La presencia de Cristo entre los hombres en su vida terrena y en la Eucaristía

Publicado el 06/23/2022

Durante una conferencia realizada un Jueves Santo, día de la institución del Santísimo Sacramento del Altar, el Dr. Plinio señala nuestro deber de gratitud a Jesús y a María por este don de valor infinito.

Plinio Corrêa de Oliveira

Hoy es el día de la institución de la Santísima Eucaristía. A propósito de la Última Cena, ustedes deben tomar en consideración el siguiente pensamiento que tuve una vez.

Alguien que tuviese fe y supiera que Nuestro Señor Jesucristo era Dios, asistiera a su Crucifixión y estuviera informado que luego vendrían la Resurrección y la Ascensión, podría preguntarse ¿Después de la Ascensión, Nuestro Señor Jesucristo nunca más volverá a la Tierra? ¿Sería esto arquitectónico y razonable habiendo hecho por la humanidad todo cuanto hizo?

Jesucristo inmoló su vida de un modo muy doloroso y rescató a todo el género humano. Él quiso condescender en contraer con los hombres que salvó esta relación tan especial, de ser Él mismo la cabeza del Cuerpo Místico que es la Iglesia. Y quiso, por la gracia, estar continuamente con todos los hombres hasta el fin del mundo, de manera a ser por ella el alma de nuestra propia alma, el principio motor de nuestra vida sobrenatural. Siendo así ¿podría haber de este lado tanta unión con Él y, una vez muerto, una separación tan completa, tan irremediable y tan prolongada? ¿Sería posible que Jesús subiera a los cielos y terminara así su presencia real en la Tierra?

Todo clamaba por la institución de la Eucaristía

Detalle de la Crucifixión de Jesús, pintada por Giotto

En rigor de lógica, no quiero decir que la Redención y el sacrificio de la Cruz impusiesen a Dios la institución de la Sagrada Eucaristía, pero todo clamaba, todo suplicaba para que Nuestro Señor no se separase así de los hombres.

Y una persona con noción arquitectónica debería entrever que Nuestro Señor arreglaría un medio de estar siempre presente junto a cada uno de los hombres por Él redimidos. De tal manera que después de la Ascensión, Él estuviera siempre en el Cielo en su trono de gloria que le es debido, pero, al mismo tiempo, acompañando paso a paso la vía dolorosa de cada hombre aquí en la Tierra, hasta el momento extremo en que cada uno dijese por su vez “Consummatum est” (Jn. 19, 30).

¿Cómo se realizaría esta maravilla?

Esta persona hipotética no podría adivinarlo, pero debería sospechar grandemente que en algún momento esto se realizaría. De tal manera está en las más altas conveniencias de la cualidad de Redentor de Nuestro Señor Jesucristo —quien es nuestro Protector, nuestro Médico, nuestro divino Amigo—, que le sería propio realizar este prodigio por nosotros.

Creo que, si yo tuviese la gracia de asistir a la Crucifixión y supiese de la Ascensión, aunque no tuviese conocimiento de la Eucaristía, comenzaría a buscar a Nuestro Señor por la tierra, pues no me sería posible convencerme de que Él hubiese dejado de estar entre los hombres.

Presente en todos los lugares y en todos los momentos

Esa relación verdaderamente maravillosa de Cristo Nuestro Señor con los hombres, se da por medio de la Eucaristía.

Él está realmente presente en todos los lugares de la tierra y en cada momento, en las magníficas catedrales y en las más pequeñas y pobres iglesias. ¡Cuántas veces viajando por las más variadas carreteras y caminos, encontramos pobres capillitas que, en lo máximo darían para albergar unas veinte o treinta personas! Al pasar cerca de ellas me conmueve el pensar que Nuestro Señor Jesucristo estuvo, está o estará realmente presente con toda la gloria del Tabor, con toda la sublimidad del Calvario, con todo el esplendor de su divinidad: de tal forma Él multiplicó su presencia adorable por toda la tierra.

Miramos a las personas que encontramos en una iglesia y pensamos: “Nuestro Señor Jesucristo está presente en ese hombre que comulga. En aquel otro estará todavía en esta semana, quizá hoy mismo o quizá mañana. ¡Estará presente tantas y tantas veces! He aquí un hombre que va a ser transformado, aunque por algún tiempo, en un sagrario vivo. Mucho más que en un sagrario, porque el tabernáculo contiene las especies eucarísticas pero no comulga”.

