La necesidad del sufrimiento

Publicado el 03/27/2024

El hombre es creado en estado de prueba, y siente al mismo tiempo, horror y necesidad de ella. Es similar a la psicología del guerrero medieval que desea la batalla, pero se cubre con cota de malla y otras protecciones; aunque se proteja contra los sufrimientos, quiere el riesgo, porque se da cuenta que así su vida toma sentido y pasa a merecer el Cielo.

Plinio Corrêa de Oliveira

En el conjunto de los sufrimientos que el hombre necesita asumir en esta tierra, existen diferentes modalidades, que corresponden, por así decirlo, a zonas en que el alma humana necesita sufrir.

El estado de prueba y el sentido de la vida

El hombre fue creado, independientemente del pecado original, en un estado de prueba. Así, es normal que tenga algo en lo más profundo de su ser que le haga sentir oscuramente que, si no ha sido probado, no ha vivido. Aunque sienta de modo confuso cuánto la prueba le hace sufrir, tiene una especie de deseo de pasar por ella, porque siente cómo eso da sentido a su vida y le hace merecer el Cielo.

Nunca he visto elementos que me permitan responder a esta pregunta: “¿Sabrían los ángeles y, más tarde Adán y Eva, que serían probados?” Si lo supieran, querrían que llegara el momento de la prueba para que, en medio del dolor, encontraran algo más allá de todas las alegrías de su existencia. Por así decirlo, al pasar este trago amargo, su ser tomaría mayor consistencia, llevándolos a una perfección de orden necesaria para ser ellos mismos.

Pensemos en Adán paseando por el Paraíso, contemplando tantas maravillas, y Dios bajando para conversar con él. Todo esto era muy bello, no ofrecía ninguna dificultad y formaba su alma, que crecía en santidad. Todo era magnífico. Pero en un determinado momento sufrirían la prueba, o su vida no tendría sentido. La capacidad de sufrimiento es algo dentro del alma humana que al mismo tiempo tiene horror a la prueba y siente la necesidad de ella.

De cierto modo, es similar a la psicología del guerrero medieval que quiere la batalla y la lucha, pero se preocupa enormemente en cubrirse con cota de malla, con protecciones contra los golpes que él mismo desea. Entonces, al mismo tiempo, ansía el riesgo y se protege contra los golpes. Sin embargo, consideraría una lucha frustrada si su armamento defensivo fuera tal que no corriera ningún riesgo. Esto parece un movimiento contradictorio, pero no lo es.

El objetivo del guerrero medieval, de un cruzado, era liberar el Santo Sepulcro, y para ello afrontar el sufrimiento con riesgo de la propia vida. Pero, además, había la noción de que en algo su existencia debía terminar en algo muy duro, so pena de quedar frustrado. Si hubiera pasado por la vida sin un gran sufrimiento, no habría vivido.

Una de las peores frustraciones de la vida

El Dr. Plinio durante una conferencia en febrero de 1986

Creo que todo el desequilibrio de las personas está en esto: o corren frenéticamente en dirección al sufrimiento, que no es el caso; o huyen sórdidamente del dolor.

Imaginemos una conversación en un muelle entre muchos marineros, antiguos piratas, que sufrieron brutalidades. Los miraríamos con interés. Si nos mostraran a uno con una mejor apariencia, conservado y satisfecho, y nos dijeran: “Este fue maravillosamente preservado de todo riesgo y dolor, y fue feliz todo el tiempo”. Pensaríamos que debería ser expulsado del barco, mientras que tendríamos un cierto alivio al contemplar al viejo lobo de mar, con una pierna o un brazo menos, faltándole un ojo, pero contando sus hazañas.

Esto debe estar en el alma de toda criatura. Es una capacidad de sufrimiento, algo en el sentido del ser, a través del cual el individuo siente que está en un estado de prueba, y su propio ser pide la prueba para completarse a sí mismo. Así como, naturalmente, el niño quiere crecer y alcanzar la estatura de un adulto, con el mismo empeño el hombre quiere pasar por los dolores de la vida.

Una de las peores frustraciones de la vida ocurre cuando los padres no enseñan esto a sus hijos, o los sacerdotes a sus fieles, creándoles la ilusión de que en la existencia no debe haber ningún sufrimiento. Cuando sobreviene algún dolor, es por mala suerte y que Dios parece estar violando las reglas del juego.

¡Lo que se enseña a este respecto hoy en día –la mayoría de las veces de forma explícita y de todas las formas posibles– es simplemente fabuloso! Resultado: el individuo queda más o menos como alguien que encalló a la edad de doce años, sin llegar a la madurez. Entonces, pasan las generaciones y la persona cumple setenta años, pero juega con sus nietos como un colega más.

