La principal causa de perdición de las almas

Publicado el 02/17/2022

Descubre en estas líneas el principal motivo y la principal causa de perdición de las almas

Padre Luis Chiavarino

Discípulo — Padre ¿Podría explicarme la razón de este libro?

Maestro — Lo llamé “confesaos bien” por causa del siguiente hecho:

Se cuenta que cierta joven, habiendo caído por desgracia en uno de esos pecados que tanto avergüenzan en la confesión, vivía triste y desconsolada. Se pasaron así muchos meses, sin que ninguna de las amigas de esta pobre joven descubriera la causa de tanta aflicción. En este lapso de tiempo, sucedió que la mejor amiga de la joven, — muy virtuosa y devota — murió santamente. Una noche la llaman por el nombre cuando la joven está en lo más profundo del sueño; ella reconoció perfectamente la voz de su amiga que va repitiendo.

¡Confiésate bien… si tú supieras cuán bueno es Jesús!

La joven tomó aquella voz como una comunicación celestial y, armándose de valor, fue y confesó el pecado que era la causa de tanta vergüenza y de tantas lágrimas.

En esta ocasión fue grande su conmoción y tan grande su alivio, que después de esto contaba el hecho a todo el mundo a la vez que repetía “Sientan y vean cuán bueno es Jesús”.

Discípulo —¡Muy bien!— creo en esto plenamente porque ya sentí en mi mismo más de cien veces la experiencia de aquella verdad.

Maestro — Pues entonces agradece a Dios de todo corazón y continúa haciendo buenas confesiones. ¡Ay de aquel que sigue por el camino del sacrilegio! Ésta es la mayor desgracia que nos puede suceder, porque de ella no tendremos más la fuerza para alejarnos, y así continuaremos, tal vez hasta la muerte, precipitándonos en el abismo de la perdición eterna.

Discípulo — ¿Tan abominable es una confesión mal hecha?

Maestro — Este es el principal motivo y la principal causa de perdición

Discípulo — ¿En serio?

Maestro ¡Lamentablemente así es! Son las confesiones mal hechas el motivo por el cual tantas personas pierden sus almas y van al infierno

Discípulo — ¿Pero esto no será un exagero?

Maestro — Ningún exagero y no soy yo quien lo dice: esto lo afirman los santos que conocen mejor las almas y lo vio Santa Teresa de Jesús en una visión.

Ella se encontraba rezando, cuando de repente se abre delante de sus ojos, un profundo abismo lleno de fuego y de llamas; y en aquel abismo se precipitan las almas perdidas tan abundantemente como cae la nieve en invierno.

Asustada, Santa Teresa levanta los ojos al Cielo y exclama:

¡Dios mío, ¿Qué es lo que estoy viendo? ¿Quienes son todas aquellas almas que se pierden? Ciertamente deben ser las almas de los pobres infieles!

¡No, Teresa, no — respondió el Señor — Las almas que ves en este momento precipitarse al infierno, con mi consentimiento, son todas almas de cristianos como tú.

¡Pero, entonces deben ser almas de personas incrédulas que no practicaban la Religión y que no frecuentaban los Sacramentos!

¡No, Teresa, no! Quiero que sepas que todas esas almas pertenecen a cristianos bautizados como tú, y que como tú, eran creyentes y practicantes… ¡Son las confesiones mal hechas el motivo por el que tantas personas pierden sus almas y van para el infierno!

Pero, si es así, obviamente esa gente nunca se confesó ni siquiera en la hora de la muerte….

Teresa, estas son almas que se confesaban y que también lo hicieron antes de morir.

¡Dios mío! ¿Entonces por qué motivo fueron condenadas esas almas?

Fueron condenadas porque se confesaban mal…

Teresa, ve y cuéntales a todos esta visión y recomiéndales a los obispos y sacerdotes que nunca se cansen de predicar sobre la importancia de la confesión y contra las confesiones mal hechas, a fin que mis amados cristianos no transformen el “remedio en veneno”, para que no usen mal este sacramento de misericordia y perdón.

Discípulo — ¡Pobre Jesús! … ¿Son tan numerosas las confesiones mal hechas?

Maestro — San Alfonso María de Ligorio, San Felipe Neri y San Leonardo de Porto Mauricio, entre otros, son unánimes en afirmar que, lamentablemente el número de confesiones mal hechas es incalculable. Ellos, —que pasaron la vida en el confesionario y en la cabecera del lecho de los moribundos— , saben decir la pura verdad. Y también nosotros, que nos la pasamos predicando ejercicios espirituales y en misiones, somos obligados a confesar esta misma verdad.

