P. Mauro Sergio da Silva Isabel, EP

«La Ascensión», de Fra Angélico – Galería Nacional de Arte Antiguo, Roma
La Ascensión del Señor ¡es ya nuestra victoria! Jesús sube a lo más alto del Cielo para reinar sobre los serafines, los querubines, los principados y las potestades. Nos precede para prepararnos un lugar y luego volver para llevarnos con Él (cf. Jn 14, 2-3).
Ahora bien, si allí está nuestra cabeza, es enteramente comprensible que la liturgia nos exhorte, como bautizados y miembros del Cuerpo Místico del Redentor, a tener siempre la mirada fija en el Cielo, como dice el Apóstol: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios» (Col 3, 1).
Al subir al
Cielo, Jesús
promete
quedarse con
nosotros y
enviarnos
el Espíritu
Santo, siempre
que estemos
unidos a María
Sin embargo, el hecho de que el Señor haya ido al Cielo y esté tan alto no significa que se haya alejado de nosotros, como sucedería, por ejemplo, con un gobernante que subiera al último piso de un edificio desde donde pudiera ver toda el área que administra. Si alguien desde allí arriba le preguntara quiénes son los individuos que pasan por la calle, sin duda respondería que no lo sabe, ya que él dirige al conjunto de las personas y toma decisiones generales para el buen gobierno y bienestar de todos, pero no puede conocer a cada uno individualmente.
Con Jesús no es así. Como enseña Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, la Ascensión no pudo constituir un «abandono de aquellos por quienes se encarnó y murió en el Calvario. Su regreso al Padre solo pudo haber ocurrido como resultado de su inconmensurable amor por cada uno de nosotros ». De modo que el Señor sigue estando al lado de aquellos por los que sufrió; conoce nuestro nombre, las pruebas que pasamos, las dificultades que afrontamos.
Es más: Jesús encontró un medio ideado con ingenio divino para estar realmente con nosotros hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28, 20). Afirmaba el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira2 que si le contaran toda la vida del Señor, concluyendo con la Ascensión, pero no le dijeran nada sobre la Eucaristía, no daría crédito que el Hijo de Dios hubiera subido al Cielo abandonando a los suyos, y comenzaría a buscarlo por toda la faz de la tierra.
Tal es el amor del Señor por los hombres redimidos, que quiso quedarse con nosotros en la Eucaristía, estableciendo en nosotros una convivencia íntima en nuestro interior, por la cual sigue aconsejándonos, perdonándonos y fortaleciéndonos en el camino hacia el Cielo.
Por otra parte, les concedió a los Apóstoles una herencia que, por así decirlo, resumía toda su obra: «Voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre » (Lc 24, 48). Jesús declara que enviará al Espíritu Santo. Pero ¿cuál era la condición? «Quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto» (Lc 24, 49).
Los Apóstoles habían aprendido que, en ausencia del divino Maestro, el único refugio donde encontrarían fuerza y ánimo era con Nuestra Señora. Por eso, después de la ascensión de su Señor, perseveraron unidos en la oración «con María, la madre de Jesús» (Hch 1, 14): Pentecostés debía ir precedido por días de recogimiento con la Santísima Virgen.
Así pues, la Ascensión nos enseña que el Señor está siempre con nosotros y que quien desee recibir el Espíritu Santo, quien anhele una nueva infusión de gracias en su vida, necesita permanecer unido a María: Ella es la prenda dada por Jesús para nuestra victoria.
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1 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. «La Ascensión del Señor». In: Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano: LEV, 2012, t. V, p .353.
2 Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 30/10/1971.