El hombre que no ha sufrido no se pone problemas en materia de doctrina, no hace preguntas, no comenta, ni presenta dificultades, escucha una exposición con cara de muñeca de porcelana. Al final de la conferencia, el orador le pregunta:

¿Estuvo bien?

Muy bien, usted hizo una muy feliz exposición…

Si llevan té al salón, estará mucho más interesado con el té que en todo lo demás. Lo hace porque está equivocado, porque no le han puesto en la cabeza esta gran verdad: “Ud. tiene una capacidad de sufrimiento: o sufre o muere con la impresión de no haber vivido”.

Cabe señalar que aquí no entra la noción de pecado, ni siquiera la de expiación por los otros. Preliminarmente, es la consideración de un estado. El individuo lo anhela porque se encuentra en este estado de prueba. Y cuando huye de eso, está condenado a ser un perpetuo imberbe toda su vida. No hay remedio.

Holocausto y gravedad, sin los cuales la vida se hace insoportable

Hay hombres sobre los que recae una providencia especial, y otros que están en la línea de la providencia general. Esta, sin embargo, se presenta en la vida del individuo de manera que posea una unicidad. En este sentido, creo –a menos que la Iglesia enseñe algo mejor– que para cada hombre hay una providencia peculiar, que gira en torno a lo siguiente:

Hay algo que, por el propio sentido de ser, uno desea que sea el centro de su vida y que, a veces, se necesita renunciar. En un momento dado, se le pide eso y esa renuncia significa un holocausto equivalente a pedir la vida.

El holocausto puede ser el siguiente: el individuo tiene una tendencia a ser relajado y a hacer del relajamiento la gran alegría de su existencia. Frente una determinada situación, decide: “No seré relajado, sino que, por el contrario, me convertiré en un modelo de observancia y exactitud”. Y toma esta decisión con tal fuerza que será disciplinado por el resto de su vida.

Todos los hechos menores de su vida valen en virtud del momento en que resolvió llevar a cabo este holocausto: “Ya no tendré aquel relajamiento que iba a ser la delicia de mi vida”.

Esta prueba puede ser un gran acto fundamental, a la manera de un hombre que ofrece como sacrificio a Dios su huerto y quema diariamente ante el Creador todo el fruto producido el día anterior. De la misma manera, toma los frutos del relajamiento, que podría comer con deleite, y los quema delante de Dios mediante una perfecta disciplina.

En este sacrificio hay un primer elemento, el cimiento de la gravedad. De hecho, un hombre que haya resuelto esto ve la vida de otra manera, y cuando no la considera así, se hace incapaz de compromiso. Es un niño pequeño que hace planes en el vacío, deambulando de un lugar a otro y sin un orden definido.

Ahora bien, el joven sin compromiso sufre más de lo que sufriría ese mismo hombre siendo serio.

Tomen un muchacho que posee un pequeño y reluciente automóvil con el que pasea todo el día, juega el tiempo entero, y que llega a la edad de veinticinco años sin haber hecho nada más que eso. Todos lo miran y piensan: “¡Qué joven tan feliz!” En realidad, va llevando dentro de sí algo parecido con uno de esos dispositivos de alarma que se instalan en los automóviles para denunciar al ladrón. El chico se ha robado a sí mismo y queda oyendo la alarma que gime en su interior: “No estás viviendo, no estás viviendo, no estás viviendo… Eso no es vida, eso no es vida, eso no es vida… No seas así, no seas así, no seas así…”

Entonces él trata de reír y bromear aún más para dar la ilusión a los demás de que está viviendo bien. Todos se divierten con él, pero luego lo desdeñan. Sin embargo, aunque no lo despreciaran, aquella alarma insoportable continuaría sonando dentro de él.

Fidelidad a la inocencia delante del sufrimiento

Puyi, vestido con  el uniforme de emperador de Manchukuo

 

El otro día estaba leyendo extractos de la historia del último emperador de China. Poseía varios palacios llenos de objetos de arte, oro, piezas de incalculable valor. Pero se notaba que eran para él lo que el arroz y los frijoles son para nosotros. Faltaba que pusiera el holocausto en el centro de su vida.

La capacidad de sufrimiento es lo que atormenta al hombre cuando no sufre. Pero no se trata de un padecimiento cualquiera; es el sufrimiento de una vida. Cada uno de nosotros está llamado a cargar una cruz. Debo llevar la mía y no sirve de nada ponerla sobre los hombros de otra persona para que la cargue. Hay una cruz hecha para Plinio Corrêa de Oliveira. Necesito encontrarla. Me va a doler el hombro de una manera especial, ¡pero debo cargarla!

