
El Hijo de Dios glorificó siempre al Padre con sus obras y vino al mundo para enseñar a los hombres a glorificarlo. Y les ha enseñado la forma de honrarlo con esta oración que se dignó dictarles. Debemos, pues, rezarla con frecuencia y atención y con el mismo espíritu con que El la compuso.
San Luis María Grignion de Montfort
El Padrenuestro u Oración dominical saca toda su excelencia de su autor, que no es un ser humano, ni ángel, sino el Rey de los ángeles y de los hombres, Jesucristo. “Era necesario –dice San Cipriano– que quien venía como Salvador a darnos la vida de la gracia, nos enseñara también, como celestial maestro, el modo de orar”. La sabiduría del divino Maestro se manifiesta claramente en el orden, dulzura y fuerza de esta divina plegaria.
Es corta, pero rica en enseñanza. Es accesible a los ignorantes, pero llena de misterios para los sabios.
El Padrenuestro encierra todos los deberes que tenemos para con Dios, los actos de todas las virtudes y la petición para todas nuestras necesidades espirituales y materiales. “Es el compendio del Evangelio” -dice Tertuliano.
“Aventaja -dice Tomas de Kempis- a los deseos de los santos”. Compendia todas las dulces expresiones de los salmos y cantos, implora cuanto necesitamos, alaba a Dios de manera excelente, eleva el alma de la tierra al cielo y la une íntimamente con El.
Dice San Juan Crisóstomo que quien no ora como lo ha hecho y enseñado el divino Maestro, no es discípulo suyo. Y que Dios Padre no escucha con agrado las oraciones que elabora el espíritu humano, sino la que su Hijo nos ha enseñado.
Debemos recitar la oración dominical con la certeza de que el Padre eterno la escuchará por ser la oración de su Hijo, a quien El escucha siempre (Ver Jn 11, 42 y Heb 5,7) y cuyos miembros somos (Ver Ef 5,30). ¿Podría acaso un Padre tan bueno rechazar una súplica tan bien fundada, apoyada como está en los méritos e intercesiones de Hijo tan digno?
Asegura San Agustín que el Padrenuestro bien rezado borra los pecados veniales. El justo cae siete veces por día (Ver Prov 24,16), pero con las siete peticiones del Padrenuestro puede remediar sus caídas y fortificarse contra sus enemigos. Es oración corta y fácil, a fin de que -frágiles como somos y sometidos como estamos a tantas miserias- recibamos auxilio más rápidamente rezándola con mayor frecuencia y devoción.
Desengáñate, pues, alma piadosa, que desprecias la oración compuesta y ordenada por el Hijo mismo de Dios a todos los creyentes. Tú, que aprecias solamente las oraciones compuestas por los hombres ¡como si el ser humano, por más esclarecido que sea, supiera mejor que Jesús, cómo debemos orar! Tú que buscas en libros humanos el método de alabar y orar a Dios, como si te avergonzaras de utilizar el que su Hijo nos ha prescrito y vives persuadida de que las oraciones contenidas en los libros son para los sabios, mientras que el Rosario es bueno solamente para las mujeres, los niños o la gente del pueblo, como si las oraciones que lees en tu devocionario fueran más bellas y agradables a Dios que la oración dominical.
¡Dejar de lado la oración recomendada por Jesucristo para apegarnos a las compuestas por los hombres es una tentación peligrosa!
No desaprobamos con esto las oraciones compuestas por los santos para excitar a los fieles a alabar a Dios. Pero no podemos admitir que haya quienes las prefieran a la que brotó de los labios de la Sabiduría encarnada, dejen el manantial para correr tras los arroyos y desdeñen el agua viva para ir a beber la turbia. Porque, al fin y al cabo, el Rosario –compuesto de la oración dominical y de la salutación angélica– es el agua limpia y eterna que mana de la fuente de la gracia. Mientras que las demás oraciones, que buscas y rebuscas en los libros, no son más que arroyos que derivan de ellas.
¡Dichoso quien recita la plegaria enseñada por el Señor meditando atentamente cada palabra! ¡Encuentra en ella cuanto necesita y puede desear! Cuando rezamos esta admirable plegaria, cautivamos desde el primer momento el corazón de Dios, invocándolo con el dulce nombre de Padre.
«Padre nuestro»: el más tierno de todos los padres, omnipotente en la creación, admirable en la conservación de las criaturas, sumamente amable en su providencia e infinitamente bueno en la obra de la Redención. ¡Dios es nuestro Padre! ¡Entonces, todos somos hermanos y el cielo es nuestra patria y nuestra herencia. ¿No bastará esto para inspirarnos, a la vez, amor a Dios y al prójimo y desapego de todas las cosas de la tierra?.
