíritu algo diferente de la que manifestaban sus colegas. Mientras que éstos empezaban a ser introducidos en los asuntos religiosos, él encontraba en las lecciones del sacerdote la explicación de los hechos que ya había experimentado, y esto lo llevó a asistir con verdadero encanto y entusiasmo.
Formado en la escuela de San Agustín, el religioso no se limitaba a hacer que los niños memorizaran las clásicas preguntas y respuestas sobre las nociones básicas de la doctrina católica, sino que ilustraba el asunto con muchas historias, adecuadas para despertar la fe en corazones inocentes. Una de ellas impresionó tanto al Autor que hasta hoy la mantiene viva en su memoria.
En una época en que no había cura para el mal de Hansen, en una cierta ciudad aparecieron tres leprosos que, debido al peligro de contagio, fueron desterrados a una isla desierta. Pronto fueron diagnosticados otros casos de la terrible enfermedad, aumentando así el número de habitantes del lugar, que pasó a llamarse isla de los leprosos.
El sacerdote describió con todo detalle la situación que vivían aquellos pobres hombres, abandonados a su propio destino por sus conciudadanos, sin ningún tipo de alimento. Olvidados de todos e incapaces de labrar la tierra, los leprosos se vieron en la contingencia de tener que confiar pura y simplemente en la ayuda sobrenatural. Erigieron un altar improvisado, sobre el cual pusieron una imagen de la Virgen que uno de ellos había llevado consigo, y pasaron el día en oración, suplicando la protección de la Madre de Misericordia. Al caer de la tarde, avistaron una barca sin tripulación que se iba acercando a la playa. ¡Cuál no fue la sorpresa de todos ellos cuando, acercándose a ella, vieron que estaba llena de delicias! Una vez que retiraron las provisiones, la pequeña embarcación comenzó por sí misma a alejarse, hasta que se perdió en el horizonte.
Los leprosos hicieron un banquete esa noche y se fueron a descansar con el alma rebosando de gratitud. Sin embargo, había una incógnita que los dejaba afligidos: «Hoy han sido atendidas nuestras oraciones, pero ¿qué es lo que va a pasar en los próximos días? Recemos. ¡Dios proveerá!». Al rayar el alba, se pusieron de nuevo en oración y, poco después, divisaron la misma barca, cargada de alimentos.
Todos los días fueron renovando las súplicas a María Santísima, y el milagro también se renovó: la embarcación arribaba a la playa con las provisiones necesarias para una jornada y luego se distanciaba. Nunca supieron de dónde venía o cómo se movía.
El sacerdote concluyó: «Dios actúa así con nosotros. Y si cuida incluso de los pájaros del cielo, de los perritos, de los animales del campo, y no permite que ninguno de ellos pase hambre, ¿cómo nos va a abandonar a nosotros, que somos sus hijos? ¡No! Dios siempre vela por nosotros, desde que recemos».
Este hecho marcó profundamente al niño que, maravillado, exclamó interiormente:
«¡Qué poder tiene la oración! ¡Debemos rezar mucho, porque realmente, Dios nos atiende!». De esta manera, se le quedó grabada, para toda la vida, la convicción de que todo se puede obtener por medio de la oración. Y a partir de entonces adquirió el hábito de rezar muchas Avemarías en sus dificultades.