La prudencia de la carne y la prudencia santa

Publicado el 09/18/2022

El administrador infiel usa la prudencia para garantizar su propia subsistencia. Idéntica sagacidad y diligencia deberían tener los hijos de la luz para alcanzar la santidad.

Monseñor Joāo Clá Dias

Evangelio según San Lucas 16, 1-13

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Un hombre rico tenía un administrador, y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: ‘¿Qué es eso que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido’. El administrador se puso a echar sus cálculos: ‘¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita el empleo? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa’. Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero: ‘¿Cuánto debes a mi amo?’ Éste respondió: ‘Cien barriles de aceite’. Él le dijo: ‘Aquí está tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta’. Luego dijo a otro: ‘Y tú, ¿cuánto debes?’ Él contestó: ‘Cien fanegas de trigo’. Le dijo: ‘Aquí está tu recibo, escribe ochenta’. Y el amo felicitó al administrador injusto, por la astucia con que había procedido. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz. Y yo os digo: Ganaos amigos con el dinero injusto, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas. El que es de fiar en lo menudo también en lo importante es de fiar; ol que no es honrado en lo menudo tampoco en lo importante es honrado. Si no fuisteis de fiar en el injusto dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras? Si no fuisteis de fiar en lo ajeno, ¿lo vuestro, quién os lo dará? Ningún siervo puede servir a dos amos, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero” 

I — El hombre ante la pobreza

Había un país, según cuenta San Juan Damasceno, donde los ciudadanos elegían anualmente a un nuevo rey para evitarse los riesgos de una posible tiranía. Conociendo la sed de mando que habita en todo hombre, no permitían la estabilidad duradera del monarca: al terminar el año era destronado y deportado a una isla desierta, en la que moría al cabo de un tiempo por falta de recursos y de alimentos. Así fue el destino de varios reyes hasta que uno, durante el exiguo reinado de 360 días, transportó a dicha isla todo lo que pudo en materia de subsistencia para el resto de su vida.

De esta manera superó el más temido de los males, la pobreza. Un temor que se puede comprender, en parte, tomando algunos instintos de nuestra naturaleza como por ejemplo el de conservación o de sociabilidad. El panorama de la carencia de lo esencial para nuestra vida nos deja aturdidos; la miseria extrema, sin una intervención de Dios, destruye las últimas energías del hombre, aferra su atención a la materia y le impide elevar su mirada a las consideraciones espirituales. Tal era, de acuerdo al relato de San Juan Damasceno, la situación de los reyes exiliados después que expiraba su mandato, luchando por la vida en una isla sin recursos.

Dejemos de lado los casos agudos como el antes mencionado y enfoquemos la pobreza común, la que consiste en obtener estrictamente lo necesario, e incluso así mediante un arduo esfuerzo. En estas circunstancias, aunque sepamos del gran aprecio que Dios manifiesta hacia la pobreza, así como todos los privilegios que le son inherentes —las Escrituras están impregnadas de menciones al respecto—, las preocupaciones de la criatura humana ante las contingencias de la pobreza la hacen optar por el camino de la falsa o la verdadera prudencia.

Una falsa prudencia

Cuando esta virtud es falsa —por tanto, entendida en un sentido peyorativo— busca un fin terrenal, temporal y pasajero. Es fruto de una filosofía pagana para la cual Dios no existe, ni el alma humana o la remuneración futura. Este estado de espíritu se resume muy bien en la actitud de las vírgenes necias (cf. Mt 25, 1-3), y Dios la repudia en innumerables trechos del Antiguo y del Nuevo Testamento (cf. Prov 4, 19; 25-26; I Cor 1, 19; Rom 8, 6; I Tim 3, 2s.; I Pe 4, 7; etc.). 

No pocas veces la falsa prudencia sabe emplear mañas y artimañas para lograr los bienes terrenos, y no, en cambio, los eternos. Para ella el fin justifica los medios. Se fundamenta en la sabiduría de este mundo, de lo cual nacen equívocos como, por ejemplo, querer construir edificios eternos con lo que no es sino pasajero. San Pablo comenta: “¡Nadie se engañe! Si alguno entre vosotros se cree sabio según este mundo, hágase necio, para llegar a ser sabio; pues la sabiduría de este mundo es necedad a los ojos de Dios. En efecto, dice la Escritura: ‘Él prende a los sabios en su propia astucia’. Y también: ‘El Señor conoce cuán vanos son los pensamientos de los sabios’” (I Cor 3, 18-20).