El célebre Padre Sarnelli, en su obra “El mundo santificado” exclama: “¡Lamentablemente son incalculables las almas que hacen confesiones sacrílegas: esto lo saben los misioneros experimentados, y cada uno de nosotros vendrá a saberlo con gran asombro el día del juicio final en el Valle de Josafat. No solamente en las grandes capitales, sino también en las pequeñas ciudades y en las comunidades,en medio de aquellos que pasan por piadosos y devotos, donde también se encuentran en gran número los sacrílegos…”

El Padre Tranquillini, de la Compañía de Jesús, habiendo sido llamado a la cabecera de una señora gravemente enferma, acude con prontitud y la confiesa: pero, llegada la hora de la absolución, el Padre siente algo como si fuera una mano de hierro que le impide continuar.

Mi señora, tal vez usted se haya olvidado de algo…

¡Imposible, Padre, desde hace ocho días que vengo preparándome para confesarme!

Después de algunas oraciones, el Padre Tranquillini intenta darle la absolución por segunda vez, pero la misma mano le impide continuar.

Discúlpeme mi señora, pero tal vez usted no se atreva a confesar algún pecado…

¿Pero qué es lo que está diciendo Padre? ¡Me está ofendiendo! ¿Cómo puede suponer que yo quiera cometer un sacrilegio?

El Padre Tranquillini vuelve a intentar darle la absolución por tercera vez y una vez más, aquella fuerza invisible se lo impide. No pudiendo comprender cuál es el misterio que se escondía en un hecho tan extraordinario, el Padre cae de rodillas y llorando, suplica a aquella señora que no se engañe a ella misma y que no sea la causa de su propia perdición.

¡Padre, hace quince años que me confieso mal! exclamó la moribunda.

Por lo tanto, mira cómo es fácil encontrar personas que se confiesan mal.

Discípulo — Ya basta Padre, esto me hace estremecer.

Maestro — Más vale estremecernos aquí que quemarnos en el infierno: y, hablando de esto me acuerdo de otro ejemplo, San Juan Bosco, en una obra sobre la confesión, dice textualmente:

“¡Yo les aseguro que mientras escribo, mi mano tiembla, porque pienso en el número de cristianos que van rumbo a la perdición eterna tan solo por haber escondido o por no haber declarado sinceramente sus pecados en la confesión!”

Discípulo — ¿Usted también dijo: por no haber declarado sinceramente sus pecados?

Maestro —¡Ciertamente! Quien por ejemplo, confiesa solo los malos pensamientos, cuando además de éstos cometió también actos impuros; quien confiesa haber cometido tales actos a solas, cuando los cometió con otros; quien esconde el número conocido de sus faltas; quien al ser interrogado por el confesor no dice la verdad; todos los que así obran hacen malas confesiones.

Discípulo ¿Y qué es lo que piensan los que así proceden?

Maestro — Ellos piensan que en el futuro podrán enmendarse, esto es se confiesan para vivir, como dice San Felipe Neri, cuando toda confesión debía ser hecha como si fuese la última, como si nos preparásemos para la muerte.

Un día, una mujer del pueblo se confesó con un famoso misionero: al salir del confesionario, ella pasó casualmente por encima de una lápida que cubría una sepultura. La lápida, desgastada por el tiempo cedió, y la mujer cayó abajo, en medio de los huesos y de los esqueletos. Imagínense el susto de todos los allí presentes. ¡Pero esto no fue nada en comparación con los gritos y los alaridos que daba la pobre mujer! Tiempo después, con mucho esfuerzo y trabajo lograron sacarla ilesa, y al salir, la mujer volvió nuevamente al confesionario y dijo temblando:

Padre, padre hasta hoy yo solo me había confesado para vivir, pero ahora que yo misma vi la muerte delante de mí, quiero confesarme como si fuera a morirme — volviendo a hacer la confesión que momentos antes había hecho mal.

Discípulo — Ah, el pensamiento de la muerte es terrible.

Maestro — Es terrible sí, pero es muy saludable y cada vez que nos confesemos deberíamos tener esto en mente.

Dentro de los innumerables hechos maravillosos que se cuentan en la historia de Don Bosco, se destaca este: En el Oratorio Salesiano de Turín se hacían los santos ejercicios espirituales, y todos los alumnos e internos hacían los ejercicios espirituales y rezaban con la máxima seriedad, recogiendo los frutos de sus oraciones para el beneficio de sus almas. Mientras estos jóvenes cumplían con su piadoso deber, un joven refractario a toda y cualquier súplica y a los más afectuosos cuidados de Don Bosco y los demás superiores, se obstinaba en no querer confesarse, ni siquiera en aquella circunstancia. Inútlimente, los buenos sacerdotes habían hecho todo lo posible para convencerlo. El joven repetía siempre “¡En cualquier otra ocasión sí, pero ahora no, Pensaré en eso después… ahora no sé tomar una decisión!”.

