En un amanecer impregnado aún por los restos de una fuerte tempestad caída durante la noche, el pueblo católico de una pequeña aldea egipcia caminaba con decisión por callejuelas tortuosas y resbaladizas, preocupándose en no llegar atrasado a la ceremonia que lo esperaba.
Iban todos a la misa dominical que sería celebrada en la pequeña y única iglesia de la región. Antonio, joven fuerte y virtuoso, igualmente se dirigía, deseoso al extremo de recibir las gracias de la Eucaristía.
Como es común a la juventud de todos los tiempos, él se preguntaba con frecuencia como sería su futuro, tenía ansias de grandes realizaciones, las cuales siempre depositaba a los pies de Nuestro Señor Sacramentado, pues no quería hacer nada que fuese contrario a las inspiraciones del Espíritu Santo.
Iniciada la ceremonia, con las grandezas y al mismo tiempo simplicidades de una liturgia no tan desarrollada como la de nuestros días (pues la Iglesia, cual tierna niña, tenía en aquella época solamente 270 años), Antonio se entusiasmó por estar en aquel recinto sagrado, sintiendo gracias profundas de unión con Dios.
Cuando oyó del predicador, al inicio de la homilía, las palabras del Evangelio “Si quieres ser perfecto, ve, vende tus bienes… y después sígueme” fue tomado por una fuerza interior.
Apenas terminó la Misa, corrió en dirección a su casa, la vendió a un amigo, así como todos los bienes que poseía, y confiando la educación de su joven hermana a algunas vírgenes que habitaban en la aldea, partió hacia el desierto, a fin de llevar una vida ascética, enteramente contemplativa y dedicada a la adoración divina.
San Antonio, como es hoy conocido, falleció a los 105 años de edad y recibió de la Santa Iglesia el título de Patriarca y Maestro de la vida monástica, tales fueron las virtudes heroicas que practicó en el más perfecto aislamiento con Dios, especialmente durante épicas luchas que trabó contra el demonio. Su fama se esparció de tal forma por todo el mundo cristiano, que el propio emperador romano Constantino le escribía, pidiendo consejos espirituales.
El joven rico del Evangelio
Pocos siglos antes, otra escena muy semejante a ésta había ocurrido, con resultados bien diferentes.
Estando en Judea, después de haber obrado innumerables milagros en Galilea, enseñaba Jesús delante de una gran multitud, cuando se aproximó de Él un joven que le preguntó: “Maestro, ¿qué debo hacer para ganar la vida eterna?” Ese joven,
conforme comenta el célebre exegeta Fillion, poseía un alma noble y pura, y hasta aquel momento había llevado una vida ejemplar. Estaba por tanto, en estado de gracia, pero sentía que le faltaba algo para alcanzar la santidad.
Jesús se alegró al ver el deseo de perfección que en ese hijo suyo afloraba, y pronunció aquellas divinas palabras – que después repetidas por un sacerdote, convirtieron a Antonio – invitándolo a ser su íntimo discípulo y compañero de apostolado.
Entretanto – ¡Oh misterio del libre arbitrio humano! – ese joven que practicaba habitualmente la virtud y que estaba siendo invitado por el propio Hombre Dios a ser uno de sus apóstoles, tuvo una reacción bastante diferente de la del gran Patriarca. “Oyendo aquellas palabras, el joven partió muy triste, pues poseía
muchos bienes.”
Ambos jóvenes se encontraban en situaciones de vida espiritual semejantes y recibieron gracias similares.
Somos llevados a creer que el “joven rico” del Evangelio, siendo llamado directamente por Jesús, haya recibido mucho más.
¿Cómo comprender entonces la diferencia de actitudes? ¿Cuál es la llave de ese misterio?
Fidelidad a la gracia
Si recorremos los tratados de vida espiritual, veremos que el problema crucial para progresar en el camino de la perfección sobrenatural es la fidelidad a las gracias recibidas.
Afirma un gran teólogo contemporáneo, el P. Antonio Royo Marín, O. P., en su obra Teología de la Perfección Cristiana, que así como sería imposible respirar sin aire, sin la gracia de Dios nos sería impracticable el más pequeño acto sobrenatural, por ejemplo, un mero gesto de caridad para con el prójimo. De esta forma, durante las 24 horas del día, estamos recibiendo gracias de Dios que, como al “joven rico” del Evangelio, nos invitan a seguir a Cristo. Es preciso esto sí, ser fieles a ese constante apelo divino.¿Cómo conseguirlo?
Debemos inicialmente, enseña la Santa Iglesia, desear recibir con docilidad las gracias que nos pueden transformar, cooperando con ellas generosamente.
Dios en la economía normal de su Providencia, subordina las gracias posteriores que Él quiere darnos, al buen uso que damos a las anteriores.
La simple infidelidad a una gracia puede cortar toda la secuencia de las que Dios nos daría sucesivamente, ocasionando una pérdida de consecuencias imprevisibles, como sucedió con el “joven rico”.
Continúa diciendo el P. Royo Marín que “en el cielo veremos como la inmensa mayoría de las santidades frustradas – mejor sería decir, absolutamente todas ellas – se malograron por una serie de infidelidades a la gracia – tal vez meramente veniales, pero plenamente voluntarias –, que paralizaron la acción del Espíritu Santo, impidiéndolo de llevar el alma hasta el ápice de la perfección.”
Acción del Espíritu Santo
¡Cuántas veces el Espíritu Santo se ve obligado a suspender su acción sobre un alma, por ver que paso a paso ella va rechazando las buenas inspiraciones que recibe! Si al contrario, la persona va siendo fiel a esos impulsos, pasa a adquirir
gradualmente facilidad y deleite en el ejercicio de la práctica de las virtudes, produciendo excelentes frutos.
Toda persona que está en estado de gracia es un templo del Espíritu Santo, nos recuerda el Catecismo Romano. Pero, ¿no es cierto que muchas veces dejamos a Dios aislado dentro de nosotros, para vivir fuera, apegados a las cosas del mundo?
En medio de nuestras responsabilidades profesionales o familiares, que a veces toman cuenta de nuestro día entero, o durante los momentos de justo descanso, debemos estar con una atención interior presta a responder a los llamados de nuestro divino Huésped, concientes de que todos nuestros actos, por más insignificantes que sean, son tomados por Él como grandes y preciosos, cuando
los practicamos con la intención de agradarle.
Pero, para que podamos actuar así, es indispensable que nos entreguemos con confianza y serenidad en las manos de la Virgen, sin la cual es imposible vivir libres de la influencia de nuestras pasiones, que manchan nuestros ofrecimientos.
Y entonces como San Antonio, siempre que sintamos una inspiración de la gracia, corramos al instante, sin hacer esperar al Espíritu Santo un solo segundo, para atender a su invitación con corazón alegre y generoso.tranquilidad de alma se apoderan de nosotros, pues, verdaderamente, la sumisión, la fidelidad al Espíritu Santo, es la llave de oro de la santidad.