La malicia del pecado mortal

Publicado el 12/04/2022

No se necesita apenas tiempo para cometer un pecado mortal. Bien poco tiempo hace falta para apretar el gatillo de un fusil o lanzar una bomba. Y lo mismo, un pecado de pensamiento, de deseo, se puede llevar a cabo en un segundo. Pero aun en este tiempo tan breve, por pequeño que sea, es necesario que el hombre se dé cuenta real de lo que hace y lo consienta libremente.

Padre Georges Hoornaert, SJ.

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Tercer cuadro. Un hombre que hasta un momento dado ha vivido bien, comete un pecado mortal; un sólo pecado mortal, no algo realizado en estado semiconsciente o semivoluntario, sino un pecado que supone una deliberación y una rebeldía clara.

Ese hombre, si muriera sin reconciliarse con Dios, caería en el infierno.

Y sin embargo , repitámoslo por tercera vez, no se trataría de cien pecados mortales, ni de diez ni de dos, sino de uno. Y la justicia de Dios es perfecta. Si llega a verificarse la muerte, la conclusión es la condenación eterna.

Nunca podemos tener la certeza de un hombre se ha condenado, aun cuando parezca morir en el acto de pecar. En efecto, hasta ahora no se ha encontrado un criterio absolutamente cierto de la muerte, fuera de la descomposición, que sobreviene relativamente tarde. Si el hombre puede no morir en realidad, si no media hora más tarde de lo que se cree (después de una lenta consunción, por ejemplo), o aun dos horas y más (después de un accidente que ha encontrado todavía intactas las reservas vitales), ¿no podría durante ese intervalo de sobrevida hacer un acto de perfecta contrición y rendirse a los últimos golpes misericordiosos de la gracia?.

Yo no podré probaros a que esto suceda. Pero tampoco tú podrás probarme que no suceda. Nunca, pues, hay certeza de la condenación.

Evidentemente que sería una locura dejar el asunto de la mconversión para semejantes momentos. Desde luego esa vida posterior no pasa de ser probable. Y además, aun suponiendo que el hombre viviera todavía, ¿no se hallaría en un estado comatoso o inconsciente?

¿Se puede razonablemente remitir el negocio más grave a un momento tan desfavorable y aun incierto? ¿Se obraría de igual manera, si se tratara de un testamento… de un interés que mucho se estima?

San Ignacio termina su meditación con un coloquio con Cristo crucificado. Hombre, que tan ligeramente hablas del pecado, mira lo que ha hecho del pecado. Ha dado muerte al Hombre-Dios. Ante el cadáver de Cristo, ¿comprendes por fin la gravedad del pecado?

Ahora que has reflexionado sobre la enormidad del pecado mortal, está el alma en disposición de entender aquellas palabras del Maestro:

Si, pues, tu ojo derecho te es ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo de ti; más te conviene que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado en el infierno. Y si tu mano derecha te es ocasión de pecado, córtatela y arrójala de ti; más te conviene que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo vaya al infierno. (Mateo 5, 29)

Tal vez nos veamos tentados a decir: Maestro, duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo? (Juan 6,60).

Sin embargo, esto es lo que se hace todos los días con algunos enfermos o accidentados para salvarles la vida. Ellos aceptan la mutilación de una parte del cuerpo como último remedio. Pensemos, por ejemplo, en los diabéticos a los que se les amputa una pierna gangrenada para salvar su vida.

Todo esto obedece a un principio elemental de sentido común: vale más sacrificar la parte que el todo, y la integridad de los miembros que la existencia.

Señor, que eres el buen médico de nuestras almas, cauteriza mis llagas, corta por lo vivo, con tal que me perdones en la eternidad.

Esto que tan bien lo comprendemos para la vida del cuerpo, apliquémoslo también para la vida del alma, y digamos con San Agustín: Señor, que eres el buen médico de nuestras almas, cauteriza mis llagas, corta por lo vivo, con tal que me perdones en la eternidad.

Por lo demás, es cosa clara que las palabras de nuestro Señor: Arráncate el ojo, córtate la mano, no son más que una metáfora. Ni Él ni la Iglesia han ordenado jamás a ninguno que se arranque el ojo o que se corte una mano.

Tales expresiones nos vienen a decir de una manera expresiva: súfrelo todo, acéptalo todo, como los mártires, antes que perder tu alma con un pecado mortal.

El punto hasta aquí examinado es la gravedad del pecado mortal. Reflexionemos ahora un poco en la naturaleza del pecado mortal.

¿Qué es una culpa grave?

Es una culpa en que se dan simultáneamente los tres elementos:

1- Materia grave;

2- Deliberación perfecta;

3- Consentimiento pleno.

Lo acabamos de decir: pecado mortal significa que, si uno muriese en ese estado, caería en el infierno. Infierno, ¿nos damos cuenta de lo que significa? Llegar a estar separado de Dios por toda la eternidad. ¡La desgracia para siempre!

El pecado mortal no es una noción de suma o de duración.

a) No es una noción de suma o de multiplicación. En otros términos, no hay que imaginarse que los pecados veniales, sumándose unos a otros, acaben por formar una cantidad tan grande, que den por resultado un pecado mortal.

Mil pecados veniales no hacen un pecado mortal, porque estos dos conceptos son irreductibles, el uno al otro. Es lo del dicho vulgar: cien peras no hacen una naranja.

b) No se trata tampoco de una cuestión de duración. Una falta de vanidad, de pereza, puede prolongarse por varias semanas, y permanecer leve. Una blasfemia puede no durar más que un momento y, sin embargo, si se pronuncia libre y conscientemente, dándose cuenta de lo que significa, es grave.

No se necesita apenas tiempo para cometer los peores pecados.

Bien poco tiempo hace falta para apretar el gatillo de un fusil o lanzar una bomba. Y lo mismo, un pecado de pensamiento, de deseo, se puede llevar a cabo en un segundo. Pero aun en este tiempo tan breve, por pequeño que sea, es preciso que el hombre se dé cuenta real de lo que hace y lo consienta libremente.

El pecado mortal, por tanto, no es una noción de duración o de suma, sino de gravedad. Es la aversión a Dios, como si dijéramos, volver las espaldas a Dios, llegar conscientemente a una ruptura completa de relaciones con Él, a una rebeldía e insurrección contra Dios.

De esta definición del pecado mortal se deducen varias reglas, tanto más importantes, cuanto que se aplican, no sólo a los pecados de impureza, sino a todos los pecados sin excepción.

Tomado del libro La gran guerra, el combate de la pureza; pp. 27-31

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