La virtud de la prudencia

En posición diametralmente opuesta se halla la verdadera virtud de la prudencia. Sólo la tiene quien, ante el horizonte de una vida hecha de pobreza, se deja llevar por la gracia de Dios. El cuadro inferior nos deja muy claro que esta virtud consiste en la correcta elección de los medios convenientes para obtener un fin determinado.

Quien supo trasladar magistralmente a la práctica esta hermosa doctrina de la prudencia fue San Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús, en la primera meditación de sus Ejercicios Espirituales: “El hombre fue creado para alabar, reverenciar y servir a Dios Nuestro Señor, y mediante esto salvar su alma”. El sabio empleo de las criaturas, dinero inclusive, para alcanzar esta finalidad, es la divina enseñanza suministrada por Jesús en la parábola del administrador infiel, pero prudente, de la Liturgia de hoy.

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Prudencia: virtud intelectual que perfecciona la razón

1 – La prudencia es la virtud más necesaria para la vida humana. Efectivamente, vivir bien consiste en obrar bien. Pero, para que uno obre bien no sólo se requiere la obra que se hace, sino también el modo de hacerla, esto es, que obre conforme a recta elección, y no por impulso o pasión.

2 – Pero como la elección es respecto de los medios para conseguir un fin, la rectitud de la elección requiere dos cosas, a saber: el fin debido y el medio convenientemente ordenado al fin debido.

3 – Ahora bien, respecto del fin debido, el hombre se dispone convenientemente mediante la virtud que perfecciona la parte apetitiva del alma, cuyo objeto es el bien y el fin; y respecto del medio adecuado al fin debido, necesita el hombre disponerse directamente mediante el hábito de la razón, ya que el deliberar y elegir, que versan sobre los medios, son actos de la razón. Por consiguiente, es necesario que en la razón exista alguna virtud intelectual que la perfeccione convenientemente respecto de los medios a elegir para la consecución del fin, y tal virtud es la prudencia. La prudencia, pues, es una virtud necesaria para vivir bien.

(SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q.57, a.5)

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II — El administrador infiel

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Un hombre rico tenía un administrador, y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes”.

En las tres parábolas anteriores” —comenta el P. Juan de Maldonado—, “Cristo había enseñado el cuidado que tenía en convertir a los pecadores y su benignidad para con los ya convertidos; en ésta, reportándose a la benignidad de Dios, enseña el empeño y la diligencia que deben aplicar los pecadores, a su vez, para convertirse a la amistad divina. Por este motivo expuso las tres parábolas anteriores a los escribas y fariseos, que le habían dado ocasión, y por otro lado, ésta se la propone a los discípulos y a todos sus oyentes. Tal es el sentido de la frase: ‘Dijo también a sus discípulos’, o sea, del mismo modo como antes había hecho con escribas y fariseos, según lo observa San Jerónimo”.1

A pesar de este comentario de Maldonado, debemos observar, para una mayor claridad en la interpretación, que los fariseos seguirán presentes también como oyentes en esta cuarta parábola, como lo constatamos en las palabras de Lucas al término de la misma: “Los fariseos, que eran amigos del dinero, estaban oyendo todas estas cosas y se burlaban de él” (Lc 16, 14). Dicho sea de paso, esta secuencia de parábolas —la oveja descarriada, la dracma perdida, el hijo pródigo y ésta, del administrador infiel pero prudente— comienza con el escándalo que representó a los ojos de los fariseos el hecho de ver que “todos los publicanos y los pecadores” se acercaban a Jesús para ser enseñados: “Este acoge a los pecadores y come con ellos” (Lc 15, 1-2). Esa fue la razón por la cual Jesús les propuso tres parábolas sobre la misericordia. Tanto más cuando él les diga como una de las conclusiones: “Ganaos amigos con el dinero injusto…”.

Somos administradores de bienes ajenos y transitorios

Por lo que se puede deducir de los versículos 6 a 7, referidos a las deudas que el administrador tenía la obligación de llevar correctamente y cobrar, las propiedades del tal “hombre rico” debían consistir en olivares y trigales. Todo hace pensar —y la mayoría de los comentaristas coincide en esta apreciación— que el hecho de desbaratar la hacienda de su señor por parte de este último se debía no solamente al descuido, sino también a abusos para satisfacer sus placeres personales.

