
Les fue necesario empeñarse en mil luchas, pero esto, lejos de ser humillante, es lo que les da verdadero mérito. El puro es un triunfador, es un héroe. Es el hombre fuerte por excelencia.
Padre Georges Hoornaert, SJ
Precisamente porque la castidad supone el combate y el triunfo, es una gloria de la Iglesia católica el haber sido la gran escuela del amor y de la virginidad.
Un libro intitulado “Paganos” (A. Eymieu) señala este fenómeno como específico del Cristianismo. Roma quería tener seis vestales, seis doncellas que aceptaran permanecer vírgenes, para guardar el fuego sagrado de la diosa Vesta.
Para alentarlas al sacrificio de renunciar al matrimonio, Roma les concedió favores extraordinarios: los cónsules les cedían respetuosamente el paso, los jueces no podían refutarles sus declaraciones, y si ellas intercedían por un criminal los verdugos debían perdonarle la vida.
Roma concediendo privilegios tan señalados y declarando que sus vestales estaban por encima de la Ley, buscó entre sus 200 millones de súbditos a seis doncellas que quisieran, mediante la promesa de tan excelsos dones, permanecer vírgenes para conservar el fuego sagrado. ¡Y Roma no pudo encontrar seis vestales voluntarias en todo el Imperio!
Entonces se vio forzada a recurrir a la violencia y reclutarlas a la fuerza, amenazándolas con terribles castigos y sometiéndolas a una severa vigilancia.
¡La virginidad conservada… bajo el imperio del temor!
He aquí que Cristo aparece y pide también vírgenes en todas partes para guardar la llama sagrada del ideal. Y las encuentra […] Un Emperador romano en un exceso de orgullo exclamó “sería bastante golpear con el pie en tierra, para que de ella brotaran legiones de combatientes” ¡Bastó que Cristo golpeara el suelo con su pie para que brotaran legiones y legiones de vírgenes!
Cristo es quien realizó este prodigio. Solo Él y no otro lo podía hacer.
Él “la pureza de las vírgenes” Cristo el inmaculado, el Hijo de la Inmaculada, Él, que amó con amor de preferencia a Juan, el Apóstol virgen y le concedió durante la última cena reposar tan cerca de sí la cabeza, que podía escuchar en su pecho los latidos del corazón divino. Él, que reserva a los vírgenes en el Cielo, un lugar especial al lado del Cordero sin mancha, y les concedió cantar un cántico místico que solo los vírgenes saben repetir. Él, únicamente puede alcanzar de la debilidad humana este admirable triunfo del espíritu sobre la materia y que con toda propiedad se llama heroísmo.
Sí, heroísmo: y de tal modo que muchos santos no dudan en equiparar al casto con el ángel y en la comparación, dan la palma de la gloria de la victoria al primero.
San Ambrosio, en el Tratado sobre la virginidad exclama: “Los ángeles viven sin carne, los vírgenes triunfan de la carne. Es más bello conquistar la gloria angélica que haberla recibido por naturaleza. Y, afirma San Pedro Crisólogo que “el hombre alcanza la virginidad por la lucha y con muchos esfuerzos y el ángel la posee muy naturalmente”.
El casto no se rebaja a pactar con el vicio. ¿Dirás que tampoco el ángel se rebaja a semejante bajeza? Entretanto, ¿Dónde está el heroísmo de no caer en el pecado de la carne cuando no se tiene carne?
“Los ángeles no están sujetos a las pasiones: y ni el canto afeminado, ni las músicas mundanas ni siquiera la belleza de las mujeres los pueden seducir”, dice San Juan Crisóstomo.
“Existe entre el hombre casto y el ángel esta diferencia: la castidad del ángel es más feliz y la del hombre más heroica”, afirma San Bernardo.
Todas las virtudes son bellas, entretanto, la castidad es llamada por excelencia la bella virtud, porque, por así decirlo, espiritualiza nuestros cuerpos de barro.
En ellos se cumple la palabra de Cristo: “son como los ángeles de Dios en el Cielo” (Mt. 22)
Les fue necesario empeñarse en mil luchas, pero esto, lejos de ser humillante, es lo que les da verdadero mérito. El inmaculado es un triunfador, es un héroe. Es el hombre fuerte por excelencia.
Joven: podrás ser atleta, ufanarte con el título de arquero, de campeón. Pero, si entrando en casa durante la noche no tienes el coraje de resistir a la vil pasión, no pasas de un cobarde, héroe de deportes y de los partidos.
Y tú, al contrario, niño frágil, tú, joven pálido y sin músculos para levantar pesas, tú que ni al menos sabes distinguir una mano de un penalti o de un tiro de esquina, pero sabes muy bien refrenar tus pasiones, tu sí eres el verdadero valiente ya tus pies el gigante del que antes hablamos, no es digno de desatarte las correas de tus zapatos. Tú sí que eres un hombre.
¡La pureza, como la virtud, no tiene de femenino sino el nombre!
Cfr. La gran guerra, el combate de la pureza; pp.42-46