Amemos, pues, a un Padre como éste y digámosle millares de veces: Padre nuestro que estás en el cielo. Tú, que llenas el cielo y la tierra con la inmensidad de tu esencia y estás presente en todas partes. Tú, que moras en los santos con tu gloria, en los condenados con tu justicia, en los justos por tu gracia, en los pecadores por tu paciencia comprensiva: haz que recordemos siempre nuestro origen celestial, vivamos como verdaderos hijos tuyos y avancemos siempre hacia ti solo, con el ardor de nuestros anhelos.
Santificado sea tu nombre. El nombre del Señor es santo y terrible, dice el profeta rey (Ver Sal 98,3); el cielo resuena con las alabanzas incesantes de los serafines a la santidad del Señor Dios de los ejércitos, exclama Isaías (Is 6,3). Con estas palabras pedimos que toda la tierra reconozca y adore los atributos de un Dios tan grande y santo. Que sea conocido, amado y adorado por los paganos, los turcos, los hebreos, los bárbaros y todos los infieles.
Que todos los hombres le sirvan y glorifiquen con fe viva, con esperanza firme, con claridad ardiente, renunciando a todos los errores: en una palabra, que todos los hombres sean santos porque El mismo lo es (Ver Lc 11,44-45… y 1Pe 1,16).
Venga a nosotros tu reino. Es decir, reina, Señor en nuestras almas con tu gracia en esta vida a fin de que merezcamos reinar contigo después de la muerte, en tu Reino, que es la suprema y eterna felicidad, en la cual creemos, esperamos y la cual deseamos. Felicidad que la bondad del Padre nos ha prometido, los méritos del Hijo nos han adquirido y la luz del Espíritu Santo nos ha revelado.
Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Nada ciertamente escapa a las disposiciones de la divina Providencia que lo ha previsto y dispuesto todo antes de que suceda.
Ningún obstáculo puede apartarla del fin que se ha propuesto. Y cuando pedimos que se haga su voluntad, no es porque temamos –dice Tertuliano– que alguien se oponga eficazmente a la ejecución de sus designios sino que aceptamos humildemente cuanto ha querido ordenar respecto de nosotros. Y que cumplamos siempre y en todo su santísima voluntad –manifestada en sus mandamientos– con la misma prontitud, amor y constancia con las que los ángeles y santos le obedecen en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día. Jesucristo nos enseña a pedir a Dios lo necesario para la vida del cuerpo y del alma. Con estas palabras, confesamos humildemente nuestra miseria y rendimos homenaje a la Providencia, declarando que creemos y queremos recibir de su bondad todos los bienes temporales. Con la palabra “pan”, pedimos a Dios lo estrictamente necesario para la vida: Excluimos lo superfluo. Este pan lo pedimos “hoy” es decir, limitamos al presente nuestras solicitudes, confiando a la Providencia el mañana. Pedimos el pan “de cada día”, confesando así nuestras necesidades siempre renovadas y proclamamos la continua dependencia en que nos hallamos de la protección y socorro divinos.
Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Nuestros pecados –dicen San Agustín y Tertuliano– son deudas que contraemos con Dios, y su justificación exige el pago hasta el último céntimo. Y ¡todos tenemos estas tristes deudas! Pero, no obstante nuestras
numerosas culpas, acerquémonos a El confiadamente y digámosle con verdadero arrepentimiento: Padre nuestro, que estás en el cielo, perdona los pecados de nuestro corazón y nuestra boca, los pecados de acción y omisión, que nos hacen infinitamente culpables a los ojos de tu justicia.
Porque, como hijos de un Padre tan clemente y misericordioso, perdonamos por obediencia y caridad a cuantos nos han ofendido.
Y no nos dejes, por infidelidad a tu gracia, caer en la tentación del mundo y de la carne. Y líbranos del mal que es el pecado, del mal de la pena temporal y eterna que hemos merecido.
¡Amén! Expresión muy consoladora –dice San Jerónimo–. Es como el sello que Dios pone al final de nuestra súplica para asegurarnos que nos ha escuchado. Es como si nos respondiera: «¡Amén! Sí, hágase como han pedido; lo han conseguido… » Porque esto es lo que significa el término: Amén.
Al recitar cada una de las palabras de la Oración dominical, honramos las perfecciones divinas. Honramos su fecundidad llamándolo Padre: Padre que desde la eternidad engendras a un Hijo igual que tú, eterno y consustancial, que es una misma esencia, una misma potencia, una misma bondad, una misma sabiduría contigo, Padre e Hijo que al amaros producís al Espíritu Santo, que es Dios como vosotros. ¡Tres adorables personas que sois un solo Dios!
Padre nuestro. Es decir, Padre de los hombres y las mujeres por la creación, la conservación y la redención; Padre misericordioso de los pecadores; Padre amigo de los justos; Padre magnífico de los bienaventurados.