Para comenzar, este versículo del Evangelio de hoy admite una aplicación moral a cada uno de nosotros: “Una idea errónea que domina a los hombres, aumenta sus pecados y disminuye sus buenas obras, consiste en creer que todo cuando tenemos para las atenciones de la vida debemos poseerlo en calidad de señores, y en consecuencia lo buscamos como al bien principal. Sin embargo sucede justamente al contrario, porque no fuimos puestos en esta vida como señores en su propia casa, sino más bien como huéspedes y forasteros llevados adonde no queremos ir y cuando no lo pensamos: quien ahora es rico, pronto será mendigo. Así, seas quien seas, debes saber que eres solamente un distribuidor de bienes ajenos, de los que te fue dado un uso transitorio y un derecho muy breve. Así pues, lejos de nuestra alma el orgullo de la dominación, y abracemos la humildad y la modestia del arrendatario o casero”.2 Dios, por lo tanto, coloca en mis manos los bienes del cuerpo y del alma —los bienes materiales y los de la gracia, vida, talentos, riquezas, etc.— para que yo los administre en función de su Ley y gloria. ¿Qué uso hago de los bienes recibidos de las manos de Dios?

Rendición de cuentas repentina

“Entonces lo llamó y le dijo: ‘¿Qué es eso que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido’”.

El señor de la parábola no demuestra ser muy vigilante con sus propios bienes, porque solamente después de recibir por otros las informaciones sobre la mala conducta de su administrador, se pone en camino para recobrar el control de la situación. La ayuda para tener una noción real de los negocios y empresas de su propiedad llega a sus oídos a través de personas envidiosas que quieren permanecer en el anonimato para no exponerse a represalias o venganzas.

Se comprende la actitud del señor al pedir cuentas, porque también nosotros, en nuestra relación con Dios, “cuando en vez de administrar los bienes que se nos confiaron de manera a agradarle, abusamos de ellos para satisfacer nuestros gustos, nos convertimos en arrendatario culpable”.3

Además, se percibe por esta sentencia que profiere el señor, su imposibilidad de aplicar un castigo proporcional. “‘Ya no podrás seguir administrando’, por ser ésta la primera sanción que recibe quien administra mal los bienes de su amo, y también por no poder ni ser costumbre que un rico castigue de otra manera, puesto que el administrador no es un esclavo que podía ser azotado o muerto, sino un hombre libre a quien el señor no podía dar más castigo que privarlo del honor y del cargo. Así puede aplicársele al pecador que, por su mala administración, esto es, por su mala observancia de la Ley de Dios, no es siempre removido de su función ni excluido de la Iglesia, ni siempre privado de su dignidad eclesiástica o despojado de los bienes que administra mal, pero siempre es castigado”.4

Entrégame el balance de tu gestión …”. Un rayo le parte el camino. Quizá no había prestado cuentas en toda su vida, y no llevaba nada con orden. Por primera vez se ve en la eventualidad de reconocer a un señor ante quien debe responder por sus actos. ¿Cuántos de nosotros hacemos los mismos cálculos equivocados? Sólo a la hora del juicio de Dios cumplimos con ser simples administradores de los bienes… Un día que ignoramos, pero no muy lejano, seremos despedidos de nuestra administración de los bienes de este mundo. Al rendir cuentas, ¿cuál será nuestro destino eterno?

La misma cosa nos dice el Señor todos los días, presentándonos como ejemplo al que, gozando de salud al mediodía, muere antes de caer la noche, y al que expira en una fiesta: así dejamos la administración de varios modos. Pero el buen administrador, el que tiene confianza debido a su buena administración, anhela disolverse como San Pablo y estar con Cristo; mientras que el que se apega a los bienes de la Tierra se encuentra lleno de angustia en la hora postrera”.5

Conciencia de la culpa

“El administrador se puso a echar sus cálculos: ‘¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita el empleo? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da vergüenza’”.

El administrador ni siquiera tenía una autodefensa. Tiene la conciencia sucia y sabe perfectamente que es cierto lo que llegó al conocimiento del señor”.6

Vemos en este versículo el retrato de quienes vivieron negligentemente a lo largo de su existencia terrena, como afirma San Juan Crisóstomo. Si el administrador estuviera habituado al trabajo, no temería ser despedido.

¿Y nosotros? ¿Podremos trabajar por nuestra salvación después de la muerte? ¿Cómo nos precavemos de cara al futuro?