Ahí nosotros podemos medir bien la prodigiosa obra de misericordia realizada por Nuestro Señor con la institución de la sagrada Eucaristía. Tanto cuanto su presencia tiene un valor infinito, así mismo también tiene un valor infinito el hecho de Él estar realmente presente bajo las sagradas especies por toda la Tierra y en todos los hombres que quieran condescender en recibirlo.

Es muy bueno también imaginarnos las horas y horas en las que Él pasa abandonado en los sagrarios, siendo adorado solamente por Nuestra Señora, los ángeles y santos del Cielo.

Pensar en los hombres ausentes y distantes y Él, a la espera de que uno de ellos quiera venir a recibirlo. De tal manera, el Infinito se sujeta al que es finito, aquel que es la propia pureza y la propia perfección se sujeta a las buenas disposiciones, y aún más, a veces a las malas disposiciones de quienes lo quieran recibir mal.

Encanto y gratitud

Por poco que se piense en todo esto, nuestra alma no puede dejar de transbordar de gratitud por aquello que Nuestro Señor Jesucristo operó en la Última Cena. Solamente una inteligencia divina podría imaginar la Sagrada Eucaristía, podría imaginar ese medio de estar presente en todas partes y de entrar en todos los hombres. ¡Solamente un Dios podía realizarlo!

Por más que estas verdades sean sabidas es imperioso que detengamos nuestra atención sobre ellas y por intermedio de Nuestra Señora demos enormes gracias a Dios por la institución de la Sagrada Eucaristía.

¿Simplemente agradecer por intermedio de Nuestra Señora?

Si es verdad que todo don venido del Cielo para los hombres fue pedido por Ella —porque sin su pedido el don no habría sido dado—, es verdad que Nuestra Señora pidió la institución de la Sagrada Eucaristía y fue por los ruegos suyos que Nuestro Señor la instituyó. Por tanto, no debemos utilizarla simplemente como intermediaria de este agradecimiento, sino que también debemos agradecerle la Sagrada Eucaristía.

Debemos agradecer a Jesús que condescendió en instituirla y a María, que, movida por la gracia, pidió y obtuvo de Dios ese favor tan trascendental para nosotros.

Es este pensamiento que no puede dejar de estar presente en nuestros espíritus en este Jueves Santo.

La maravilla de la Misa

Santa Misa celebrada por Monseñor Juan Clá Dias, fundador de los Heraldos del Evangelio.

Hay un pensamiento trascendental que también debemos tener presente hoy acerca del Santo Sacrificio de la Misa. Ustedes saben bien que la transubstanciación se opera en el mismo acto en que Nuestro Señor Jesucristo renueva su Pasión. La esencia de la Misa, que es la renovación de la Pasión y Muerte de Jesucristo, está en la transubstanciación, que es el prodigio por el cual el pan y el vino se hacen Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, por las palabras sacramentales pronunciadas por el sacerdote. La Misa, que es al mismo tiempo ofrecimiento e inmolación, es también el acto determinante de la presencia real de Jesús bajo las especies que después se conservan en los sagrarios.

Entonces, aquel hombre que estuviese presente en el Calvario después del “Consummatum est” —después que las santas mujeres recibieran el cuerpo bajado de la Cruz, después que Nuestra Señora lloró sobre Él y fue embalsamado, después que Él fue llevado hasta el sepulcro, después que la Cruz quedó sola en lo alto del Calvario y todo el mundo se marchó—, aquel hombre allí solitario, con el espíritu lleno de fe, comprendería ser esa Cruz el símbolo de un acto que tenía que renovarse, de un acto que por la misma lógica, convenía enormemente que se multiplicase.

De hecho, ese acto se renovó de una manera prodigiosa por toda la Tierra y en la Misa, continuará renovándose hasta el fin del mundo.

Los teólogos dicen al pie de la letra que el Sacrificio de la Misa tiene un valor tan inapreciable e infinito que, si algún día dejase de ser celebrada, la justicia de Dios caería sobre el mundo, llegando así su final.