Con esta disculpa, llegó al último día de las ceremonias. Don Bosco, entonces recurrió a una estratagema. Escribió en una hoja de papel estas palabras: “… ¿Y si usted muriese durante la noche?… ” y la escondió entre las sábanas y la almohada de aquel joven. Llega la noche: todos van a acostarse y despreocupado, nuestro joven también se acuesta, pero cuando va a entrar en la cama se encuentra la tal hoja. Un “oh” de espanto, que no puede contener, le brota de los labios; toma el papel, lo mira, lo voltea y, finalmente, descubriendo que hay algo escrito en el, lo lee y dice“… ¿Y si usted muriese durante la noche?… ” Don Bosco.

¡Don Bosco! Exclama el joven; pero Don Bosco es un santo… Él conoce el futuro… Quizá suceda esto. ¿Y si me muero durante la noche? Pero no quiero morir; yo quiero vivir… Mientras tanto, para que sus compañeros de cuarto no se den cuenta, el joven se acuesta y lleno de coraje intenta dormir. ¡Pero qué dormir ni que nada! ¿Dormir en este estado con aquellas palabras que lo atormentaban como si fuesen espinas agudas? ¡Es imposible! Da vueltas y más vueltas en la cama, cierra los ojos con fuerza, pero… todo es inútil; ya que oye sin cesar cada vez más vivo y más fuerte el sonido de aquellas palabras; él imagina como si viese el infierno abierto y a Jesús condenándolo y dijo: “¿Pobre de mí, y si en verdad me muriera? Un escalofrío le recorre la columna y suda frío y exclama:

No, yo no quiero irme al infierno, quiero confesarme…

Invoca la protección de María Auxiliadora, de su ángel de la guarda y después, decididamente, se cambia, baja la escalera, atravesando los corredores y sube al cuarto de Don Bosco y golpea la puerta.

Don Bosco, que como buen padre lo esperaba, abre la puerta diciendo

¿Quién eres y qué deseas a estas horas?…

¡Oh Don Bosco, quiero confesarme!

Siéntete tranquilo. Si supieras con la ansiedad que te esperé!

Y llevándolo a la antesala, el joven cayó de rodillas y después de haber hecho la confesión, volvió feliz tranquilo para su cama con el perdón de Jesús. ¡Y ya no tiene miedo! El pensamiento de la muerte ya no lo asusta y dice:

¡Cómo estoy de alegre! ¡Aunque yo tenga que morir, qué me importa, si ya recuperé la gracia y volví a se amigo de Jesús!

Adormeciendo serenamente, el joven sueña… ve el Cielo abierto, los ángeles jubilosos vuelan entonando los cánticos más hermosos y los más bellos himnos.

Discípulo —¡Qué joven tan suertudo!

Maestro — Suertudos son todos los que creen en el gran beneficio de la confesión y se sirven de ella, impidiendo así su propia perdición: mientras que es muy diferente el caso de la infeliz de quien voy a hablarte.

San Leonardo de Porto Mauricio acude a la cabecera de la cama de una moribunda, acompañado por un fraile. Después de confesada, la enferma, el Padre sale tranquilo y reuniéndose con su acompañante que lo esperaba en el cuarto vecino, se apresura para salir, pero el fraile, muy triste y asustado le dice:

¡Padre Leonardo ¿Qué significa lo que vi?!

¿Y qué fue lo que usted vio?

Vi una mano horriblemente negra que deambulaba por la antesala; y tan pronto usted salió, ella entró rápidamente en el cuarto de la enferma.

Ante tal historia, San Leonardo vuelve para atrás, entra al cuarto y… ¡Oh, que escena terrible! Esa mano negra estrangulaba a aquella desgraciada moribunda que, con los ojos desorbitados y la lengua caída, moría gritando “ Malditos sean los sacrilegios… malditos sean los sacrilegios…”

Discípulo — ¡Oh Padre, entonces es realmente cierto que las confesiones mal hechas son la cauda principal de la perdición!

Maestro — Por consiguiente, hagámosle la guerra a la mentira y tengamos una sinceridad absoluta en la confesión.

Tomado del libro, Confesaos bien. Diálogos, anécdotas y ejemplos, 4ª Edición; pp. 5-9

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