Que estás. Con estas palabras admiramos la inmensidad, la grandeza y plenitud de la esencia divina, que se llama con verdad El que es (Ex 3,14), es decir, el que existe esencial, necesaria y eternamente, que es el Ser de los seres, la Causa de todo ser. Que contiene en sí mismo –en forma eminente– las perfecciones de todos los seres. Que está en todos con su esencia, presencia y potencia sin ser por ellos abarcados. Honramos su sublimidad, gloria y majestad con las palabras que estás en el cielo -es decir-, como sentado en su trono para ejercer justicia sobre todos los hombres.
Adoramos su santidad, al desear que su nombre sea santificado. Reconocemos su soberanía y la justicia de sus leyes, anhelando la llegada de su reino y ansiando que le obedezcan los hombres en la tierra como le obedecen los ángeles en el cielo. Pidiéndole que nos dé el pan de cada día, creemos en su Providencia. Al rogarle que no nos deje caer en la tentación reconocemos su poder. Esperando que nos libre del mal, nos confiamos a su bondad.
El Hijo de Dios glorificó siempre al Padre con sus obras y vino al mundo para enseñar a los hombres a glorificarlo. Y les ha enseñado la forma de honrarlo con esta oración que se dignó dictarles. Debemos, pues, rezarla con frecuencia y atención y con el mismo espíritu con que El la compuso.
Cuando rezamos devotamente esta divina oración, realizamos tantos actos de las más nobles virtudes cristianas como palabras pronunciamos:
Al decir Padre nuestro que estás en el cielo, hacemos actos de fe, adoración y humildad.
Al desear que su nombre sea santificado y glorificado manifestamos celo ardiente por su gloria.
Al pedir la posesión de su reino, hacemos un acto de esperanza.
Al desear que se cumpla su voluntad en la tierra como en el cielo, mostramos espíritu de perfecta obediencia.
Pidiéndole que nos dé el pan de cada día, practicamos la pobreza según el espíritu y el desapego de los bienes de la tierra.
Al rogarle que perdone nuestros pecados, hacemos un acto de contrición.
Al perdonar a quienes nos han ofendido, ejercitamos la misericordia en la más alta perfección.
Al implorar ayuda en la tentación, hacemos actos de humildad, prudencia y fortaleza.
Al esperar que nos libre del mal, practicamos la paciencia.
Finalmente, al pedir todo esto no solo para nosotros, sino también para el prójimo y para todos los miembros de la Iglesia, nos comportamos como verdaderos hijos de Dios, lo imitamos en la caridad que abraza a todos los hombres y cumplimos el mandamiento de amor al prójimo.
Detestamos, además, todos los pecados y practicamos los mandamientos de Dios, cuando -al rezar esta oración- nuestro corazón sintoniza con la lengua y no mantenemos intenciones contrarias a estas divinas palabras. Puesto que, cuando reflexionamos en que Dios está en el cielo -es decir, infinitamente por encima de nosotros por la grandeza de su majestad- entramos en los sentimientos del más profundo respeto en su presencia y, sobrecogidos de temor, huimos del orgullo y nos abatimos hasta el anonadamiento.
Al pronunciar el nombre de Padre, recordamos que de Dios hemos recibido la existencia por medio de nuestro padre y la instrucción por medio de nuestros maestros. Todos los cuales representan para nosotros a Dios, cuya viva imagen constituyen. Por ellos, nos sentimos obligados a honrarlos, o mejor dicho, a honrar a Dios en sus personas y nos guardamos mucho de despreciarlos y afligirlos.
Cuando deseamos que el santo nombre de Dios sea glorificado, estamos bien lejos de profanarlo. Cuando consideramos el reino de Dios como nuestra herencia, renunciamos a todo apego desordenado a los bienes de este mundo. Cuando pedimos con sinceridad para nuestro prójimo los bienes que deseamos para nosotros, renunciamos al odio, la disensión y la envidia.
Al pedir a Dios el pan de cada día, detestamos la gula y voluptuosidad, que se nutren en la abundancia. Al rogar a Dios con sinceridad que nos perdone como perdonamos a quienes nos han ofendido, reprimimos la cólera y la venganza, devolvemos bien por mal y amamos a nuestros enemigos. Al pedir a Dios que no nos deje caer en el pecado en el momento de la tentación, manifestamos huir de la pereza y buscar los medios para combatir los vicios y salvarnos.
Al rogar a Dios que nos libre del mal, tememos su justicia y nos alegramos porque el temor de Dios es el principio de la sabiduría (Sal 110, 10; Prov 1,7…): El temor de Dios hace que el hombre evite el pecado (Prov 16,6; Sab 1,25-27).