Existe en la criatura racional un deseo que no es necesariamente malo, sino que corresponde a un problema, que es una prueba que se transforma en tentación. Por ejemplo, Satanás no cometió el pecado original; tenía un problema, una cuestión de orgullo, que terminó en un choque. Necesitaba romper algo en sí mismo.

Aquí está el problema: se trata de algo que es necesario quebrar en sí. No debemos considerarnos como un bebé de porcelana intacto, que se puede romper con cualquier golpe. Eso es falso. Somos como los árboles: o nos podan, o realmente no servimos para nada.

Si alguien dice: “¡Jardinero bárbaro, que poda la planta!” La respuesta será: “¡Oh, crítico estúpido, que no conoce el árbol!”

El individuo, en su inocencia primigenia, no tiene noción de cuál es ese punto. La prueba le llega inesperadamente, pareciendo contrastar con las luces de la inocencia. De repente, tiene una decepción, un dolor que parece ser lo opuesto a toda esa luminosidad de la inocencia, y algo medio antiaxiológico1 viene a decirle: “O tú, para ser fiel a esa inocencia, soportas este dolor antiaxiológico, o huyes de ella y pierdes la inocencia”.

De modo que la axiología y la inocencia parecen ser una misma cosa, y en cierto momento el dolor surge como un problema. Es antiaxiológico y pide a todos los hombres que entren en este corredor oscuro. Si uno huye de él, la propia inocencia –tan axiológica–, pasa, sigilosa e inadvertidamente, a secretar venenos en el alma.

Lucha continua en todos los aspectos de la vida

Plinio a los ocho años de edad

La vida me pidió algo fundamental ya en la infancia: pasar de mi tendencia a la pereza a una vida de combate hasta el final de mis días. Una batalla integral, en primer lugar, para ser yo mismo y no dejarme arrastrar por esta vorágine, sino para efectuar mi holocausto de punta a punta.

Más tarde, cuando la comprensión fue mayor –a la edad de siete u ocho años yo no era capaz de entender eso–, surgió la necesidad de luchar por la Causa de la Iglesia Católica y la Civilización Cristiana, que venía como una propagación de aquella opción fundamental.

Yo veía dos mundos y tuve que elegir, por amor, uno contra el otro, y no dejarme separar del que amaba para unirme al otro. Aunque no formulé esta oración a Nuestro Señor Jesucristo directamente, rezaba en este sentido: “¿Ne permittas me separare a Te; ¡ab hoste maligno defende me!”2

Es la lucha continua, presente en todos los aspectos de la vida. No estoy considerando aquí la culpa original. Sin duda, mi inclinación a ser perezoso era una consecuencia de este pecado; Adán –antes de cometerlo–, Satanás, San Miguel Arcángel no lo tenían. Pero como ejemplo en esta tierra, solo puedo mencionar a las personas concebidas en el pecado original.

Esta lucha es tan dura que abarca toda una vida, pero quedan muchas pequeñas cosas colaterales agradables que el individuo puede y, nótenlo bien, debe deleitarse. Para unos puede ser la buena salud, para otros un buen apetito y la posibilidad de comer bien, para un niño será un juguete. Por ejemplo, no lo recuerdo, pero es posible que, al día siguiente de haber pasado por una probación, me regalaran una nueva caja de soldaditos de plomo y me divertí con ella. Es perfectamente comprensible, está en el buen orden de las cosas.

Sin embargo, cuando la persona piensa que está exhausta de tanto sufrir, en el momento en que lo consideraría menos adecuado, la Providencia comienza a pedirle otro sufrimiento. Y aquí sí, entra algo con cierto carácter expiatorio: ella pecó y, además de lo que debería soportar según el plan inicial, necesita cargar más. O bien, él no pecó, pero otros han pecado y no lo cargan. Y si la persona quiere ganar la gran batalla, debe soportar.

Nuestro Señor, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, fue la Víctima inocente; nosotros somos víctimas culpables. Pero está claro que una buena parte de nuestros sufrimientos no se dirigen a la expiación de nuestros pecados, sino de los pecados de otros. Entonces empiezan a suceder cosas que no tienen sentido, de las que no sabemos si se deben a la expiación de nuestras faltas o de las ajenas. En esto hay un sufrimiento colateral, que se suma al primero.

Notas

1Axiología viene del latín axis, is: eje. Así, en la concepción del Dr. Plinio, la palabra “axiología” y sus derivados se refieren siempre al “eje” que debe orientar la vida de la persona, es decir, el fin para el cual el hombre ha sido creado y su vocación específica, en torno al cual se deben girar todas sus ideas, voliciones y actividades.

2Del latín: No permitas que me separe de ti; del enemigo malo, defiéndeme.

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