Diligencia del mal administrador para garantizar su futuro

“‘Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa’”.

Usando monólogos, también nosotros, en muchas ocasiones, tomamos nuestras decisiones como lo hizo el administrador. Para satisfacer su pereza y su orgullo, evitando el trabajo y la mendicidad, idea un medio eficaz que, en función de su mal carácter, una vez más no tomará en cuenta los intereses de su señor, sino los de su egoísmo.

Los comentaristas aprovechan la reacción de este mal administrador para mostrar que él, teniendo frente a sus ojos un fin muy claro —el de su propia subsistencia— se puso inmediatamente en acción y utilizó los medios para alcanzarlo. Reprochando su negligencia moral, hacen una aplicación al caso específico de nuestra salvación eterna. Si tuviéramos una sólida convicción al respecto de nuestra vida post mortem, el fin último de nuestra existencia, seríamos más diligentes en aplicar los debidos medios para obtener la felicidad perpetua.

Subrayan de modo especial esa tenacidad del administrador por alcanzar sus objetivos y la toman como ejemplo para nosotros “porque todo el que, previendo su fin, alivia con buenas obras el peso de sus pecados (perdonando a quien le debe o dando buenas limosnas a los pobres), y da liberalmente los bienes del señor, se granjea muchos amigos que han de prestar buen testimonio de él ante el juez, no con palabras sino manifestando sus buenas obras, y de prepararle con su testimonio la mansión del consuelo. Nada hay que sea nuestro, porque todo es del dominio de Dios”.7

La prisa para alcanzar objetivos en este mundo

“Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero: ‘¿Cuánto debes a mi amo?’ Éste respondió: ‘Cien barriles de aceite’. Él le dijo: ‘Aquí está tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta’. Luego dijo a otro: ‘Y tú, ¿cuánto debes?’ Él contestó: ‘Cien fanegas de trigo’. Le dijo: ‘Aquí está tu recibo, escribe ochenta’”.

Sobre cuáles serían esos deudores y la trasposición de esas medidas a los usos de tal o cual actualidad, abundan entre los autores las conjeturas y cálculos. Por qué se trata de dos deudores, ni más ni menos, para significar que debemos conseguir muchos amigos, coincidimos con el célebre Maldonado en que, por la necesidad de una casi esquematización, era más adecuado usar una narración breve.8 Lo mismo en lo que atañe al aceite y al trigo. Podrían ser también otros productos.

Con respecto a la diferencia en las reducciones ilícitas, más probablemente se debe al sentido de oportunidad del administrador, que ofrecía a cada uno de los deudores lo suficiente para obtener resultados análogos.

Con respecto a la diferencia en las reducciones ilícitas, más probablemente se debe al sentido de oportunidad del administrador, que ofrecía a cada uno de los deudores lo suficiente para obtener resultados análogos.

Llama la atención la prisa del administrador por alcanzar sus metas. Infelizmente, muchas veces también somos así muchos de nosotros, es decir, elaboramos planes y los realizamos con rapidez para alcanzar fines en este mundo, pero todo se hace difícil, hasta insoluble, cuando el objetivo es nuestra santificación. Nuestro fin último es el supremo en relación con todos los demás, pero no siempre le tributamos la debida importancia. ¿Cuántos preferimos —al contrario de este administrador— dejar para mañana la realización de nuestros propósitos de santidad? En la juventud soñábamos con fervor concretarlos en la madurez, ya tan cercana. Llegando a ésta, nunca nos parece que camina a paso raudo hacia su término definitivo…

En estos versículos vemos con cuánto ahínco el administrador se esfuerza para hacer amigos cómplices de sus fraudes, a fin de ser amparado por ellos en el futuro. Así debe ser nuestro empeño en buscar la amistad de Dios, de los justos, de los castos, de los pobres, etc. 

Sagacidad de los hijos de este mundo 

“Y el amo felicitó al administrador injusto, por la astucia con que había procedido. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz”.

