Monseñor João Clá Dias.
Estando en Jerusalén, San José fue a comprar el par de palomas para el sacrificio. Como sabía que iban a ser destinadas al culto divino, no le importó lo qué podrían costar, sino que procuró encontrar dos palomas perfectas, que simbolizaran mejor la inmaculada pureza de su Esposa.
Cuando llegaron al Templo, se encontraron con el sacerdote Simeón que, «impulsado por el Espíritu» (Lc 2, 27), había acudido allí con la convicción de ver aquel día al tan ansiado Salvador. Los esperó en la entrada y, tan pronto como vio al Niño Jesús, fue a su encuentro recibiéndolo con el alma llena de júbilo. La Virgen Madre le entregó a su Hijo, el cual dio muestras de muchísima simpatía hacia él. Era indescriptible la alegría del venerable anciano por tener en sus brazos al mismísimo Dios. El Niño Jesús tuvo para él gestos de enorme afecto; lo miraba, le sonreía y le acariciaba la barba con sus pequeñas manos, dejándolo conmovido.
Fue el momento más feliz de la existencia de este santo varón, gastado ya por la dureza de una larga vida plagada de arideces, pruebas y luchas. En efecto, Simeón, por su santidad de vida y por gozar de la inspiración del Espíritu Santo, no podía dejar de constatar el deplorable estado de Israel, con el culto del Templo profanado por tantos sacerdotes indignos, interesados en el lucro que los vendedores ambulantes les proporcionaban mediante negocios no siempre honestos. ¡Cuánta decadencia, cuánta miseria, cuánta ruina había soportado con dolor y santa indignación! Con todo, tenía la certeza absoluta de que Dios iba a intervenir y, por eso, rezaba con todo el empeño de su alma suplicando la venida del Mesías.1
¿Cuántos años duró esa espera? El Evangelio no nos lo cuenta, pero se sabe que tuvo que aguardar hasta el extremo de su ancianidad, cuando los achaques de la edad más se hacían sentir. Muchas veces pensó: «Me siento viejo y sin fuerzas. Recibí de Dios una voz interior diciéndome que vería al Mesías…, pero ¿cuándo, Dios mío? Me siento desfallecer. Sé que necesito mantenerme firme hasta el final, pero ya no sé de qué manera puedo renovar mi ánimo».
La buena noticia empezó a llegar a los oídos de Simeón a través de dos sacerdotes amigos, que le dijeron en confidencia que María, la esposa de José, había tenido un Hijo y que a ellos los habían invitado a participar en el rito de su Circuncisión, donde pudieron comprobar que sin duda alguna se trataba del Mesías esperado. Las descripciones sobre el Niño coincidían exactamente con las profecías y, aun prescindiendo de ellas, a una persona con fe le bastaba verlo para convencerse de que era el Redentor anunciado.
A pesar de ello, Simeón no sabía si iba a poder ver al Niño, porque sus padres no tenían obligación de ir al Templo para rescatarlo.2 Como no podía hacer un viaje y desplazarse hasta allí, hizo un nuevo acto de confianza, el último y el más heroico, que conmovió el Corazón de Dios: «¡Yo lo veré!». Si el Señor se lo había prometido, ¡lo cumpliría! No se debe dudar de la palabra divina, aunque todos los acontecimientos parezcan desmentirla. La fidelidad de Simeón llegó a su extremo y, por eso, recibió el premio de un sobreabundante consuelo.
La confianza fue el arma que le alcanzó la victoria contra todas las apariencias de fracaso, y lo llevó a encontrarse con la Sagrada Familia cuando estaba en el auge de su prueba.
‘Nunc dimittis’
Concluidos los ritos prescritos por Moisés, Simeón tomó de nuevo al Niño en sus brazos y exclamó: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 29-32).
A esta profecía añadió muchas otras, exponiendo lo que le había sido revelado sobre el Niño Jesús, su misión, su vida, su Muerte y Resurrección. Después bendijo a la Sagrada Familia y, volviéndose hacia Nuestra Señora, le anunció los dolores de la Pasión: «Una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 35). Le explicó entonces que Ella iba a tener un papel especialísimo junto a su Hijo durante la Pasión, pues llevaría a cabo su misión de Corredentora del género humano.3
En ese momento llegó al Templo la profetisa Ana e inundada de alegría por la gratísima sorpresa, fue a saludar a los Esposos y al Niño Dios, quedándose extasiada al ver la mirada purísima e inteligente de aquel recién nacido. Después de más de un año sin ver a la Virgen María y a San José, su corazón estaba herido de añoranza. Reencontrarlos en el Templo, en compañía de Simeón, era una escena que no se esperaba, por lo que su confianza y rectitud fueron premiadas con una generosidad insuperable.
Después de conversar con la Santísima Virgen y acariciar con mucho afecto al Niño, miró a San José con profundo respeto y le dijo: «Veo en ti a un nuevo Abrahán que tendrá que entregar a su propio Hijo para que se cumplan los designios del Señor».
En efecto, San José sabía que el ritual del rescate de los primogénitos había sido establecido con vistas al ofrecimiento del Redentor, que aquel día se estaba realizando. Todos los padres de Israel rescataban a sus hijos, pero él conociendo la voluntad divina acerca de Jesús, lo estaba entregando para que un día fuera crucificado.4 Así, aceptando los dolores de la Pasión de Jesucristo y asumiendo su sacrificio en el Calvario, fue sacerdote al realizar este acto, en el que también se ofreció silenciosamente como víctima expiatoria en unión con su Hijo.
Tomado de la obra, San José, ¿Quién lo conoce? pp. 251-256
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