La obligación de dar buen ejemplo

Publicado el 12/17/2021

Nada es tan eficaz en la observancia del mandamiento divino de amar al prójimo por amor a Dios, como un comportamiento edificante y el ejemplo de una vida íntegra, con miras a la salvación eterna de nuestra familia.

Los que actúan así desempeñan el papel de un elocuente heraldo de la verdad. Recordemos, a este respecto, lo ocurrido con el gran San Francisco de Asís, cuya preocupación primordial era la de instruir a los hombres con el ejemplo, más que con las palabras.

Un día invitó a un monje a que le acompañara a predicar. Después de dar un paseo por los alrededores, regresaron al monasterio sin haber pronunciado una sola palabra.

Sorprendido, su compañero le preguntó: “Pero ¿dónde está el sermón?”. Y el santo le respondió que el simple hecho de que dos religiosos se presentasen con modestia ante la población ya constituía una predicación.  En efecto, San Francisco no se cansaba de enseñarles a sus primeros seguidores que “todos los hermanos deben predicar a través de sus obras”. 

A lo largo de la Historia muchos santos dieron a las almas, con su simple presencia, la limosna del buen ejemplo. “He visto a Dios en un hombre”, exclamó un abogado de Lyon al referirse a San Juan María Vianney cuando le preguntaron qué había conocido en Ars.  Según narran las crónicas, un hermano lego de la Compañía de Jesús, que tenía que salir todos los días para hacer compras, ganó más almas para Dios con sus conversaciones y buenos ejemplos que muchos misioneros con sus predicaciones.

Invitado por el arzobispo de Évora para que hiciera un sermón en la catedral, San Francisco de Borja trató de escabullirse alegando cansancio y enfermedad, pero recibió esta respuesta: “No quiero que predique, sino que suba al púlpito, y que vean al que dejó cuanto tenía por Dios”.

¡Ay del mundo a causa de los escándalos!

A ese respecto, San Antonio María Claret nos ofrece una expresiva figura: “La doctrina es como la pólvora; pero el ejemplo es como la bala, que hiere o mata: la pólvora sola no hace más que ruido; así la doctrina sola no hará más que ruido; preciso es ponerle algún ejemplo que sirva de bala”. 

Por lo tanto, el ejemplo puede tener dos efectos: herir o matar. La buena acción realizada delante de un pecador lo hiere y le hace percibir el camino errado por el que andaba, y al mismo tiempo lo estimula a practicar el bien. Una acción mala, por el contrario, expone al prójimo a la ruina espiritual, es decir, a la muerte. Y esto es el pecado de escándalo.

Santo Tomás así define el escándalo: “Dicho o hecho menos recto que ofrece ocasión de ruina”.  Severas son las palabras del divino Maestro al referirse a esta falta: “Es imposible que no haya escándalos; pero ¡ay de quien los provoca! Al que escandaliza a uno de estos pequeños, más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar” (Lc 17, 1-2).

El gravísimo pecado de escándalo no sólo perjudica a quien lo recibe, sino también a quien lo comete. “Al primero porque la falta cometida, como consecuencia del escándalo, le priva de la vida de la gracia de Dios en su alma. Al segundo, por hacer el mismo papel del demonio —perder a las almas—, añadido el gusto de arruinar la inocencia ajena”. 

San Ambrosio y San Agustín

Muy a menudo, recorriendo las páginas de la hagiografía y de la historia de la Iglesia, encontramos el buen ejemplo en la raíz de las más estupendas conversiones. En esos casos el fulgor de las virtudes de algún gran santo le sirve a Dios como instrumento para herir con su dardo de amor al alma de los que desea atraer enteramente hacia sí.

La vida de San Ambrosio está llena de hechos magníficos, no obstante, la “piedra más preciosa de su corona de gloria es la conversión de San Agustín”. Llenísimo de la sabiduría del mundo, pero lejos de la de Dios, Agustín andaba errante en las vías del pecado y de la herejía, al haber adherido a la doctrina de los maniqueos. Conocía algunos puntos de la doctrina católica, pero no se dejaba conmover.

Al trasladarse de Roma a Milán, aquí encontró al obispo Ambrosio. “A él era yo conducido por ti sin saberlo, para ser por él conducido a ti sabiéndolo”,  escribiría más tarde en sus Confesiones. Las palabras de Ambrosio cautivaban la atención de Agustín, pero su contenido no le preocupaba. Con el paso del tiempo, fue abriendo su corazón a las enseñanzas del obispo, hasta decidirse a buscar argumentos que demostrasen la falsedad del maniqueísmo: “La fe católica no me parecía vencida, todavía aún no me parecía vencedora”. 

Sin embargo, lo que de hecho lo condujo a adherir a la verdadera religión fue el ejemplo del santo obispo de Milán: “Le gustaba no sólo oír sus sermones, sino también pasarse horas enteras en su despacho, en silencio, viendo a ese hombre de Dios trabajando o estudiando”. 

Finalmente, declara San Agustín: “Desde esta época empecé ya a dar preferencia a la doctrina católica”. 

Y afirma el Papa Benedicto XVI: “De la vida y del ejemplo del obispo San Ambrosio, San Agustín aprendió a creer y a predicar”. 

La iglesia progresa siempre en gracia y santidad

Si es verdad que el día de Pentecostés el Señor derramó sobre los Apóstoles y los primeros discípulos la plenitud del Espíritu Santificador, también es cierto que los miembros del Cuerpo Místico de Cristo continuaron y continuarán recibiendo ese mismo Espíritu a lo largo de los siglos, y la Iglesia no dejará de desarrollarse, perfeccionarse, purificarse y santificarse hasta el fin del mundo.  Más y mejores frutos espirituales serán siempre producidos por ella a través de las generaciones. Su perfume se extenderá por toda la tierra, aguijoneando la conciencia de los
malos y embriagando el alma de los buenos

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