Los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz

Surge aquí otro versículo muy discutido entre los autores. El elogio del señor de la parábola no recae sobre los aspectos ilícitos e inmorales de los actos practicados, sino solamente sobre su astucia. “Estas parábolas se denominan contradictorias para que comprendamos que —si puede ser alabado por su amo el hombre que defraudó sus bienes— mucho más deben agradar a Dios los que hacen aquellas obras de acuerdo a sus preceptos”.9

Por “hijos de este mundo” debemos entender a los que se preocupan solamente de los bienes temporales. Los “hijos de la luz” creen en la vida eterna después de la muerte, en la resurrección final y trabajan por su salvación. Sin embargo, la “prudencia” de los primeros es infatigable, pertinaz, inteligente, hábil en vista de lograr sus objetivos. Así debemos ser nosotros de cara a nuestro fin último, y en esto consiste el consejo implícito en la comparación hecha por Jesús. Para subrayar la claridad de comprensión, es bueno enfatizar que los “hijos de la luz” son inferiores muchas veces en materia de prudencia, pero no en sabiduría.10

“Y yo os digo: Ganaos amigos con el dinero injusto, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas”.

Este versículo tiene mayor razón de continuidad con los cuatro puntos siguientes (10 a 13) que propiamente con los comentados hasta ahora (1 a 8). Poseen ellos (9 a 13) un mismo concepto teológico sobre la riqueza, mientras la parábola relatada anteriormente recalca más la importancia de la sagacidad y de la prudencia que se han de emplear en vista de la vida eterna. Por tanto, se trata de dos consideraciones distintas que deben analizarse según las esencias respectivas.

Dios es el verdadero propietario de todo el Universo

10 “El que es de fiar en lo menudo también en lo importante es de fiar; el que no es honrado en lo menudo tampoco en lo importante es honrado. 11 Si no fuisteis de fiar en el injusto dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras? 12 Si no fuisteis de fiar en lo ajeno, ¿lo vuestro, quién os lo dará? 13 Ningún siervo puede servir a dos amos, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero”.

Santísima Trinidad

Algunos autores dan a estos cuatro versículos el título de “apéndices parabólicos sobre las riquezas”. Las tres máximas que se contienen en ellos son de fácil comprensión y eximen largas consideraciones.

Hay que notar que Cristo no condena la propiedad, sino la toma como un bien que se gestiona temporalmente con miras a la vida eterna. El hombre no va más allá de ser un mero administrador; Dios es el auténtico propietario. Si el hombre ignora esta distinción, termina por violar la supremacía de Dios como Señor de todo lo creado, ingresando así en la injusticia.

Las riquezas existentes en esta tierra no son posesión absoluta del hombre, que es el administrador de estos bienes de Dios. Así pues, debe serle fiel en ellos. Es la expresión exterior de su fidelidad. Así recibirá los ‘propios’ que, en este contexto, por la contraposición establecida, parecen referirse a los dones espirituales que Dios, en compensación por esta fidelidad requerida para los demás, concede en abundancia al discípulo”.11

Las expresiones “lo que vale de veras” y “lo vuestro” se refieren a los bienes sobrenaturales, los dones de la gracia, los únicos eternos y absolutos.

En cuanto al último versículo, San Mateo lo coloca a lo largo del Sermón de la Montaña y en una formulación casi idéntica: “Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24). Tanto en Lucas como en Mateo “se pone la tesis y se da la razón de no poder servir a dos señores: a Dios y al dinero. Naturalmente, entendido en un sentido de apego a éste o en una adquisición o uso reprochable”.12

En estos versículos finales (9 a 13), el Divino Maestro se manifiesta como el Heraldo del desprendimiento de todo cuanto pasa. No es ilícito guardar los bienes en un cofre; lo que no podemos hacer es atesorarlos en nuestros corazones. 

Tomado de lo inédito sobre los Evangelios, Volumen VI, Comentarios al XXV Domingo del Tiempo Ordinario, Editorial Editrice Vaticana


1) MALDONADO, SJ, Juan de. Evangelio de San Marcos y San Lucas. Madrid: BAC, 1951, v.II, p.673.

2) SAN JUAN CRISÓSTOMO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Lucam, c.XVI, v.1-7.

3) TEOFILO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO, op.cit.

4) MALDONADO, op. cit., p.675.

5) SAN JUAN CRISÓSTOMO, op.cit.

6) CANTALAMESSA, OFMCap, Raniero. Echad las redes. Reflexiones sobre los Evangelios. Ciclo C. Valencia: Edicep, 2003, p.306.

7) SAN JUAN CRISÓSTOMO, op.cit.

8) Cf. MALDONADO, op. cit., p.675.

9) SAN AGUSTÍN, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., v.8-13.

10) Cf. ORÍGENES, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., v.8-13.

11) TUYA, OP, Manuel de. Bíblia Comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, v.V, p.874.

12) Idem, ibidem.

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