Hubo un pintor —no recuerdo cuál era— que pintó un cuadro muy bonito representando la última Misa sobre la Tierra. En medio del caos y el desorden, muestra a un padre que celebra la Misa, ofreciendo a Dios el Sacrificio del Altar. En ese momento, todos los Ángeles están preparados para caer sobre la Tierra para ejecutar la justicia de Dios y desencadenar el fin del mundo. Pero ellos están detenidos a la espera que la última Misa haya sido celebrada. Porque tal es la reverencia de Dios Padre para con el sacrificio de su propio Hijo ofrecido a Él en la Misa, que ni siquiera el designio de acabar con el mundo lo haría precipitar su mano, antes de haber sido concluido este sacrificio.

Sacerdocio y bondad de Dios

Nosotros debemos considerar además que el Jueves Santo fue el día de la institución del sacerdocio. El poder de consagrar fue dado a los apóstoles en esta ocasión. Por tanto, hubo en ese día tres maravillas concatenadas entre sí: el Sacrificio, el Sacramento y el Sacerdocio a las cuales se debe juntar el insigne acto del lavatorio de los pies.

Sin embargo, el día de la institución de la Eucaristía que debería ser un día de alegría, un día de júbilo, es un día de júbilo mezclado con tristeza. Tristeza por causa de la Pasión que se aproxima. Tristeza por causa del odio satánico que hervía alrededor del propio Cenáculo, donde por esta forma, Nuestro Señor Jesucristo estaba consumando su obra.

Tristeza por causa de la tibieza de los apóstoles, de la debilidad de aquellos que eran, sin embargo, los primeros y los más inmediatos beneficiarios de todas estas maravillas. Tristeza por causa del hijo de la perdición que estaba sentado entre los apóstoles e iba a ejecutar el crimen nefando, el peor crimen de la Historia, el de vender por treinta monedas a Nuestro Señor Jesucristo.

Y, sin embargo, Él, siendo Dios, teniendo conocimiento de todas las cosas que iban a suceder, no dudó en acumular tantas maravillas sobre las personas de esos pobres miserables que de allí a poco iban a hacer todo cuanto hicieron, y del traidor por excelencia, que hizo todo cuanto hizo.

Ustedes están viendo lo que es la vocación y lo que es la misericordia de Dios, la cual nada consigue derrumbar o disuadir. Jesucristo tenía la intención de construir su Reino sobre la Tierra, tenía la intención de hacer de aquellos apóstoles los pilares de ese Reino. De hecho, Él colmó de dones a los apóstoles. Ellos fueron infieles pero esos dones no se perdieron. Los apóstoles terminaron siendo fieles y las intenciones de Nuestro Señor Jesucristo acabaron por realizarse.

Una gracia para pedir el Jueves Santo

Aquí tenemos un argumento para estimularnos en medio de nuestras incontables debilidades.

¡Cuántas razones para darnos golpes de pecho! ¡Cuántas razones para considerar nuestras confesiones apresuradas, nuestras comuniones mecánicas y sin piedad verdadera! ¡Cuántas razones para pensar en las mil ocasiones en las que estuvimos por debajo de nuestra vocación!

Sin embargo, Nuestra Señora continúa protegiéndonos, ayudándonos, concediéndonos gracias de todo orden. Podemos esperar que Ella tenga la intención misericordiosa de conservarnos para siempre como sus apóstoles para la creación del Reino de María, a pesar de todas nuestras insuficiencias, de nuestras carencias, de nuestras infidelidades.

Y así debemos inclinarnos a sus pies y pedirle que nos trate como Ella trató a los apóstoles y obtenga para nosotros un trato análogo de parte de Nuestro Señor Jesucristo.

Es decir, pedirle que, cerrando los ojos a nuestras miserias y debilidades pasadas y presentes, y hasta incluso a aquellas que en el futuro podamos tener, no quiera Ella romper ese pacto de misericordia que estableció con nosotros. Quiera Nuestra Señora mantener ese pacto y hacer llegar pronto el día mil veces feliz en que nos confirme en la fidelidad, en que podamos ser por nuestra gran fidelidad un motivo de una alegría estable, permanente, duradera, sólida y seria para Ella.

Esta es la gracia que debemos pedir especialmente en el Jueves Santo.

Tomado de la Revista Dr. Plinio n.º 63; pp. 23-27

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