
Terminados los días de su ministerio en el Templo, Zacarías regresó a casa. ¡Poco tiempo después Isabel concibió un hijo! Durante cinco meses ella se mantuvo oculta. Y decía: “¡Esto es lo que ha hecho por mí el Señor en los días en que se dignó quitar mi oprobio entre los hombres!” (Lc 1, 25). La esterilidad era considerada entre los judíos un castigo divino por alguna falta. En consecuencia, verse así bendecida cuando la naturaleza desmentía cualquier expectativa en ese sentido, llenó su corazón de júbilo y gratitud.
En el sexto mes de gravidez de Isabel, San Gabriel visitó a la Santísima Virgen, como fue visto en el capítulo anterior. El hecho de que el Arcángel hubiese dado como prueba de su anuncio el milagro que ocurrió con la prima, demuestra que Nuestra Señora lo ignoraba.
Al contrario de Zacarías, que dudó, María lo aceptó con total confianza y por eso narra el Evangelista que Ella se dirigió “apresuradamente” a la región montañosa.
Nuestra Señora no decidió emprender el viaje para certificarse de lo que el mensajero celestial le había dicho, sino a fin de cumplir su misión comunicada por el ángel.
Probablemente Ella le preguntó a San Gabriel si convenía partir cuanto antes, y su interlocutor, encantado, le confirmó que esa era la voluntad de Dios.
Uno de los aspectos más comentados sobre esa santa ansiedad, que en nada alteró la serenidad y la paz imperturbable de su Corazón Inmaculado, es su empeño en auxiliar directamente a la prima. Sabiendo que Isabel estaba avanzada en años y no tenía quién la amparase, María se dispone, con extremos de caridad, a hacer las veces de una verdadera sierva. Se trata de una bellísima consideración, que debe ser realzada. Pero, ¿sería ese el único motivo de su prisa? Detengamos nuestra atención con más ahínco en un punto que no siempre es contemplado en este misterio, cuyo núcleo está en la relación existente entre San Juan Bautista, a punto de nacer, y el Hijo engendrado por la Santísima Virgen. Parece poco verosímil que San Gabriel no le haya revelado algo con respecto al papel de Isabel y Zacarías en el plano de la Redención, así como de la aparición y el mensaje a este sacerdote en el Santuario del Señor, y de todo lo que en el futuro sucedería con el niño. Por lo tanto, Nuestra Señora fue en busca de Santa Isabel consciente de quién sería su hijo.
De común acuerdo, el Santo Matrimonio se organizó de forma sapiencial para el viaje de tres días. La Virgen iría acompañada por su esposo virginal, pero este no podría permanecer en Ein Karem, ciudad de Isabel y Zacarías, sino por un corto período, retornando después a Nazaret para dar continuidad al trabajo de carpintero. Solo esporádicamente, él visitaría a su Esposa.
¡Durante el largo recorrido, San José pudo convivir de cerca con Nuestra Señora y conocerla aún más! Percibía que una luz nueva brillaba en su semblante, pero ignoraba el secreto que Ella guardaba en su Corazón por un misterioso designio divino. Con todo, su conversación, sus actitudes y su espíritu de contemplación en medio de circunstancias tan adversas, como eran las condiciones de viaje en los caminos de esa época, suscitaban torrentes de admiración en el alma purísima de su esposo.
Finalmente, los vemos llegar a Ein Karem. María se dirigió hasta el local donde se encontraba Isabel, y el Santo Patriarca se retiró para ir a ver al dueño de la casa y acomodar el equipaje de su Señora. En la aparente normalidad de esa escena familiar, una nueva economía de la gracia se abriría para la humanidad por medio de la Esposa mística del Divino Espíritu Santo.
Un saludo con efectos sobrenaturales
“En cuanto oyó Isabel el saludo de María…” (Lc 1, 41a), relata con simplicidad San Lucas. Lamentablemente, él no describe ese saludo. En su discreción y humildad, al entrar en la casa, tal vez Ella solo haya dicho: “¡Isabel!”. ¡Pero era la voz de Nuestra Señora! Bastaría que la oyésemos, para pasar el resto de la vida arrobados. ¿Qué significan las mejores composiciones musicales de la Historia comparadas con tal armonía celestial?
Por amor a su prima, en función del amor a Dios y porque sabía que ella tenía una misión que desempeñar en la obra de la Redención, María pronunció “Isabel” con una entonación nacida más de lo hondo de ese santo afecto que de las cuerdas vocales, pues “de la abundancia del corazón habla la boca” (Mt 12, 34). En cuanto madre del Precursor, el cual se asemejaría al propio Cristo, convenía que Santa Isabel poseyese una serie de cualidades que la hiciesen parecida con Nuestra Señora.
Esa sintonía espiritual existente entre ambas, muy superior a los simples lazos de parentesco, fundamentaba la amistad que las unía, manifestada de parte a parte con una humildad, una elevación y un afecto dignos de los ángeles.
Como consecuencia del saludo de la Medianera de todas las gracias, “saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo” (Lc 1, 41b). Tal era la fuerza, la penetración y la eficacia de la voz de María que, a través de ella, la vida divina que habitaba su Corazón Inmaculado fue transmitida con superabundancia a su prima. 1
Si en la venerable anfitriona aún restaba alguna mácula de culpa original, esta desapareció en ese preciso instante. ¡El amor de Nuestra Señora, cuando es bien acogido, produce un cambio inmenso!
Tomado de la obra, ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres. Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP. Tomo II: Los misterios de la vida de María: una estela de luz, dolor y gloria, pp. 257 a 260 – Arautos do Evangelho, São Paulo, 2019.